La pasada semana, el día de San Miguel, que es mi santo, almuerzo en el Club de Campo de Madrid con un gran empresario. No había estado antes, pero ¡qué sitio más delicioso! La temperatura es agradable y las vistas sobre el ‘skyline’ de la capital son fastuosas. Lo primero que pienso sin ninguna clase de resentimiento socialista ni de rencor de clase es: ¡cómo vive la gente de dinero! Y eso que la comida es simplemente decente. Hace ya tiempo que estoy persuadido de que los ricos han llegado a esta condición porque son frugales, gastan mucho menos y ahorran más que los trabajadores corrientes.
De manera que, aunque el lugar dispone de un cocinero peruano de una cierta categoría que elabora esos platos que ahora están de moda, el empresario que me invita elige inevitablemente el menú del día. En honor a la verdad, he de decir que el menú del día es correcto. Y además, que es lo importante, a un precio de 22 euros por cabeza, lo cual ayudará a conservar sin ninguna duda el patrimonio de quien me convida y a mí a no tener cargo de conciencia por ejercer la explotación.
Los menús del día de un club tan exquisito como los del Club de Campo no se diferencian mucho de los de una taberna ilustrada. Yo tomo unas alubias pintas sabrosas que contrarían por su ortodoxia la vista majestuosa que contemplamos, y luego un jarrete de cordero guisado que está igualmente insuperable. Realmente, tengo muchos motivos por los que dar gracias a Dios. La calidad de los alimentos, el horizonte inigualable y la potencia de la compañía son extraordinarios.
A pesar del grandioso espectáculo encuentro a mi amigo desolado por la situación del país. Aunque la gente mezquina que nos rodea piense lo contrario, tener el riñón cubierto despierta en las personas con sentido común y grandeza una preocupación sincera por el destino de la comunidad y de la nación, que es objetivamente incierto. Me dice, y yo estoy muy de acuerdo, que estamos ante un proyecto de ingeniería social como no hemos vivido en la historia.
Este proyecto consiste en hacer presa del subsidio público y de la asistencia social a millones de personas, que naturalmente estarán atadas al Gobierno de por vida y muy agradecidas al mismo. Ya lo dijo Sánchez en sus primeros mensajes al país con motivo del confinamiento: la gente pide reforzar lo público, demanda la presencia salvífica del Estado -ese ogro filantrópico cancerígeno del que hablaba Octavio Paz- y yo estoy dispuesto a dárselo.
Aquí la prioridad política es crear millones de personas dependientes del Estado para que después voten a sus benefactores a fin de construir una suerte de PRI, el partido hegemónico de México
No te equivoques, me dice quien abonará esta cuenta asequible. España está feliz. La gente quiere su paguita y matará por ella. Aquí la prioridad política es crear millones de personas dependientes del Estado para que después voten a sus benefactores a fin de construir una suerte de PRI, el partido hegemónico de México durante tanto tiempo gracias al desprendimiento oficial con el dinero de los que madrugan y sostienen el engaño padeciendo cargas intolerables.
Cuando todo está perdido
Este sistema tiene, sin embargo, graves contraindicaciones para la salud pública y la moral colectiva. Quien me invita sin aspavientos al Club de la Casa de Campo salta todos los días de la cama a las 6.30 de la mañana. Y me dice: “¿Qué hago yo madrugando para pagar a los que se levantan pasadas las 10 y están con los huevos pegados al sillón de escay en su casa viendo la televisión? Yo me dejo el 60% de lo que gano a Hacienda todos los años. ¿Tiene sentido el empeño en atender 6.000 nóminas todos los meses para ingresar como beneficio una cantidad tan magra? Lo que tengo pensado es recortar el perímetro de la compañía, bajar la guardia y dedicarme a vivir un poco mejor, que son dos días. Y no me voy de España porque tengo mis negocios aquí, mi familia aquí, pero a mis hijos se lo recomiendo vivamente: aquí no hay nada que hacer, está todo perdido”.
En efecto, la presión fiscal en España es confiscatoria, el emprendedor es repudiado por el Gobierno, los sindicatos infectos han recobrado un protagonismo inconveniente gracias a la nefasta titular de Trabajo, Yolanda Díaz, probablemente la ministra mejor vestida y apuesta de la historia de España, pero desgraciadamente una comunista letal, que en cada negociación con los empresarios acaba la reunión con esta frase insolente: o aceptáis lo que os ofrezco o todo será peor. Y éstos naturalmente se humillan y se pliegan. En estas condiciones, ¿qué puede salir mal?
¿Qué quiere un empresario corriente como mi amigo? Libertad. La libertad es un concepto que ha desaparecido del mapa político en favor del igualitarismo militante. Pero el mundo de los negocios vive de la libertad de contratación, de la flexibilidad de las normas y de la unidad de mercado, que son las condiciones que hacen posible comprar y vender en los mismos términos en cualquier lugar del territorio. Para prosperar, el mundo de los negocios requiere también la menor regulación, los menores obstáculos burocráticos posibles y unos impuestos bajos.
Todavía hay algunos estúpidos que defienden aumentar los impuestos a las empresas sin reparar en que las empresas ¡nunca pagan impuestos! Los pagan siempre las personas. Los individuos. Si se eleva el Impuesto de Sociedades, lo que sucederá es que se castigará a los fondos de pensiones que son mayoritariamente sus propietarios -detrás de los que hay personas de carne y hueso confiadas en los réditos capaces de financiar su jubilación-; que las compañías repercutirán el aumento de la presión fiscal en los precios que pagarán los consumidores por sus productos, o que, en todo caso, los ejecutivos de estas sociedades asediadas procurarán, bien despedir a parte de sus empleados, bien rebajar sus salarios a fin de restaurar su solidez patrimonial.
La pandemia ha disparado el absentismo laboral hasta extremos inconcebibles y la conclusión es que una gran parte del país vive del cuento, de la ayuda estatal que financian los que madrugan
Los idiotas de izquierdas creen que sus propuestas en favor del bien común son inocuas. Pero suele ocurrir lo contrario. Que son nocivas para la gente que precisamente afirman defender. El ingreso mínimo vital aprobado por el Gobierno tendrá consecuencias irreversibles sobre la disposición de mucha gente a buscar un empleo legal. La pandemia ha disparado el absentismo laboral hasta extremos inconcebibles y la conclusión es que una gran parte del país vive del cuento, de la ayuda estatal que financian los que madrugan y ya están en marcha a las 6.30 de la mañana.
Ahora, en estos momentos sólo trabaja en el país el que quiere, incluidos los empleados del Club de Campo. El resistente, el holgazán sólo tiene que declarar que ha estado en contacto con un positivo por covid, porque la empresa le remitirá directamente a casa; o tiene también la posibilidad de pedir una baja por depresión, que ha sido un recurso por desgracia frecuente en los últimos tiempos, y que el médico de turno habilitará sin rechistar.
“Y así los ricos siguen siendo los explotadores de los pobres, y no os preocupéis, todos iguales, no hace falta que estudiéis, la paguita, y hambre y miseria para todos -escribe Maricar en Twitter- mientras nosotros seguimos en el poder viviendo de cine”. En este país de mierda los valores del sacrificio, del mérito, del esfuerzo, del trabajo duro hace tiempo que se han escapado por la gatera construida a conciencia por el socialismo, que está devastando los sueños de los ciudadanos primorosos y honrados.
Esa España que vota a Sánchez
Acabado el almuerzo, el camarero que trabaja porque quiere, porque necesita el dinero del sector privado, pero sobre todo por autoestima, nos pregunta si queremos postre. El empresario frugal se abstiene, sólo quiere café, y yo, en un alarde de confianza, encargo una bola de helado de fresa que está francamente exquisita, como fabricada por el cocinero peruano que en esta ocasión apenas ha tenido la oportunidad de demostrar su pericia. Afortunadamente, el empresario desea un gin tonic, al que me apunto sin disimulo, y así brindamos los dos por la legión de pobres que está fabricando con metodología cartesiana Sánchez, la España feliz que le vote y que es la que ansía.
El atardecer en el Club de Campo en estos días de otoño es de una magnificencia indescriptible, con ese cielo velazqueño que ofrece el Madrid que quiere destruir el presidente porque siempre ha sido una ciudad irredenta que todavía no le pertenece; porque detesta la libertad, porque no soporta a la derecha, y porque aguanta todavía menos la controversia intelectual con la que le desafía el repudiado liberalismo impenitente. Y así nos despedimos los dos irremisiblemente, menú del día incluido, en la seguridad de que esta nación no tiene arreglo y de que atraviesa el peor momento de la historia.