Si una mujer y un varón que forman pareja sentimental se agreden mutuamente en una riña sin causarse lesiones de ninguna clase, ¿es admisible imponer al hombre una pena superior a la de la mujer? Esta es, en síntesis, la pregunta a la que ha dado respuesta la Sala Penal del Tribunal Supremo en su sentencia de 20 de diciembre de 2018. En ella, ha venido a establecer que, en un caso como el planteado, nuestro Código Penal exige castigar al varón más gravemente que a la mujer.
No debemos hacer un análisis simplista de esta decisión. Afecta, naturalmente, al principio de igualdad consagrado en el artículo 14 de la Constitución, que proscribe toda discriminación basada, entre otros motivos, en el sexo. Pero nadie discute que imponer a una persona una pena mayor que a otra, por una misma conducta y sin que haya más diferencia entre ambas que su respectivo sexo, es algo que la Constitución prohíbe. El debate es, en realidad, bastante más profundo y queda bien reflejado en las diferencias de opinión entre la decisión mayoritaria y la que expresan los cuatro magistrados que firman el voto particular a la misma.
En nuestro Código Penal el maltrato de obra –esto es, aquella agresión que no causa una lesión –se considera un delito leve y se sanciona en el artículo 147.3 con una pena de multa. Si ese maltrato tiene lugar en el ámbito doméstico o familiar (definido en el artículo 173.2 y que incluye la agresión de la mujer a su pareja o expareja masculina), se considera un delito menos grave y se castiga en el artículo 153.2 con una pena que, en su modalidad más grave, va desde los tres meses hasta el año de prisión. Y si el maltrato procede del varón y lo sufre quien es o ha sido su pareja mujer, la pena máxima va de seis meses a un año de prisión.
Todos los magistrados –los de la mayoría y los discrepantes– parten de la jurisprudencia del TC, que concluyó que el varón que agrede a su pareja mujer comete un delito más grave
Desde ciertos sectores se argumenta que la mayor pena prevista en el artículo 153.1 con respecto al 153.2 es contraria al principio de igualdad, porque se basa solamente en el sexo del autor. Pero el Tribunal Supremo descarta por completo esta interpretación. Ni en la sentencia ni en el voto particular se cuestiona que esa diferencia sea constitucionalmente legítima, en la medida en que el artículo 153.1 castiga una conducta que es objetivamente más grave que la del artículo 153.2.
Todos los magistrados –los de la mayoría y los discrepantes– parten de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que declaró conforme a la Constitución el artículo 153.1 y llegan a la conclusión de que el varón que agrede a su pareja mujer (violencia de género) comete un delito (el del artículo 153.1) objetivamente más grave que el delito (el del artículo 153.2) que comete la mujer que agrede a su compañero varón (violencia doméstica). Es más grave, dicen los magistrados, porque esa agresión del hombre a la mujer no es sino trasunto de una concepción social profundamente arraigada que discrimina a las mujeres y que, en su manifestación más brutal, materializa esa discriminación por medio de la violencia. Esa raíz inaceptable de la violencia ejercida sobre las mujeres, con la que enlazan la mayoría de las agresiones que aquellas sufren dentro de las relaciones de pareja, justifica el mayor castigo.
También coinciden los magistrados en que esa agresión del hombre a la mujer no es sino trasunto de una concepción social profundamente arraigada que discrimina a las mujeres
Otro punto importante que la sentencia resuelve, este de carácter más técnico, es que para aplicar el artículo 153.1 no es necesario que el varón agresor tenga una especial intención de someter a su pareja al agredirla. El “contexto de dominación” que justifica un castigo mayor cuando el varón es el agresor y la mujer la víctima, es un dato de carácter objetivo y no un elemento subjetivo del delito, y en ello están de acuerdo también todos los magistrados, tanto los de la mayoría como los discrepantes.
Por lo tanto, la cuestión que la sentencia plantea es en realidad más sutil de lo que a primera vista pudiera parecer. La discrepancia principal estriba en si ese contexto de desigualdad –que, insisto, nada tiene que ver con lo que el agresor piense respecto a la igualdad entre géneros o cuál sea su intención al agredir a su pareja– hay que demostrarlo en cada caso, como sostienen los magistrados discrepantes; o si, por el contrario y como sostiene la mayoría de magistrados, el contexto de desigualdad es una realidad sociológica, un trasfondo que está presente en nuestra sociedad y con el que enlazan este tipo de agresiones, lo que justifica su mayor castigo -aunque al acusado se le permite demostrar que en su caso concreto la agresión estaba completamente desvinculada de aquel contexto-.
La discusión es técnica, pero tiene un trasfondo de indudable relevancia constitucional. La violencia sobre las mujeres concierne a los derechos humanos y los poderes públicos tienen el deber jurídico, nacional e internacional, de combatirla. Pero en ese combate no pueden traspasar determinados límites que son a la vez garantías de nuestro Estado de Derecho, señaladamente la presunción de inocencia. Sobre el modo en el que ambos elementos deben ser encajados es de lo que trata esta sentencia del Tribunal Supremo. Pero estas dos piezas del complejo puzzle de nuestras libertades son incuestionables.