Al escuchar la entrevista, por decir algo, a Pedro Sánchez en una cadena de radio me acordé de un fenómeno al que no se suele prestar la atención suficiente. Me refiero al enajenamiento del político. Es cuando el entorno personal y mediático construye para el dirigente una realidad paralela, un auténtico matrix que le separa de la realidad, incluso de lo humano. Colocan una silla en el Olimpo al gobernante desde donde mira las bondades de su gobierno divino.
En una ocasión entrevisté para un periódico a un historiador que había biografiado a un espadón liberal del XIX español. Fue una gran decepción. La cosa no daba para mucho. No era capaz de sacarle nada interesante porque el hispanista presentaba al personaje como si fuera un santo laico. Todo lo que había hecho y dicho en su vida era magnífico, no como los del partido conservador, que eran un asco.
Tras la retahíla hagiográfica hice la pregunta desesperada: “Dígame algo que su biografiado hiciera mal”. Pensé que sería capaz de humanizar al personaje. Quizá comía con la boca abierta o roncaba. O se había retrasado en sus oraciones. No. Fui un ingenuo. La respuesta fue: “Ser muy amigo de sus amigos”. Ahí apagué la grabadora y apreté el resorte del boli. Dejé de escuchar, asentí una y otra vez de forma mecánica, y me puse a pensar qué escribiría en su lugar.
Son años de halagos para aciertos y errores, de sonrisas y reverencias, de ser el centro de atención de todos. Fotos, cámaras, reportajes, entrevistas amañadas, bosques de alcachofas
Es el sueño de todo gobernante. No les basta estar rodeado de pelotas que insisten en la belleza y magnífico porte de su amo, en la justeza de sus palabras, en la hercúlea razón que alumbra sus pensamientos y silencios. Quieren pasar a la posteridad como auténticos mártires de lo público, adalides del progreso, cimentadores del bienestar, sea o no verdad.
No es una enfermedad mental, es una enajenación, una turbación de la razón y de los sentidos. Pero es algo natural porque son años de halagos para aciertos y errores, de sonrisas y reverencias, de ser el centro de atención de todos. Fotos, cámaras, reportajes, entrevistas amañadas, bosques de alcachofas, pasillos, piropos y miradas abnegadas acompañan su día a día. Eso enajena a cualquiera que deposite su autoestima en el reconocimiento de los demás.
Decía Adam Smith que solo la plebe y los sabios pueden admirar de forma desinteresada al poderoso. El resto, sobre todo los meritorios de la política y el periodismo, caen en lo que la psicología del liderazgo llama “espejismo”, que es hacer creer al político que es un dios que dirige su pueblo hacia el paraíso. Se aprovechan de los dirigentes atraídos por el liderazgo heroico, de los que creen que ellos y nadie más que ellos deben y pueden llevar las riendas del poder.
Quien lo critica o rectifica, incluso quien insinúa que puede hacer sombra a su liderazgo divino, es un enemigo, y los suyos solo pueden actuar como feligreses por acción u omisión
La percepción de la realidad es inversamente proporcional a la cercanía del poder en el adulado y a la dependencia del sueldo en el adulador. La adulación es agradable al líder, a ese Sánchez que agradece las preguntas en las entrevistas porque le liberan de las limitaciones humanas, tanto como de las obligaciones hacia el grupo que lo ha encumbrado.
Es un dios, y un dios no pide perdón ni permiso, no se equivoca jamás, es magnánimo y espera el agradecimiento por dedicar su tiempo a lo demás. Por tanto, quien lo critica o rectifica, incluso quien insinúa que puede hacer sombra a su liderazgo divino, es un enemigo, y los suyos solo pueden actuar como feligreses por acción u omisión.
La vida real mientras tanto sigue pasando. Es como otro nivel de existencia. Es la distancia entre el Olimpo y la tierra de los griegos. Es el mal de altura que aqueja a Sánchez y a muchos otros. Cuando eso ocurre es que todo está perdido para la persona que un día fue ese político, y su figura, el personaje, se aleja de los hombres comunes. Hoy ya nadie espera milagros. Solo menos autobombo. Por dignidad.