Las naciones, como los seres humanos que las habitan, nacen, viven y mueren. A lo largo de la historia, imperios y reinos han aparecido, se han desarrollado, han tenido períodos de esplendor y en un momento dado han entrado en declive hasta que enemigos externos, luchas internas, guerras, invasiones, colapsos económicos, desastres medioambientales, corrupción de sus gobernantes o una combinación en grado diverso de estos factores los han condenado a la extinción. Italia o Alemania no existían como tales hace doscientos años, y en cambio nos parece que siempre han estado ahí. Polonia se esfumó de la faz de la tierra como Estado soberano durante más de un siglo entre 1795 y 1918, repartida entre Rusia, Prusia y Austria, para emerger de nuevo tras la Primera Guerra Mundial. Yugoslavia y Checoslovaquia también han fenecido en tiempos recientes, la primera en un baño de sangre y la segunda de manera pacífica y pactada. Los ejemplos son tan numerosos que su relación llenaría páginas y cada uno de estos casos de creación o de desaparición de una entidad política delimitada por unas fronteras y sujeto identificable de derecho internacional nos ofrece lecciones que aprender y errores a evitar.
Rajoy se comporta como si su función fuese la de su profesión, es decir, como un registrador de la propiedad, espectador y simple fedatario de una realidad que le desborda
España, nuestra patria, nuestra Nación y nuestro Estado, espacio físico y jurídico que garantiza nuestros derechos y nuestras libertades y que nos proporciona un mercado unificado de dimensión continental para nuestras empresas, nuestros profesionales y nuestros trabajadores, atraviesa una crisis que se puede calificar, sin incurrir en un excesivo dramatismo, como existencial. Poderosas, corrosivas, irracionales y contumaces fuerzas centrífugas están entregadas a su liquidación aprovechando todos los instrumentos institucionales, financieros, culturales y de creación de opinión que les fueron confiados en la Transición precisamente a cambio de que aceptasen una convivencia en paz del conjunto de los españoles. La enormidad de esta traición, la malignidad de este propósito y la magnitud del daño que su triunfo representaría para cuarenta y siete millones de personas que hoy disfrutan de las ventajas de la ciudadanía de uno de los países con mejor calidad de vida y seguridad física del planeta, son de tal calibre que cuesta creer la debilidad de la reacción del Gobierno encargado en principio de preservarlas y defenderlas.
Se ha escrito y hablado ampliamente de la lenidad de un jefe del Ejecutivo y de un equipo ministerial ideológicamente deshuesados, moralmente deshilachados e intelectualmente planos, frente al desafío separatista que en estos días pugna por llevarnos a todos, empezando por sus propios impulsores, a la ruina material, al enfrentamiento civil y al desprestigio internacional. Es sin duda asombrosa la pasividad de Mariano Rajoy a medida que la gravedad del deterioro se agudiza y el descaro insolente de los golpistas se incrementa. Mientras los nacionalistas catalanes exhiben sin recato su racismo, su agresividad violenta y su desprecio por los valores constitucionales y por el imperio de la ley, la sombra inane que se desliza por las estancias del complejo de La Moncloa se comporta como si su función fuese la de su profesión, es decir, como un registrador de la propiedad, espectador indiferente de las acciones de otros y simple fedatario de una realidad que le desborda. En este esquema mental, la vicepresidenta sería la Oficial Mayor de ese despacho y los ministros los oficiales y demás empleados del registro, clasificadores laboriosos de documentos y vigilantes rutinarios del cumplimiento de la legalidad. En contraste con la épica belicista y la apelación a emociones primarias de los secesionistas, las alocuciones tediosas de lenguaje pálidamente administrativo que desgrana cansinamente el presidente del Gobierno y los mensajes átonos y pusilánimes de los miembros del Gabinete desmoralizan y desmovilizan a los millones de españoles que contemplan estupefactos como su futuro y el de sus hijos es puesto en peligro por la osadía fanática de unos y la indignante cobardía de otros.
La dramática realidad es la de un jefe del Ejecutivo y un equipo ministerial ideológicamente deshuesados, moralmente deshilachados e intelectualmente planos frente al desafío separatista
La supervivencia de España depende claramente de que el actual partido en el poder sea sustituido por un actor político y electoral dotado de la firmeza de convicciones, la disposición a asumir riesgos y la solidez ética imprescindibles para utilizar los potentes mecanismos políticos, jurídicos, presupuestarios y de comunicación en manos del Estado para doblegar a las organizaciones de delincuentes en que se han transformado el PDCat, ERC y la CUP. El Partido Popular está encargado actualmente de una tarea para la que obviamente ni está preparado ni armado de la voluntad adecuada para realizarla. Sus peleas cainitas, el fardo de los procesos penales que le atenazan, el abandono de sus principios definidores y el desaliento de sus militantes y votantes, que están huyendo en masa, le inhabilitan como referente de los sectores que hasta ahora ha representado. No sólo no es una herramienta de protección y afianzamiento de la Nación, sino un obstáculo para su continuidad y permanencia. Si España desea volver a volar hacia el éxito, ha de desprenderse de cualquier plomo que inmovilice sus alas.