El otro día el programa “¡De viernes!” prometía muchas y variadas emociones: estaba mi querida Terelu, una de las hijas de María Teresa Campos que Dios tenga en su Gloria, junto con su sobrino José María. Hablaban del mal rollito que parece existir en el clan y que si patatín y que si patatán cuando, en medio de la entrevista, ¡zasca!, la hermana de Terelu, a la sazón madre de José María, Carmen, llamó en directo. Aquello fue un trepidar de sinapsis consanguíneas, un remover algoritmos emocionales, un ludibrio de pasiones, en fin, un cifostio de gentes capaces de pelearse como dos compadritos en un galpón de gallofa por un quítame allá esas exclusivas.
Ese era, al menos así lo intentaron, el “ambiente electrizante” que pretendían contagiar al espectador los responsables del programa. Ya me dirán si en España hay algo que mueva más alfiles de polémica que ese batallar entre las Campos, se debían decir quienes confeccionan la escaleta del programa.
Ya me dirán si en España hay algo que mueva más alfiles de polémica que ese batallar entre las Campos, se debían decir quienes confeccionan la escaleta del programa
Pero la realidad es inevitable, como Thanos. Y hete aquí que la cámara ofreció un plano del público en el que, en medio de una serie de rostros bastante aburridos, la verdad, se veía claramente a una señora de cierta edad dormida plácidamente. Me sobresalté entusiasmado y dejé la papiroflexia que tanto me relaja cuando veo por oficio estos formatos. ¡Una señora durmiendo en un programa del corazón! Era una metáfora del ruido vaporoso e inconsútil que producen, al menos a servidor, los programas del corazón, el hígado y las mollejas. Hemos llegado a un punto, me dije, en el que un lío familiar en la familia Campos inspira la misma relajación que un documental sobre el apareamiento de la ballena o una rueda de prensa gubernamental. ¡Albricias!
Esa señora, de la que ignoro el nombre, fue discretamente cambiada de sitio para que se notase menos, lo cual consideramos un auténtico error porque, como el soldado con el que tropieza Patton en la película del mismo nombre, y que está roncando en el suelo, era la única que sabía lo que estaba haciendo en el plató. Yo la felicito de todo corazón, pero le rogaría que se quede en casa, pues se duerme mejor en el sofá de uno con una mantita cálida y providencial. Y a las empresas que se dedican a contratar público para los programas les diría que, una de dos, o les dan café muy cargado a los contratados para que vayan como lepórido asustadizo oyendo en la lejanía a la traílla de perros o les proporcionen un cojín, la mantita y una tacita de manzanilla, poleo, tila, en fin, algo reconfortarte.
La televisión, que se empeña en volverlo todo estridente, gritón, de colores que hacen daño a la vista y gente que lo hace al cerebro mejoraría si en lugar de buscar espectadores buscase sosiego. Los índices de audiencia deberían ser sustituidos por índices que midieran la capacidad de producir somnolencia. ¿Recuerdan la magistral obre “La vida es sueño”, del gigantesco Calderón de la Barca? Metáfora teatral que ya en su día Don Marcelino Menéndez y Pelayo clasificó como drama filosófico en el que se dirime nada menos que la lucha entre destino y libertad.
Si la vida es sueño y hay momentos en los que la televisión, ese ocupa que vive hace décadas nuestras casas sin que nadie tenga el valor de echarla a patadas, nos produce ganas de dormir ¡bendito sea Dios! Ojalá cundiera el ejemplo, porque el ser humano, mientras sueña no peca. El sueño nos vuelve más inocentes, más pacíficos y desde luego más saludables que la vigilia atormentada por si una hija de la Campos dice tal o dice cual. Sueños de papel couché reconvertidos en papel de envolver pescado y un Star System que deja mucho que desear porque, como dijo en su día el Marqués de Cubas, España, a fuer de pobre e insignificante, en lugar de Jet Set lo que tiene es Renfe Set.