Una cuestión muy interesante para entender la política es elucidar cuáles son las verdaderas motivaciones de la actuación de los políticos, las razones, no siempre conscientes, que les animan en sus iniciativas, propuestas y maniobras sobre el volátil y complejo tablero en que se mueven. De entrada, muchas de sus acciones carecen por completo de lógica, sentido de la realidad, coherencia, valor moral y, por supuesto, de relación alguna con el bienestar, la prosperidad o la seguridad de sus votantes. Consideremos, sin ir más lejos, el presente panorama de la vida pública española, un endiablado torbellino de partidos dirigidos por personajes que consumen su esfuerzo y su tiempo en banales juegos de alianzas, contradicciones, conspiraciones, engaños y comedias ante las cámaras y los micrófonos mientras la parte saludable de nuestra sociedad, ajena a sus absurdas piruetas, pugna por producir los bienes y servicios que necesitamos, por desenvolverse en el feroz escenario de la competitividad global y por sacar adelante a sus familias mientras paga con su elevado esfuerzo fiscal los caprichos divisivos, la venalidad reiterada y los despilfarros electoralistas de sus representantes elegidos en las urnas.
Un doloroso ejercicio mental consiste en imaginar cómo sería España sin separatistas que quieren destruirla, sin colectivistas que se afanan en arruinarla
Un doloroso ejercicio mental consiste en imaginar cómo sería España sin separatistas que quieren destruirla, sin colectivistas que se afanan en arruinarla y sin terroristas que han asesinado vilmente durante décadas a centenares de inocentes en una muestra de crueldad vesánica más propia de monstruos que de seres humanos. Una España gobernada por servidores del Estado de alta preparación, honradez y patriotismo, que concibiesen el poder como un medio y no como un fin y que antepusiesen siempre el interés superior de la nación a consideraciones personales o partidistas. Este ideal no debe ser necesariamente inalcanzable, porque ha habido etapas en nuestra historia y en la de otros países en las que, sin llegar a la perfección, los acontecimientos han discurrido por caminos próximos a este desiderátum. ¿Por qué, entonces, padecemos hoy el castigo de una clase política superficial y mediocre, únicamente atenta a sus diminutos y desatados egos y a sus voraces ambiciones cortoplacistas?
Se dirá que estos gobernantes tan inadecuados para conducir a sus conciudadanos y para administrar los gigantescos recursos que se ponen en sus manos son los que hemos colocado en sus puestos a través de elecciones por sufragio universal, libre y secreto, y que, por tanto, no tenemos derecho a quejarnos. No son otra cosa, se nos recordará, que el fiel reflejo del cuerpo electoral que los ha encumbrado y que la culpa de que no estén a la altura de su trascendental función es de los que los hemos situado donde están. Su torpeza, su desidia, su superficialidad, su liviano bagaje intelectual, su egoísmo y sus prácticas corruptas emanan de nosotros, no son más que el eco del conjunto de los españoles, que a la hora de seleccionar a sus elites políticas aplican unos criterios de calidad tan poco exigentes como los que se demandan a sí mismos.
Sin embargo, este enfoque fatalista y autodenigratorio es contradicho por la existencia de numerosos casos de talento, empuje, altruismo y heroísmo en la sociedad española de nuestros días, que demuestran que el viejo dicho del poema del Mío Cid sobre la concordancia entre las virtudes del vasallo y del señor es una consoladora verdad. La solución radica, pues, en hallar los mecanismos correctos para que se alcen a las responsabilidades clave del Estado a los mejores de entre nosotros y no a sujetos que van a dar con sus huesos en la cárcel por sus latrocinios, a resentidos patológicos que pretenden reducirnos a todos a la miseria para satisfacer sus frustraciones, a fanáticos malignos que ven con buenos ojos que las causas políticas se propicien con bombas o con tiros en la nuca o a golpistas ciegos de odio emperifollados de lazos amarillos que no cejan en su empeño de liquidar nuestros derechos y libertades.
¿Qué hemos hecho para padecer hoy el castigo de una clase política superficial y mediocre, únicamente atenta a sus voraces ambiciones cortoplacistas?
Ese debiera nuestro empeño en estos principios del siglo XXI, el impulso de las reformas estructurales imprescindibles en nuestro modelo territorial, en nuestra arquitectura institucional, en nuestro tejido productivo, en nuestro sistema educativo, en nuestra normativa electoral y en nuestro entramado jurídico para evitar que nuestras instituciones queden en manos indignas o incapaces y para que, por el contrario, sean los más aptos entre nosotros, los de trayectorias probadas de logros significativos y de comportamiento intachable, los que se sienten en el Consejo de Ministros, en el Parlamento y en los Ayuntamientos.
La ominosa entrevista en Televisión Española a un criminal despreciable y su exhibición descarada de su negativa a reconocer sus atrocidades y a pedir perdón por ellas, ha sido probablemente el último aviso previo a la caída en el abismo, la postrera señal para que despertemos y reaccionemos antes de participar por acción perversa o por omisión cobarde en el suicidio de España.