Algunos, yo creo que muchos, teníamos la corazonada de que, al final, los ingenieros franceses iban a lograr lo imposible y que la llama olímpica ardería durante las próximas dos semanas en la cúspide de la torre Eiffel. Habría sido una imagen destinada a durar siglos. Pero el equipo de soñadores que creó el inmenso espectáculo de la ceremonia inaugural de los Juegos de París, y que dirigía el dramaturgo Thomas Jolly, debió de decirse: “Eso es lo que espera todo el mundo. Pues como esto tiene que ser una sorpresa, vamos a hacer otra cosa”. Y a alguien se le ocurrió resucitar a los hermanos Montgolfier, un par de chalados visionarios de finales del siglo XVIII.
Cuando nuestros padres eran jóvenes, la inauguración de los Juegos se celebraba en un estadio, por lo general no muy grande, y los deportistas de los diferentes países caminaban en formación, marcando el paso como si fuesen soldaditos. Era todo en blanco y negro. El tiempo y la normalización de la sociedad, que iba caminando poco a poco hacia un comportamiento natural, jubilaron lo del un-dos, un-dos, y pronto vimos a los atletas caminar detrás de sus banderas como jubilosas pandillas de jóvenes vestidos de colores que saludaban a diestro y siniestro, todos felices. Así ocurrió en 1992, en Barcelona, cuando nuestro rey Felipe, que entonces era un chavalín de 24 años, llevó la bandera de España tocado con un sombrero blanco, que estaba el chico más bonito que un bradpít. Pero todo seguía ocurriendo en un estadio.
El espíritu olímpico consiste en fomentar la paz, la convivencia, el entendimiento, la armonía y el afán de superación gracias al deporte. Pero sería absurdo que eso atañese tan solo a los propios deportistas
Esta ha sido la primera vez que la ceremonia, si es que se puede llamar así a lo que vimos, desborda los muros del recinto deportivo e inunda completamente una ciudad, en este caso París. Ahora nos parece increíble que esa idea no se le hubiese ocurrido a nadie antes. El espíritu olímpico consiste en fomentar la paz, la convivencia, el entendimiento, la armonía y el afán de superación gracias al deporte. Pero sería absurdo que eso atañese tan solo a los propios deportistas: la idea es que ese impulso eminentemente fraternal, que los masones conocemos tan bien, empape a todo el que lo ve, a todo el que lo conoce. Eso es lo que se llama “llevar fuera la obra comenzada en el templo”. En este caso, en el estadio.
Hubo dos fallos, o dos errores si lo prefieren. El primero, la lluvia. Me imagino a los esbirros de Putin enviando a los cielos de París decenas de drones cargados con sustancias pluviogénicas, que dirían los portugueses, porque semejante diluvio durante más de cuatro horas, a mediados de julio, yo creo que no se veía en la ciudad desde los tiempos de los hermanos Montgolfier. Pero no pasó nada. Se mojaron todos un poco. Y qué. El gran Astérix, cuando llovía a mares en su aldea, lo llamaba “algo de humedad vivificante”.
El segundo error fue el cálculo de las distancias. El Sena, eje central de toda la celebración, es un río, no una autopista ni el circuito del Jarama. Las embarcaciones fluviales, por más que el piloto pise el acelerador, van despacio. Del puente de Austerlitz hasta la plaza del Trocadero hay siete kilómetros. Desde allí hasta el Louvre y la zona este del jardín de las Tullerías, otros cuatro, siempre por el río. Eso lleva tiempo y pronto se vio que demasiado. La multitud que se agolpaba en las orillas (unas 400.000 personas) y los miles de invitados y atletas que aguardaban en la plaza del Trocadero, centro de toda la ceremonia, tuvieron que esperar mucho tiempo para ver las incontables cosas que pasaban por allí, desde barcos de diverso tamaño cargados de atletas bailoteantes hasta un caballo de metal que parecía galopar sobre el agua. Precioso, pero los miles de espectadores se estaban poniendo como sopas, porque no dejaba de llover.
Con Nadal los franceses han actuado igual que con la torre Eiffel. Al principio (hace casi veinte años) no lo querían. Era un extranjero, un chaval con pinta de pirata y pelo largo que ganaba a todo el mundo, pero tenía un defecto: no era francés
Esta inmensa celebración quedará en nuestra memoria por dos momentos. El primero fue la aparición, él solito en medio de la pasarela y vestido con el bello uniforme del equipo español, de Rafa Nadal, que iba a recoger la antorcha olímpica de manos de Zinedine Zidane para llevarla (en barco, claro: cuatro kilómetros) hasta las Tullerías. Pudo pillar una neumonía porque iba empapado y empapándose todavía más, con la lluvia dándole en la cara, pero diríase que la felicidad espanta los catarros.
Con Nadal los franceses han actuado igual que con la torre Eiffel. Al principio (hace casi veinte años) no lo querían. Era un extranjero, un chaval con pinta de pirata y pelo largo que ganaba a todo el mundo, pero tenía un defecto: no era francés, y el público francés del tenis es más chauvinista que De Gaulle. Sin embargo, el extraordinario talento y la humildad de aquel muchacho cambiaron aquella actitud: Nadal, que ha ganado 14 veces en Roland Garros (nuestros biznietos se morirán sin ver nada parecido, es imposible) se ha convertido en una de las personas más queridas por los franceses, en “le roi de Roland Garros”, en parte de la familia. Le adoran. Por eso estaba allí, en el lugar de mayor honor, para llevar la llama sagrada del olimpismo a las inmediaciones del pebetero junto con Carl Lewis, Nadia Comaneci y Serena Williams. Nada menos. Que ninguno de ustedes tenga la osadía de decir que no se emocionó porque aquel momento llenó de agua los ojos incluso del “Pensador” de Rodin.
El segundo momento, claro está, fue el homenaje a los hermanos Montgolfier, Joseph-Michel y Jacques Étienne: un par de ilustrados sin gran cosa que hacer que un día, quemando unos papeles en casa, se fijaron en que el aire caliente sube mientras que el frío baja. Se pusieron a enredar con telas, con cuerdecitas y con cestas de mimbre, como quien hace trabajos manuales, y acabaron inventando el globo aerostático, con lo cual el ser humano despegó los pies del suelo y comenzó la historia de la aviación. Los grabados de aquel artefacto, muy numerosos, son perfectamente reconocibles para cualquier francés que haya pasado por la escuela primaria. Todo el mundo los ha visto y se siente muy orgulloso de aquel par de locos.
Y que los ingenieros franceses le empatasen el partido nada menos que a Yahvé: hasta esta vez, el único caso que conocíamos de un fuego que arde y arde sin quemar nada era la famosa zarza ardiente de Moisés
El globo de los Montgolfier fue el pebetero de los Juegos. Creíamos haberlo visto todo en lo concerniente a llamas olímpicas: aros de metal y fuego que se elevan hacia lo alto (Sydney), pétalos de cobre que forman una flor ardiente (Londres) y desde luego la inolvidable flecha encendida de Antonio Rebollo en Barcelona, en 1992. Pero nunca llegamos a imaginar que el fuego se elevase decenas de metros en un globo aerostático. Y que los ingenieros franceses le empatasen el partido nada menos que a Yahvé: hasta esta vez, el único caso que conocíamos de un fuego que arde y arde sin quemar nada era la famosa zarza ardiente de Moisés. Anteanoche vimos cómo las llamas se extendían por la base del aerostato sin quemar ni una sola cuerda, ni la cesta, ni el globo. ¿Un milagro?
Yo prefiero no saber cómo lo hicieron. Hay cosas que es mejor no entender. Me basta y me sobra la contemplación de una belleza tan asombrosa, tan estremecedora y tan repleta de una simbología hermosísima.
Horas después, sigo con los ojos como platos y con esta sonrisa bobalicona, que no se me quita, colgada de la boca. Ya son muy pocas las ocasiones en que uno tiene el privilegio de contemplar con sus ojos, mientras está ocurriendo, algo que emociona a millones de personas y que será recordado durante muchísimos años. Eso fue, con todos sus más y con todos sus menos (incluida la putinera lluvia) la ceremonia inaugural de los Juegos de 2024.
El mediocre vanidoso camino de la Generalitat
Así que ustedes sabrán perdonar que hoy ignore deliberadamente las malevolencias del juez Peinado y los cuarenta mafiosos que tras él (presuntamente; aquí hay que poner presuntamente) se esconden, las maldades y trapicheos de un mediocre vanidoso que está dispuesto a tumbar un gobierno si no le llevan a él en silla gestatoria hasta el palacio de la Generalitat, los llantos jeremiacos del ministro Bolaños y todos sus filisteos, y el resto de los asuntos fungibles, efímeros, volátiles y caducifolios con que nos entretenemos día tras día, con grave riesgo de nuestro nivel de ácido úrico.
Esta noche no, ¿eh? Esta noche no. Acabamos de ver algo muy hermoso, algo verdaderamente importante, algo que dejará larga memoria en medio mundo. Así que dejemos las cagarrutas de oveja para otra ocasión. Esta noche no.
k. k.
La asociación mayoritaria de jueces pide amparo en Europa para Peinado por los “ataques furibundos”
Lareforma2024
"El espíritu olímpico consiste en fomentar la paz, la convivencia, el entendimiento, la armonía y el afán de superación gracias al deporte. Pero sería absurdo que eso atañese tan solo a los propios deportistas: la idea es que ese impulso eminentemente fraternal ( ) empape a todo el que lo ve". Me da la sensación de que imponer una ideología y atacar los sentimientos religiosos de los cristianos no es lo que dice que fue en el párrafo que he entresacado de su artículo. Todo lo contrario. Siempre es interesante conocer todas las opiniones. Saludos.
moncho100
Penoso.
Dr. Who
Todo el artículo algorritmico es una precuela para enviar el mensaje final: la extrema derecha quiere hacerle pupita al matrimonio ceaucesquiano: Pedro y Begoña. Muy bien, hermano, todos los venerables y venerablas de la Gran Logia Simbólica alaba tu sagacidad masónica.