Resultó que la sacerdotisa del Movimiento indepe, la aguerrida dirigente de ERC que llamaba a la resistencia numantina contra el invasor hispano, la que hace apenas unos meses exigía a Puchimón que ni un paso atrás, la que con ojos llorosos juraba que “nosaltres no ens rendirem, lluitarem fins al final”, puso el viernes pies en Polvorosa y, en lugar de dar la cara ante el juez Llarena, se fugó a Suiza en deslumbrante paradoja del destino del prusés, atronadora coda final al fracaso de un proyecto totalitario que ha fracturado en dos la sociedad catalana, ha malherido sus instituciones autonómicas y ha arruinado su economía. La farsa se ha derrumbado. Con su huida del escenario del crimen, la bella Marta, la Marta corta de entendederas que todos conocemos, se salvó de ingresar en prisión como le ocurrió al resto de líderes independentistas. Cuando das un golpe de Estado y lo pierdes, lo menos que puedes esperar es la cárcel. Antaño, quien se alzaba contra el poder establecido era pasado por las armas sin juicio previo en la playa de San Andrés o ante un tapial de adobe encalado. Afortunadamente hoy las cosas han cambiado. A la cárcel. No hay otro final posible en una democracia. Más de media Cataluña respira hoy aliviada.
El prusés se ha cocido a fuego lento en la salsa de su radical impostura. Algunos lo adelantaron hace tiempo: “éstos terminarán a tortas, porque las contradicciones son tan obvias que, privados de cualquier apoyo internacional, se vendrán abajo sin necesidad de que Madrid mueva un dedo para acabar con el quilombo”. El prusés se apaga, tras haber logrado embarcar en la aventura a dos millones de catalanes que cayeron en las redes de un Movimiento identitario supremacista y xenófobo. El Gobierno, en efecto, apenas ha necesitado mover ficha. Un triunfo del tancredismo de Mariano. Y un 155 blando que ni siquiera fue capaz de tocar la poderosa maquinaria de agitprop nacionalista. En una vergonzante demostración de falta de agallas, Rajoy ha dejado en manos de la Justicia el desmoche del golpe, perdiendo una oportunidad de oro para haber asestado al independentismo un correctivo capaz de ponerlo fuera de juego durante décadas. La cobardía de Rajoy y el miedo de un Felipe González, autor de esa lamentable frase según la cual “Ojalá no se le ocurra [al magistrado Llarena] meter en la cárcel a ninguno de ellos”, en referencia a lo ocurrido el viernes.
La maquinaria judicial de ese Estado, lenta pero inexorable, ha llegado para poner a unos golpistas en fuga y a otros en prisión. Al margen de la destrucción que le es consustancial, el prusés no ha logrado ninguno de sus objetivos"
Felipe González y Mariano Rajoy. PSOE y PP. Las dos patas con las que ha caminado la Transición desde la muerte de Franco. Dos políticos amortizados; dos partidos en descomposición. Dos goletas gemelas, “El Prusés” y “La Transición”, que se hunden en el océano de las miserias de la historia. Los dos lastrados por el peso de la corrupción. El primero dinamitado por la soberbia altanería de quienes han pretendido acabar con la democracia española, echando un pulso a uno de los Estados nación más antiguos de Europa. La maquinaria judicial de ese Estado, lenta pero inexorable, ha llegado para poner a unos golpistas en fuga y a otros en prisión. Al margen de la destrucción que le es consustancial, el prusés no ha logrado ninguno de sus objetivos. El separatismo sale del lance fracasado y roto en al menos cuatro bloques. La vía emprendida en septiembre de 2012 está cegada. Anulada incluso la posibilidad de un Govern nacionalista operando dentro de los márgenes de la legalidad, sencillamente porque la CUP lo impediría, razones todas que abonan la inevitabilidad de unas nuevas autonómicas en julio.
Hay quien sigue opinando, por el contrario, que el separatismo no dejará escapar la oportunidad de formar Gobierno y acceder cuanto antes al Presupuesto. Bastaría con que Puigdemont y su acólito Comín renunciaran a sus escaños para que el bloque indepe pudiera elegir presidente –tal vez alguna de las tontas ilustradas que están en lista de espera- por 66 votos contra 65, con la abstención de la CUP. Seguir chupando del bote en la esperanza de, mediante el lavado de cerebro continuo que posibilita el control de la Educación y el aparato de agitprop, ensanchar la base social del independentismo –el gran objetivo-, de modo que dentro de unos pocos años seamos capaces de superar la barrera del 50% de los votos y lograr un cierto respaldo exterior. Porque el prusés ha muerto, pero el independentismo no. Para reducir el independentismo a sus porcentajes habituales, a los cauces por los que siempre discurrió hasta que el sacamantecas Pujol y su consejero delegado, Artur Mas, decidieron en 2012 echarse al monte para escapar de la Justicia, sería necesario desalojar primero a Mariano de la Moncloa y al PP del Gobierno.
El parto de un futuro para España
Derrotar al independentismo reclama como premisa hacer brotar del corazón de esta España atrapada en el fango del final de la Transición un poderoso impulso regenerador capaz de dar a luz un país distinto, capaz de diseñar un futuro digno de ser vivido por la inmensa mayoría. Una sociedad abierta, en una España democrática. Porque, lo hemos dicho muchas veces, hace muchos años, el problema no es Cataluña: el problema es España y la pobre calidad de la democracia española, atrapada en la corrupción en la que han medrado los grandes beneficiarios del sistema: PSOE y PP, los nacionalistas vascos y catalanes, y el rey Juan Carlos en la cúspide de la pirámide. La Transición es el pasado, cierto, pero lo que ha de venir, lo que está por nacer, no acaba de superar un parto que entre todos deberíamos intentar que fuera lo menos doloroso posible. El parto de un futuro para España. El de una democracia liberal que, bajo el imperio de una ley igual para todos, sea capaz de asegurar la prosperidad, la seguridad y la libertad de los españoles.
Todo lo ocurrido estos días está en el famoso discurso de Felipe VI, en el nítido mandato que el Monarca envía al poder judicial conminándolo a hacer cumplir la ley. Ese es el verdadero “auto” con el que un juez independiente como Llarena ha enviado a la cárcel a los sediciosos"
Es obvio que con los mimbres podridos de la Transición es imposible abordar siquiera el diseño de ese futuro. Tanto PP como PSOE han dejado de ser partidos democráticos, entendido ello en los términos que establece el mandato constitucional, para convertirse en algo parecido a bandas, grupos de poder corroídos por la división interna en los que los distintos clanes luchan a muerte por mantener a salvo su parcela, con desprecio del bien común. Algunas ramas verdes le han salido al viejo olmo seco español. La primera y más potente es la del rey Felipe VI, el motor capaz de poner en marcha, ante la insoportable indolencia, probablemente delictuosa, de Rajoy, la actuación de los jueces contra los protagonistas del golpe. Todo lo ocurrido estos días está en el famoso discurso de Felipe VI, en el nítido mandato que el Monarca envía al poder judicial conminándolo a hacer cumplir la ley. Ese es el verdadero “auto” con el que un juez independiente como Llarena ha enviado a la cárcel a los sediciosos. Porque el Gobierno Rajoy ya estaba dispuesto a pastelear de nuevo, poniendo al ex conseller Forn en libertad a través del Fiscal General del Estado, pobre Sánchez Melgar. Ha tenido que ser el Supremo, en un rapapolvo histórico, quien impidiera el atropello que pretendía cometer un Gobierno que no cree en nada, una gente cuyo único interés reside en conservar el poder como sea.
Un partido y un Gobierno que, si pudiera burlar la vigilancia de los jueces y la presión de la calle, pondría a los golpistas en libertad para poder seguir ocultando su visceral incapacidad y sus miedos a afrontar la realidad, en la esperanza de que esos golpistas que ayer mismo, en el tono fanfarrón propio del totalitarismo, amenazaron a las instituciones democráticas con la violencia callejera, se avinieran a cumplir la ley por una especie de prodigio divino. Felipe VI ha rescatado el honor de la institución monárquica. El Rey, primero, y los cientos de miles de catalanes que se echaron a la calle en las dos memorables manifestaciones que en octubre llenaron Barcelona y que lograron despertar de su letargo a tantos españoles decididos a gritar basta desde sus balcones engalanados con la rojigualda. Parece un razonable punto de partida para abordar la construcción de un futuro. Y con el Rey, un partido, Ciudadanos, a cuya orilla está mutando en masa el que antaño fue voto PP y, en menor medida, PSOE. Con Rivera al frente y con esa esplendida realidad en que se ha convertido Inés Arrimadas. Ciudadanos como proyecto de esa nueva derecha liberal que reclama la modernidad española, sin que de momento se pueda contar con la izquierda moderada, convertida hoy en un agujero negro imposible de descifrar bajo el miserable liderazgo de un Pedro Sánchez podemizado.
Pedir opinión al pueblo español en referéndum
Un futuro que pasa por enterrar Procés y Transición al tiempo, y trabajar en la concreción de un gran proyecto de regeneración nacional capaz de embarcar las ambiciones de las nuevas generaciones hasta el 2050. ¿Qué tipo de España queremos para ese horizonte no tan lejano? Un futuro que pasa por una reforma de la Constitución y que, en algún momento, antes o después, debería contemplar una llamada a las urnas para, referéndum mediante, permitir al buen pueblo español manifestar opinión sobre qué tipo de organización territorial y competencial quiere para el Estado. Es hora de poner remedio a algunas cosas que han funcionado mal en un Estado autonómico convertido en un despilfarro muy al gusto de las elites extractivas locales. Poner remedio a aquel error que supuso el “café para todos”. ¿Será suficiente un buen acuerdo de financiación autonómica para satisfacer las aspiraciones de los millones de catalanes que quieren seguir siendo españoles? No se me ocurre ninguna forma mejor de saberlo que preguntando a los propios españoles. Nada se podrá hacer, sin embargo, mientras no logremos despojarnos del lastre en que para el futuro español se ha convertido Rajoy y el Gobierno del PP. Todo pasa, pues, por hacer realidad ese vuelco electoral que permita de una vez a este gran país levantar el vuelo hacia el futuro de libertad y progreso que merece. Hasta entonces, resignación.