Decía mi profesor de guión que lo primero es buscar el detonante que motiva la historia y luego ya tienes que maltratar al personaje principal, ponerle trabas cada vez más fuertes para que tenga que superarse. Los padecimientos del héroe son lo que entretiene al espectador. Mi imperante necesidad de conducir detonó este viaje pero los problemas que encontré parecían ideados por un guionista bastante perverso que disfrutaba minando mis pensamientos.
Ir al Mercadona siempre ha sido un deporte de riesgo. Pero en estos días es ya una locura. Después de veinticuatro jornadas sin coger el volante, tenía que hacerlo. Y lo hice, en el colmo de las ganas de arriesgar, en la previa de los festivos de esta rara Semana Santa. Craso error. Mi paciencia, que tampoco es que sea mucha, padeció de lo lindo por llevar a cabo semejante idea, pero el resultado inesperado es este artículo. No hay mal que por bien no venga.
Lo primero que se complicó fue aparcar. Nunca me había fijado en que uno de los secretos del éxito de la compañía del señor Roig consiste en aprovechar cada centímetro cuadrado en los parkings. En el aparcamiento era difícil que cupiera un alfiler. Tras unas vueltas y no pocas maniobras que prefiero no recordar, encajé el coche en un hueco. Antes de bajarme reparé en que el conductor del coche de al lado permanecía sentado. Parecía estar esperando a alguien porque miraba su móvil fijamente. Me picó la curiosidad y esperé.
Existe un mercado negro de gente que se reúne en los 'parkings' de los supermercados. La Policía debería tomar cartas en el asunto
Tres minutos después, otro coche le hizo una señal y aparcó al lado de ambos. Un individuo con mascarilla se bajó del segundo vehículo y el conductor al que yo espiaba hizo lo propio. El primero sacó de su maletero una caja que entregó al segundo. Este extrajo un billete de su cartera y pagó al otro. Pensaba que estaba asistiendo a un trapicheo hasta que uno de ellos espetó al otro: "Muchas gracias, encantado, luego te valoro". Entonces caí en que era una transacción de Wallapop o de alguna aplicación similar. O sea, existe un mercado negro de gente que se reúne en los parkings de los supermercados. La Policía debería tomar cartas en el asunto.
Superada una vez más la capacidad de asombro, era el momento de iniciar la compra. Cogí un carro y una señora que parecía muy amable me dijo que subiera con ella en el ascensor. Al llegar arriba, llegaron dos bofetadas de realidad: la primera fue que una trabajadora nos abroncó porque en el elevador solo podía subir una persona -"lo pone en los carteles"- y la segunda consistió en reparar en que mi compañera de infracción había intentado colarse a las personas que hacían cola en las escaleras. Lo entendí porque otra señora nos miró a ambos y soltó una expresión que sólo podía referirse a ella: "Otra vez la misma, qué cara más dura".
Pasados estos sobresaltos, la compra en sí misma no fue tan surrealista. Pero se notaba que estábamos a las puertas de los días festivos. La mayor parte de los estantes estaban llenos, pero había demasiadas manos codiciando los productos. Además, yo acudí a las tres de la tarde y no quiero ni pensar en qué quedaría para los que fueran después. Justo es decir que casi todos los clientes se comportaban con normalidad (o eso parecía), aunque se palpaba ese nerviosismo enojoso por tener que evitar al resto.
Al ser tantos, la lucha estaba en llegar antes que el otro. Una de mis rivales me quitó por apenas un segundo las natillas favoritas de mi hijo; cogió tres paquetes y no me dejó ni uno. Así son las guerras. Luego yo arrebaté por segundos el último paquete de leche de avena -qué cosas hay que comprar para la pareja- a un señor, pero fui más diplomático ofreciendo la mitad de los envases. No obstante, el sujeto me soltó un "no, gracias" y me lanzó una mirada aviesa que me hizo entender que se barruntaba que yo podría contaminar con mis manos la leche.
Si no fuera por los aplausos de todos los días a las ocho y por algunos hermosos ejemplos de solidaridad que leo en los periódicos, concluiría que en esta crisis están aflorando los peores instintos
Para terminar, haciendo la cola para pagar también descubrí a una pareja que había simulado ir por separado al Mercadona pero en realidad hacía la compra en común. "¿Has cogido tú los huevos, cari?". "Sí, déjalos tú que yo he pillado dos docenas". Si no fuera por los aplausos de todos los días a las ocho y por algunos hermosos ejemplos de solidaridad que leo en los periódicos, concluiría que en esta crisis están aflorando los peores instintos. Acaso lo que ocurre es que el confinamiento está sacando lo mejor de nosotros, sobre todo en casa, donde somos más inofensivos, pero también saca lo peor cuando vamos al supermercado, porque con la comida no se juega.
Lo mejor del viaje es que esta vez sí encontré cervezas y que la conducción supuso un chute de adrenalina, aunque el trayecto duró unos 14 minutos entre ida y vuelta. Pequeñas victorias en estos días surrealistas donde, como siempre, abundan los pícaros que se salen con la suya.