El rey Felipe VI está cumpliendo estos días el propósito anunciado de recorrer una por una todas las comunidades autónomas para conocer en directo los efectos de la pandemia en el ámbito de la sanidad pública, del empleo, de la actividad económica, de la educación, de la tercera edad y de la juventud. Así está teniendo ocasión de percibir el amor de su pueblo, sin el cual su continuidad quedaría cuestionada. Porque si algún día el Rey entendiera que ha dejado de ser “símbolo de la unidad y permanencia” del Estado, que ni arbitra ni modera el funcionamiento regular de las instituciones, ni asume tampoco la más alta representación en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de la comunidad histórica de nuestro país, y que le han sido sustraídas las funciones que le atribuyen la Constitución y las leyes, es indudable que acabaría planteándose el sentido de continuar.
Recordemos que su bisabuelo el rey don Alfonso XIII, en el manifiesto dirigido a la nación el 14 de abril de 1931, escribía: "Las elecciones celebradas el domingo [día 12] me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo”. Declaraba enseguida que “hallaría medios sobrados para mantener sus regias prerrogativas, en eficaz forcejeo con quienes las combaten” pero que, resueltamente quería apartarse de cuando fuera lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil [como la que seguiría a partir de la sublevación del 18 de julio de 1936]. En nuestro caso, lo que tiene bien probado don Felipe VI es su voluntad de ser Rey de todos los españoles sin dejar de comparecer para intentarlo.
El Rey es escrutado de modo permanente por los medios. Prodiga incansable sus afectos sin más discriminación que la de atender más a quienes más los necesitan
Actitud que no concuerda con el pronóstico expresado por el primer ministro Olof Palme, cuando acudieron a visitarle en Estocolmo Felipe González, Javier Solana y Miguel Boyer en fechas anteriores a las de las elecciones que les dieron la victoria en octubre de 1982. Entonces, los socialistas españoles quisieron saber por qué el partido socialdemócrata a sueco había eliminado de su programa máximo la abolición de la monarquía. El primer ministro les respondió que primero porque esa pretensión molestaba en algunos sectores y pensaban que cuanto menos se molestara, mejor. Pero, sobre todo, añadió porque en su opinión la monarquía se extinguiría por incomparecencia de sus titulares. De incomparecencias y de deserciones, nada de nada en el caso de nuestro Rey.
El Rey no concurre a las elecciones, ni hace campañas electorales; tampoco participa en programas de radio o televisión, ni polemiza en la prensa, ni responde en las redes sociales, ni se querella en los juzgados, ni puede salir a la palestra en defensa de su buen nombre. Es escrutado de modo permanente por los medios. Prodiga incansable sus afectos sin más discriminación que la de atender más a quienes más los necesitan. Promociona cuantas causas de los españoles lo merecen dentro o fuera de nuestro país. Por nuestra parte, tenemos la experiencia comprobada de que podemos contar con el apoyo del Rey. Por eso también debemos hacerle saber al Rey, en algunos momentos, que cuenta con nosotros para seguir cumpliendo con su decisiva función constitucional. Nadie es de cuproníquel, ni resulta inatacable por los ácidos. Para saber de qué va esta vaina releamos a Quevedo y a Shakespeare. Vale.