Opinión

La risa infame de Pedro Sánchez y el pavo de Bertrand Russell

Después del pírrico éxito parlamentario de este Miércoles de la Infamia en el que volvió a dejarse humillar por el prófugo Puigdemont “cediendo, cediendo, cediendo” para que se ausentaran los siete diputados de

  • María Jesús Montero y Pedro Sánchez. -

Después del pírrico éxito parlamentario de este Miércoles de la Infamia en el que volvió a dejarse humillar por el prófugo Puigdemont “cediendo, cediendo, cediendo” para que se ausentaran los siete diputados de Junts y salieran adelante sus decretos-leyes ómnibus, el presidente Sánchez no guardó la sabia prudencia del rey de Epiro. Cuando el monarca evaluó el alto coste de derrotar a los romanos en la batalla de Ásculo, Pirro coligió: “Otra victoria como ésta y estamos perdidos”. Por contra, tras la esperpéntica sesión del Congreso oficiada en el Senado, retornó a hacer de la necesidad virtud y, tirando otra vez de refranero, Sánchez presumió de que “bien está lo que bien acaba”. Entre tanto, su negociador en jefe, el triministro Bolaños, se jaleaba cuál colegial en patio de recreo: “¡Hemos ganado…!”. Le faltó añadir “pero no sabemos quiénes”, evocando la ocurrencia de Pío Cabanillas Gallas, ministro con Franco y con la Transición.

Tras la ceñida validación de los macrodecretos-leyes facultativos de otra remesa de fondos europeos a cambio de entregar al separatismo parcelas de la soberanía nacional, Sánchez llevó el disimulo al extremo de exhibir ese rictus pantojíl -“dientes, dientes, dientes”- que ya adopta como suyo y que hace preguntarse de qué se ríe quien perpetra un crimen de lesa constitucionalidad contra los españoles como rehenes de sus desatinos. Aunque la procesión vaya por dentro, su impostada risa retrata el cinismo de un perverso narcisista.

Lo cierto es que, con distintas máscaras -ya sea la solemnidad boba de Zapatero, ya sea la risotada boba de Sánchez-, el PSOE postfelipista prosigue la senda del Pacto del Tinell del PSC con ERC y náufragos comunistas, y ampliado hoy a otros comunismos -Podemos o Sumar- y soberanismos aunados en la Alianza Frankenstein que marca el designio de una España que cae más rápido cuanto más se acerca al abismo. Ello es dable, desde luego, por la anuencia de votantes justamente engañados por Sánchez al estar avisados de su contumaz juego de engaños.

Por mucho que agiten el tentetieso de Sáncheztein, sus aliados no pueden permitirse derribarlo y perder su gallina de los huevos de oro; de igual modo, el tentempié sabe que se debe a su punto de sujeción

Por esta vez, el PP anduvo listo y Feijóo no mordió un anzuelo hecho de poliuretano como los pélets con los que la izquierda ha querido fabricar otro Prestige para los comicios gallegos. La falsa oferta de pacto fue una añagaza para presionar a Puigdemont y anular a la oposición, como antes sufrieron tanto Casado como Arrimadas a cuenta de ERC y de Bildu. Por mucho que agiten el tentetieso de Sáncheztein, sus aliados no pueden permitirse derribarlo y perder su gallina de los huevos de oro; de igual modo, el tentempié sabe que se debe a su punto de sujeción. Tan conscientes son que los pleitos de ERC con Junts, de PNV con Bildu y de Podemos con Sumar se plegaran a esa regla de estabilidad. En el tráfago electoral de este 2024, no peligrará la Alianza Frankenstein, aunque la sangre amenace con llegar al río.

Si el expresident Tarradellas opinaba que, en política, lo único que no cabe es el ridículo, en la desgalichada España sanchista no hay más política que esa. Así se escenifica en el circo de varias pistas en el que han devenido las Cortes, como arrabal del Parlament catalán, y en el que a Sánchez no dejan de crecerles unos enanos que le muestran, no ya su “memento mori” como a los césares, sino a quiénes se debe. Bastó con la amenaza pública de Puigdemont de que le colocaría entre sus sábanas, si incumplía su endiablado contrato, una cabeza de caballo como en El Padrino de Coppola. En su debilidad, ni osó rebatir al mostrenco.

Si la legislatura anterior fue la de la estridencia, ésta se presenta como la de la indecencia, sin merma de su incontinencia de “putiferio” como profetizó la portavoz de Junts, la bronquista Míriam Nogueras. Como en la elección de la Mesa del Congreso, en la investidura presidencial o este miércoles de autos, no habrá sesión en la que Sánchez no tenga que hacerle la pelota, en analogía con la escena de Pretty Woman, a quien iba a poner a recaudo judicial por su alzamiento de 2017. Pero, en contraste con el caprichoso millonario que interpreta Richard Gere, Puigdemont no precisa una cifra indecente de dinero. Le basta con siete votos para vejar a Sánchez como al encargado de boutique que zahirió a la chica de compañía que caracteriza Julia Roberts.

Así será, en efecto, cada vez que el ama de llaves de Sánchez en las Cortes, Francina Armengol, llame a votar haciéndole “orinar sangre” (Puigdemont dixit) a este ecce homo por su inmisericorde ambición. Para alfombrar el regreso del “pastelero loco”, una vez dispuesta la amnistía que compró su Presidencia en un acto de simonía política, Sánchez reduce a confetis las papeletas constitucionalistas que el socialismo cosechó en Cataluña, primero en autonómicas y luego en generales, como fuerza mayoría. En lugar de freno secesionista y de ajustar cuentas con quien hoy se erige en amo del momento, siendo el quinto partido catalán, Sánchez usa ese cheque como moneda de cambio para ser un presidente al que la camisa no le llega al cuello y dependiente del dedo antojadizo de aquel del que se ha hecho vasallo para poner del revés las urnas de este verano.

Trasladado lo de Lineker a la dinámica parlamentaria española, 350 diputados monologan entre sí para que la votación se incline en pro de aquellos a los que les importa un bledo el devenir de la nación

De esta guisa, el Congreso es un casino en el que siempre gana el independentismo, aplicando lo dicho por el goleador inglés Gary Lineker sobre el fútbol de su época: “22 hombres corren 90 minutos tras un balón y, al final, los alemanes siempre ganan”. Trasladado a la dinámica parlamentaria española, 350 diputados monologan entre sí para que la votación se incline en pro de aquellos a los que les importa un bledo el devenir de la nación a la que infligen daños irreversibles en este sexenio sanchista.

España se balcaniza a medida que Sánchez, sin luz ni taquígrafos, provee al secesionismo de las competencias que le dota de armazones de Estado por sordina que ponga a su claudicación. “Puro teatro”, como acusó Albert Rivera en la investidura de Sánchez de julio de 2019. Ese día reveló el plan urdido en “la habitación del pánico” para que éste se afincara en el poder con la banda de Podemos, de Otegui, de los nacionalistas vascos, de los separatistas catalanes…”. A su juicio, la banda operaba, al menos, desde la moción de censura contra Rajoy. “Diría -apostilló- que desde que le echaron del partido”. Ahí se fraguó el amortajamiento del régimen constitucional.

A este respecto, transferir la jurisdicción sobre inmigración a Cataluña supone un jalón importante en el proceso español porque asignaría las fronteras a Cataluña con la salida de la Guardia Civil y de la Policía Nacional. Hay anuncios que producen consecuencias por sí mismos y, al margen de que la Carta Magna no lo autorice, esa atribución estatal se la apropia de facto el independentismo -como la creación de los mossos de Marina- dado que la inobservancia de la ley no les penaliza y, si lo hace, se les indulta o amnistía. Con el mando sobre inmigración o las balanzas fiscales como prólogo al cupo con barretina, se busca que la “desconexión” caiga como fruta madura de la mano de Sánchez y sin rondar una situación límite como la de 2017. La paradoja es que se obra con un separatismo a la baja y al que rescata aquel al que le pone la soga en la garganta.

Ese es el meollo de la cuestión, y no tanto que una liga xenófoba como Junts gestione eventualmente la inmigración, por más que muchos escandalizados rememoren al capitán Renault cuando en Casablanca se hace de nuevas y se sulfura con que se juegue en el café de Rick a la par que el croupier le desliza un fajo de billetes con sus ganancias. ¿Acaso el nacionalismo no, en esencia, racista? ¿Quizá no se padece ese segregacionismo en los ámbitos oficiales o educativos catalanes desde Pujol, con su desprecio al andaluz, “un hombre poco hecho (…) y de miseria cultural, mental y espiritual”? ¿Tal vez Torra ya no es el “Le Pen catalán” como le tildó Sánchez o Junqueras no discernía que los catalanes se parecían más a los franceses que a los españoles, por no referirse a su antecesor en ERC, Heribert Barrera, o remontarse a como la Generalitat en la II República quiso deportar a los murcianos a su tierra de origen? ¿No califica Míriam Nogueras a España de “nido de corruptos analfabetos y fascistas”? Debe ser que engrosar la cofradía del Santo Progreso los consagra como justos y benéficos. Ay de nosotros con estos hipócritas.

Cualquier cosa es posible con la deshonra de quien, sin integridad ni dignidad, trincha la Nación y la reparte a tajadas entre sus sosias, mientras los españoles lo observan con la candidez sesuda del pavo de la fábula de Bertrand Russell

Con la toma del Estado por estas tribus bárbaras, el sistema constitucional da paso a estructuras vagas y aleatorias que entrañan una nueva Edad Media en línea con la tesis esbozada en su día por el sociólogo francés Alain Minc. De los tres estadios que señalaba -confusión, espasmos y nuevo orden-, España superó la fase de “confusión” la pasada Legislatura y asiste ésta a los “espasmos” del viejo orden. Sin duda, nada aproxima más a la Edad Media que “el triunfo de las sociedades grises” donde la ilegalidad se enseñorea diluyendo la barrera entre lo prohibido y lo consentido. Atenazadas, las instituciones democráticas ceden terreno a círculos cada vez más impunes que terminan por reemplazarlas. En esta fase de espasmos, España puede acostarse hoy constitucionalista y levantarse mañana plurinacional (o sea, dejar de existir). Cualquier cosa es posible con la deshonra de quien, sin integridad ni dignidad, trincha la Nación y la reparte a tajadas entre sus sosias, mientras los españoles lo observan con la candidez sesuda del pavo de la fábula de Bertrand Russell.

Para no llamarse a andana, éste quiso descifrar desde temprano cómo funcionaba la granja y lo anotaba todo. Cotejó que el granjero le echaba comida diaria a las 9. Fiado a que era algo inalterable, se acomodó a esa vida hasta que, en Navidad, el dueño acudió con un hacha. Tan seguro estaba que desoyó al gallo: “¿Ignoras, desdichado, que nos engordan para comernos?”. “No lo creo... ¡Me tienen en gran estima por mi optimismo y actitud!”, replicó quien, al agarrarlo por el pescuezo, imaginó que el granjero lo invitaba a celebrar las fiestas -no sabía cómo- con su familia. Como el pavo de Russell, hay españoles que se autoengañan sin reparar en que son ellos el festín.

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