Ahora que sabemos que Greta Thunberg, la adolescente apocalíptica del clima, está vinculada con los negocios del lobby verde, sería hora de ir conociendo quién se aprovecha del drama migratorio. No me refiero solo a las mafias; sí, esas mismas que campan a sus anchas mientras Frontex, una institución con financiación de la UE para cuidar las fronteras, se limita a hacer fotos. Tampoco me voy a hacer eco de los conspiranoicos de la teoría de la invasión que ven a Soros como otros adivinan las caras de Belmez en cada pared. Estoy hablando del uso político de la inmigración.
El movimiento de personas desde países pobres a ricos se ha convertido en la cuestión más importante del siglo XXI. El ascenso de Donald Trump se debió también a eso: un nacionalismo populista, proteccionista y xenófobo, un llamamiento a volver a la "comunidad pura" que hacía "grande a América", frente al deterioro por la "contaminación extranjera". Estados Unidos es el laboratorio de Occidente, y a una velocidad impresionante el movimiento ha pasado a Europa.
Ahora, esa inmigración es determinante para la vida política de Polonia, Austria, Hungría, Chequia, Gran Bretaña e Italia, y también en Suecia, Alemania, Noruega y Francia. En esos países ha aparecido un discurso nacionalista, de recuperación de las esencias, reactivo, condescendiente con los extranjeros, comunitarista y sentimental. Es el más rancio esencialismo convertido en política. Es Salvini con un rosario en la mano pidiendo la protección de la Virgen María y de San Juan Pablo II para que salve Italia de "la invasión".
No hablamos de una extrema derecha al viejo estilo, esa que dibuja la extrema izquierda, con sus mismas formas violentas y que busca la confrontación
La situación en Italia es muy significativa: es, como España, un país fronterizo, receptor y camino al norte de inmigrantes ilegales, refugiados y asilados. Las cifras de miles de personas llegando a las costas, demandando atención, junto a cámaras de televisión, se han comenzado a mezclar con otras en las que se magnifican los delitos cometidos por esas personas.
En buena medida es la reacción a años de ocultación de datos, de esos que indicaban que los inmigrantes, como los naturales del lugar, robaban, traficaban y violaban. Eso es lo que ha pasado en Suecia: la avalancha de refugiados desde 2015 se hizo acompañar de un silencio informativo que, al descubrirse, ha indignado tanto que ha hecho creer al populismo nacionalista.
No hablamos de una extrema derecha al viejo estilo, esa que dibuja la extrema izquierda, con sus mismas formas violentas y que busca la confrontación, la "tensión permanente" para hacer política que predica Errejón. Es nacionalismo conservador y reactivo, de Estado mínimo para desmontar el sistema de bienestar del que "se aprovechan los inmigrantes", dicen, y un Gobierno fuerte que defienda la soberanía nacional frente a la instituciones internacionales como la Unión Europea.
Todo esto procede del indecente uso político de la inmigración. Esa izquierda del cambio y transversal, que dicen los cursis, ha construido un discurso y un acción en torno a la inmigración ilegal -no la legal- vinculadas con su propósito de desmontar las formas capitalistas y diluir los valores occidentales.
Ese es Pedro Sánchez: el uso despiadado del drama humano con el único ánimo de competir por la izquierda con Unidas Podemos y alentar en la derecha un discurso pretendidamente xenófobo o racista
Las políticas de integración servirían para el cambio social: las costumbres, creencias y sociabilidad foráneas serían tan buenas o mejores que las europeas. Es el internacionalismo populista opuesto a la globalización neoliberal: frente a la extensión de la democracia capitalista por todo el mundo, la izquierda quiere "el cambio" en el centro de Occidente con un melting pot socialista.
Esto se adorna de lo que hemos conocido como "buenismo", una retórica moral y sentimental, generalista, que da más papel al Gobierno y extiende la presencia del Estado. La solución a los Open Arms no es una acción potente contra las mafias del tráfico de personas, o un plan de inversiones en los países pobres. No, porque eso sería globalización neoliberal. Lo que quieren es más subvenciones aquí, intervencionismo estatal y adoctrinamiento de la sociedad.
Ese es Pedro Sánchez: el uso despiadado del drama humano con el único ánimo de competir por la izquierda con Unidas Podemos y alentar en la derecha un discurso pretendidamente xenófobo o racista que le permita construir al "enemigo".
Frente a esta utilización del drama se ha situado el "malismo", cuyo gran estandarte es Matteo Salvini, pero que aún no ha llegado a España. Los discursos contrarios al islamismo que hubo en Vox han desaparecido, aunque han decidido tomar cartas en el asunto del Open Arms. Y tampoco puede entenderse que la petición de comparecencia del vacacional Sánchez en el Congreso a petición del PP y Ciudadanos para que explique el lío sea, ni por asomo, algo parecido a lo que nacionalpopulismo hace en Europa.
Las torpezas de Sánchez en materia inmigratoria, absorto en sus técnicas de marketing, han llevado a la fuga del Open Arms de su confinamiento en Barcelona, a la improvisación de ofrecerle un puerto y luego enviar un buque de guerra, las amenazas inútiles de Calvo, la desconexión con la Unión Europea -cada día más tocada con este tema-, y la risa de Salvini.