Opinión

¿Por qué falló el Servicio Secreto?

La red está infestada desde hace días de teorías de la conspiración, algunas descabelladas. Es imprescindible transparencia y buena información

  • El candidato republicano Donald Trump tras el tiroteo en un mítin de Pensilvania -

El intento de asesinato de Donald Trump del pasado sábado en Pensilvania ha abierto una crisis de gran envergadura en el Servicio Secreto. Son dos las preguntas que todo el mundo se hace desde entonces. La primera, cómo pudo Thomas Matthew Crooks, un joven de 20 años sin entrenamiento alguno burlar el cordón de seguridad de un acto protagonizado por un expresidente y candidato a la presidencia. La segunda, cómo ese mismo joven armado con un rifle de un metro de longitud y mirilla telescópica pudo realizar ocho disparos contra el candidato sin que los tiradores del Servicio Secreto, que se encontraban en otro tejado a unos 120 metros de distancia, primero advirtiesen que un tipo armado estaba ahí, y luego no lo neutralizasen antes de que montase el arma o se pusiese a disparar.

A diferencia de Crooks, los francotiradores del Servicio Secreto son profesionales altamente cualificados. Entrar en el Servicio secreto es difícil. Son muchos los que lo intentan y muy pocos los que consiguen pasar las pruebas (algo así como el 1% cada año). Esas pruebas son duras y exhaustivas. Los candidatos han de atravesar varios filtros, es decir, que aparte de gozar de una excelente condición física, deben pasar un examen muy estricto de sobre su estado psicológico. Una vez dentro reciben entrenamiento continuo y muy exigente. Los francotiradores están sometidos a pruebas continuas, son de hecho francotiradores de élite.

Que unos francotiradores (dos concretamente) del Servicio Secreto, supuestamente pertenecientes a la élite de ese oficio, no sean capaces de ver a un tirador aficionado que tienen a 120 metros es simplemente inexplicable

El Servicio Secreto, formado por más de 8.000 agentes, cuesta al contribuyente unos 3.000 millones de dólares al año y es un ejército en miniatura, pero no deben parecerlo. En los trabajos de campo tratan de pasar desapercibidos; ya porque van vestidos con traje y corbata sin llamar la atención, ya porque están a cubierto vigilando las posibles amenazas. Este es el caso de los francotiradores, que forman parte de la división uniformada. No se advierte su presencia porque mucho antes de que haya llegado el presidente ya se han apostado en lugares elevados con sus rifles de precisión y tienen bien controlado el entorno. A los agentes que estaban en el mitin les correspondía vigilar que nadie pasase armado y que en los alrededores no hubiese amenaza alguna. Si a un kilómetro de distancia a alguien se le hubiese ocurrido, por ejemplo, volar un dron con fines recreativos su obligación hubiese sido detectarlo y derribar el dron.

El lugar en el que se celebró el mitin no era especialmente difícil de controlar. Estaba formado por una campa alargada con naves industriales atrás. Sobre esas naves se situaron los francotiradores del servicio secreto. A 150 metros había otra nave industrial perteneciente a la empresa AGR, acrónimo de American Glass Research, dedicada a la fabricación de maquinaria para embotelladoras. En el tejado de es AGR es donde se apostó Thomas Matthew Crooks.

Entre el punto donde estaba el tirador y Donald Trump había unos 130 metros. Entre ese punto y donde estaban los tiradores del Servicio Secreto había algo menos, unos 120 metros. Un campo de fútbol estándar tiene unos 105 metros de largo, luego nos encontramos con una distancia similar. Es decir, que no es necesario un telescopio para ver con claridad lo que hay tras la otra portería, más aún si se trata de un individuo a solas con un fusil de un metro de largo en las manos.

No hay excusa para una negligencia de este calibre. Que unos francotiradores (dos concretamente) del Servicio Secreto, supuestamente pertenecientes a la élite de ese oficio, no sean capaces de ver a un tirador aficionado que tienen a 120 metros es simplemente inexplicable. Tampoco lo es que no actuasen hasta que Crooks disparó ocho veces. A mí, que no he disparado un arma en la vida, se me puede escapar el sonido de un disparo, pero no a uno de estos agentes, que se ganan la vida disparando. Cuando había realizado los ochos disparos uno de los francotiradores le localizó y le abatió sin problemas.

Pero le había dado tiempo de matar a uno de los espectadores y herir de gravedad a otros dos. Crooks actuaba solo y no estaba en el radar del FBI antes del sábado, pero se colocó bien a la vista, tan a la vista que algunos asistentes sí que advirtieron su presencia. Esa es otra de las incógnitas. Pero volvamos al momento del tiroteo. Antes de cualquier acto en el que esté el presidente o un expresidente, el Servicio Secreto inspecciona el lugar, visita los edificios cercanos y controla todas las estructuras tanto dentro como fuera del perímetro de seguridad. Para eso tuvieron tres días. Sabían que había unas naves detrás del estrado ya que las escogieron para colocarse sobre una de ellas. Aquí surge otra pregunta. Había cuatro equipos de francotiradores (dos del Servicio Secreto y dos de la policía del estado de Pensilvania) pero ninguno pensó que el tejado de la fábrica de AGR había que tenerlo controlado.

Aprovechando que el AR-15 es un rifle de repetición, disparó ocho balas seguidas. El testigo de la BBC dijo que, tras oír las primeras detonaciones, no se explicaba cómo Trump seguía hablando… y lo hizo hasta que una bala le rozó la oreja

El hecho es que no lo tenían haciendo de este modo un regalo a Crooks, que debió pensar que aquello era pan comido. Bastaba algo de puntería y asunto resuelto. Pero es que sobre el suelo ni el Servicio Secreto ni la policía fueron capaces de ver a Crooks sobre el tejado de la nave de AGR, cosa que si hicieron algunos asistentes. Un testigo que habló para la BBC vio a un hombre armado subiendo a lo alto de un edificio e informó a las fuerzas del orden. Quizá se pusieron en marcha, pero todo fue muy rápido. Trump empezó a hablar y al poco Crooks ya estaba listo para abrir fuego, cosa que hizo sin demora porque, aprovechando que el AR-15 es un rifle de repetición, disparó ocho balas seguidas. El testigo de la BBC dijo que, tras oír las primeras detonaciones, no se explicaba cómo Trump seguía hablando… y lo hizo hasta que una bala le rozó la oreja.

Todo es, como vemos, un despropósito detrás de otro. Lo del sábado ha puesto al Servicio Secreto contra las cuerdas. Le ha metido de lleno en su mayor crisis interna desde que en 1981 Ronald Reagan recibió un disparo al salir del Washington Hilton. El tirador se llamaba John Hinckley y era un perturbado que quería llamar la atención de la actriz Jodie Foster, de quien estaba enamorado de forma enfermiza. Antes de acudir al Hilton a matar al presidente escribió una carta a Foster reclamando su atención. Hinckley se colocó en la entrada del hotel y esperó a que Reagan saliese junto a su comitiva. Se acercó lo más que pudo, sacó un revolver Röhm de pequeño tamaño del calibre 22 y vació el cargador. Hirió de gravedad a tres personas: el secretario de prensa de Reagan, un agente de policía de Washington y otro agente del Servicio Secreto. Aquello era mucho más difícil de controlar por qué se trataba de algo relativamente improvisado. El presidente salía del hotel después de dar una conferencia y se dirigía a su vehículo. Sus escoltas debieron acordonar la zona, pero no lo hicieron pensando que Reagan iba a estar sobre la acera menos de un minuto. Desde entonces se lo están recordando a los sucesivos directores de esa agencia, siempre en el punto de mira porque algunos de sus agentes son muy aficionados a beber más de la cuenta y a frecuentar prostíbulos.

Lo del pasado sábado es más grave que el error del Washington Hilton ya que se trataba de un evento planificado con tres días de antelación y en un momento político especialmente delicado. La pelota está ahora en el tejado de Kimberly Cheatle, directora del Servicio Secreto, una veterana de la agencia que se fue nombrada directora hace dos años. Cuando llegó, el Servicio Secreto ya estaba metido en problemas a raíz del asalto al Capitolio en enero de 2021. Al parecer, los agentes perdieron el registro telefónico de algunos de sus empleados durante los días previos y posteriores al asalto. Aquello fue un dolor de cabeza para el anterior director de la agencia, James Murray. Biden decidió sustituirle y colocó en su lugar a Kimberly Cheatle, una antigua agente que se había pasado al sector privado, en esos momentos era la directora de seguridad de Pepsi. Le ofrecieron dirigir el Servicio Secreto y ella aceptó. Biden conocía bien a Cheatle porque había sido la jefa de sus guardaespaldas cuando fue vicepresidente.

Cambios en las expectativas de voto

Será ella quien tenga que dar ahora a las explicaciones oportunas sobre la cadena de fallos de seguridad que posibilitó el atentado del otro día. Tratará seguramente de pasar por encima como ya hizo su antecesor con el asalto al Capitolio, pero no lo va a tener fácil habida cuenta de que este intento de asesinato a punto ha estado de acabar con la vida de un candidato y ya está influyendo de forma drástica en la expectativa de voto. Por no hablar de que hay dos heridos graves y un fallecido. Los republicanos deberían ir hasta el final para que se clarifique todo lo que sucedió y lo que falló. La red está infestada desde hace días de teorías de la conspiración, algunas realmente descabelladas. Para frenar toda esa desinformación solo cabe añadir buena información. Que Cheatle esté dispuesta a ello es una incógnita, que no debería pasar ni un minuto más como directora del servicio secreto es algo en lo que prácticamente todo el mundo está de acuerdo.

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