Ver la sesión de este jueves en la sede de la soberanía nacional y caérseme los palos del sombrajo fue todo uno. La bancada social comunista y sus amiguetes aplaudían a rabiar la conocida tristemente como ley Celaá, ministra que se va a tratar dolencias a Vascongadas desde el Madrid confinado, con la expresión más adusta y carente de empatía que recordamos en los últimos años. La oposición, para no ser menos, gritaba libertad, libertad, mientras palmoteaban contra sus escaños. Las dos o tres o veinte Españas enfrentándose para ver quién metía más ruido, quién armaba más follón. Como si un decibelio fuese un argumento. Sugerencia para el bloque de PP, Cs y Vox: si tienen que protestar, y razón no les falta en este caso, pónganse de pie y entonen bocca chiusa el himno nacional. Y que les manden callar, si se atreven. Sería más elegante, más serio y, desde luego, más ejemplar.
Mientras tanto, esa budista zen llamada Meritxell Batet, presidenta de la Cámara, contemplaba el espectáculo de manera beatífica. Luego, como quien no quiere la cosa, dijo que pasaban al siguiente punto y ya está. Tres minutos de gritos y de pésima educación. Y que no se me diga que más gritan en los Comunes británicos, que ya lo sé, pero al menos se chilla en inglés y la mayoría de sus integrantes se saben de memoria párrafos de Kypling, Chesterton, Bernard Shaw o Woodehouse, por no mencionar a Shakespeare, que ahí sí que estudia a sus genios en la escuela sin prohibir el glorioso uso de la lengua inglesa. Por mucho que no me guste, no es lo mismo escuchar gritar a Boris Johnson que a Ábalos, que todavía me gusta menos.
Fueron, pues, tres minutos de vómito continuado que dudo mucho hubiesen consentido otros presientes de la Cámara como, por ejemplo, Landelino Lavilla, Félix Pons o Ana Pastor. Por menos que eso se interrumpía la sesión, se llamaba a capítulo a los portavoces y se organizaba la de Dios es Cristo, porque aquellas paredes o son santuario de la palabra y el debate civilizado o vale más que lo reconviertan en un multicines.
La izquierda odia a la enseñanza privada porque, en primer lugar, la mayoría depende de la Iglesia, su gran bestia negra secular
Menos mal que se trataba de la ley de Educación, la novena, que siempre es materia de desacuerdo y politiqueo de la más baja estofa. Porque este sí que es un tema de Estado. Mucho más que la mayoría, porque afecta al futuro de la nación, a nuestros hijos, a la médula del país. Pero no hay manera de consensuar nada en este terreno, porque todo son capillitas, manías, odios o, incluso, estrategias perfectamente organizadas. Hay que decir la verdad: la izquierda odia a la enseñanza privada porque, en primer lugar, la mayoría depende de la Iglesia, su gran bestia negra secular; segundo, pero no menos importante, porque quiere controlar la escuela para manipular desde la más temprana edad a los ciudadanos del futuro. Lo han dicho desde el Gobierno, los hijos no son de los padres. Lo mismo decían en el Tercer Reich, la URSS de Stalin, Mao, Pol Pot, o Fidel en cada uno de sus interminables monólogos. Estas cosas no suceden en Francia, donde tienen leyes inamovibles mande quien mande. Existe una escuela pública, laica, apartidista, seria, de calidad, exigente a la vez que obligatoria y luego, sin discriminación alguna, la enseñanza privada donde, por cierto, también la Iglesia desempeña un papel protagonista. Y eso que hablamos del país de Robespierre. Allí no hablan de regalar cursos ni mucho menos se les ocurre marginar al francés de las aulas. Lo mismo podríamos decir de Italia, Alemania, Reino Unido; en fin, países organizados desde el sentido común.
Controlar a la escuela, sus contenidos, a los profesores y negar a la familia la potestad de decidir es un viejo sueño totalitario. En Cataluña los separatistas lo han conseguido hace décadas, siendo así que nada que tenga que ver con España, con el español, con la historia común o particular tiene base pedagógica alguna. Es puro adoctrinamiento. Se trata de meter con martillo en los cerebros de los críos las consignas que moldearán su pensamiento para que vivan orientados en un solo sentido. Ese es el gran éxito del pujolismo, haberse hecho con las mentes de millones de catalanes que nunca supieron que estaban siendo drogados desde que en parvulitos les hacían cantar canciones de Llach o repetir cuentos en los que a Jaime I se le definía como rey catalán o la falacia de los Països Catalans, con el sempiterno De Salses a Guardamar i de Fraga a Maò.
Cuando gobiernan maleducados no puedes esperar más que mala educación. Pésima, añadiría. Se abandonaron terrenos como la cultura, la pedagogía o el periodismo en manos de la izquierda y el separatismo más rencorosos, cargados de ponzoña y peligrosos, y así nos ha ido. Ahora me temo que sea tarde, demasiado tarde.