Hace algunas semanas que mi hermano Juan está emitiendo señales inquietantes, mensajes de una alarma que no deja de crecer, allá en la tierra en que nació y en la que ya vive, Gran Canaria. Juan (mi “hermanito pequeño” le llamaba yo durante el tiempo en que estudiaba en Madrid) es aún joven, no llega a los treinta, pero posee tres cosas poco frecuentes: una inteligencia fuera de lo común, una sensatez que está muy lejos de la que corresponde a su edad y, esto sobre todo, un corazón de oro. Es más bueno no ya que el pan, sino que el mojo picón. Que ya es decir.
Las señales que emite desde Las Palmas son, diría yo, de terror. Él trata de disimular, pero no lo consigue. Tiene los nervios de punta. Al principio pensamos que se trataba de la áspera adaptación a un trabajo nuevo, muy duro y muy difícil, en una tierra que se le queda pequeña y en la peor de las situaciones posibles: la de la pandemia. Pero no, cada vez está más claro que no es eso. O no solo eso. Ahora guarda interminables silencios y al final los rompe con frases airadas que no son “suyas”, con exabruptos que no casan con su forma de ser (o al menos con la forma de ser que yo conozco), con arañazos desconocidos en él. Y uno de estos días de atrás se le escapó la clave: “Además ayer justo me tocó asistir en Arguineguín y es muy impactante lo que se vive allí, muy, pero que muy impactante...”.
Conozco Arguineguín. Es un pueblo que está en la costa sur de Gran Canaria; para mi hermano Juan, que es palmense (o, como dicen ellos, “de Las Palmas”), justo en la otra punta de la isla. Se para poco en Arguineguín; se halla en esa carretera de cien mil demonios que va desde Maspalomas hasta el Puerto de Mogán, que es donde vamos siempre los turistas porque allí está el minisubmarino amarillo, el pueblito que trata de parecerse a Venecia, las buganvillas por todas partes y el restaurante Patio Canario, donde se come casi, casi tan bien como en mi pueblo adoptivo, Morro Jable.
Proceden ya no tanto del África central sino directamente del antiguo Sahara español, desde hace muchos años ocupado por Marruecos. Las mafias entran en aguas canarias y avisan a las autoridades españolas
Arguineguín tiene un puerto pequeño, como todos los de esa costa. El muelle es no muy ancho, de hormigón, y se pasea en cinco minutos. Al lado está la playita de La Marañuela, de arena oscura. Y algo más allá se extienden las inmensas colmenas de apartamentos turísticos.
A ese muelle, que no tiene más que cemento y solanera, están llegando desde hace semanas oleadas enteras de migrantes. Vienen en cayucos o pateras perfectamente organizadas por las mafias. Proceden ya no tanto de Senegal o del África central, como antes, sino directamente del antiguo Sahara español, desde hace muchos años ocupado por Marruecos. Las mafias entran en aguas canarias y avisan a las autoridades españolas; estas los recogen y los desembarcan en Arguineguín. Mil, dos mil, dos mil quinientas personas hacinadas en un cacho de hormigón. Dicen algunos de por allí: “Hemos conseguido que no pasen la noche al raso y al día siguiente ya se les da alojamiento”. Mentira. Dice el ministro Marlaska: “Los migrantes no pasan más de 72 horas en el muelle de Arguineguín”. Mentira. Mi hermano Juan ha atendido a seres humanos que llevaban hasta trece días durmiendo en el puto suelo.
Otra cosa: nada que ver con las escenas desgarradoras de ancianos, niños y mujeres embarazadas que hemos contemplado cien veces. Hay de todo, pero la mayoría son –lo dice mi hermano, que lo ha visto– varones de entre 18 y 40 años. Que arriesgan sus vidas, desde luego, pero hombre: bastante menos que los niños de cinco años y las muchachas de ojos aterrados.
Dice el ministro Marlaska: “Los migrantes no pasan más de 72 horas en el muelle de Arguineguín”. Mentira. Mi hermano Juan ha atendido a seres humanos que llevaban hasta trece días durmiendo en el suelo
Vamos a ver, ¿de dónde salen? ¿Por qué, de pronto, esta tremenda oleada de gente, cuando estamos a un mes del invierno y la mar ya se vuelve peligrosa? La realidad es fría: ya no se trata de los desesperados de antes, ateridos, muertos de hambre y sed. Muchísimos vienen de Marruecos, que está ahí, a doscientos kilómetros. No es, si somos precisos, un movimiento migratorio sino un éxodo de población que hasta hace poco vivía del turismo y que ahora, con la pandemia, se han quedado sin oficio ni beneficio.
Y pagan a los mafiosos de las pateras, que salen de Marruecos con toda tranquilidad porque para eso han sobornado a las autoridades marroquíes. Eso no me lo cuenta mi hermanito Juan. Eso lo he visto yo con mis ojos, hace ya algunos años. No en el Sahara sino en Tetuán, eso es cierto. En una “discoteca para turistas” de Cabo Negro (en realidad, un burdel), vi cómo el mafioso con el que yo había contactado entregaba un grueso sobre lleno de dinero al jefe de la Comandancia de la Marina Real. El contenido se repartía: una parte para él, otra parte para los funcionarios y otra supuestamente para el rey Hassan II. Y el tipo me lo explicaba con toda naturalidad: somos pobres, tenemos que vivir. Y nos llevaba a Tetuán, ya de madrugada, harto de whisky, en su BMW.
Las autoridades no saben qué hacer con los migrantes de Arguineguín. Se entiende: es una oleada inmensa. Han llegado ya alrededor de 18.000 personas. Eso es tres veces más de la capacidad que tienen todos los centros de alojamiento del archipiélago canario. La tensión allí es tremenda –sigue diciendo mi hermanito– porque, sencillamente, no saben dónde meterlos. El mecanismo previsto de llegada-socorro urgente-repatriación funciona relativamente bien cuando el número es moderado, pero nadie es capaz de controlar este tsunami humano. Y ya no hablemos de las medidas de protección frente a la covid: eso es ahora mismo un lujo –en realidad, un potencial arma de destrucción masiva– en el que muy pocos piensan.
La inoperancia de Marlaska
Está claro que falta coordinación, falta eficacia y faltan reflejos. El presidente de Canarias, el socialista Ángel Víctor Torres, está hasta la coronilla de que el ministro Marlaska no sepa lo que dice y tampoco sea capaz de averiguar quién mandó salir del muelle, hace unos días, a dos centenares de migrantes, que se quedaron en la calle, vagando por el pueblo como zombis.
Y el presidente de Canarias, y el ministro, y la Policía, y los voluntarios que llevan comida y agua al gentío del muelle, están hasta el mismísimo gorro de que los políticos del PP estén aprovechando este desastre (ay, si les hubiese tocado a ellos) para poner verde al gobierno con el habitual cacareo, que es lo único que, al parecer, saben hacer con cierta soltura. Pero en Canarias –sigue diciendo Juan– todo el mundo tiene claro que este cristo “no va de partidos políticos”. Las protestas, cada vez más airadas, contra la ineficacia y la torpeza de las autoridades proceden de todas partes, desde el PP hasta el PSOE y Podemos. Todos son canarios. Todos sienten que el gobierno está muy lejos y que hasta Moncloa no llegan ni los lamentos, ni los olores, ni las indisimuladas caras de triunfo de algunos de los desembarcados en Arguineguín.
Manifestantes trumpeteros
No puedo dejar de mencionar a las dos docenas de gilipollas que, con sus banderas carlistas y sus pintas de señoritingos trumpeteros, van hasta la valla del muelle a berrear, a liarla y a tratar de aprovechar la desgracia de los demás para sacar tajada para su partido, que ya saben ustedes cuál es. Los he visto en los vídeos que ha grabado con el móvil mi hermano Juan. Son una anécdota, desde luego; son irrelevantes. Pero hay que ver lo que llegan a sacar de quicio esos cretinos cuando la tensión es tan alta.
La última vez que lo vi, todavía en Madrid, le regalé a Juan (para que no se olvidase de mí; no sé si lo habré conseguido) mi mejor Quijote y un montoncito de libros de Miguel Delibes, para mí uno de los grandes tesoros de mi vida. Hace algún tiempo me preguntó por cuál creía yo que debía empezar a leer. Visto lo que pasa ahora en Arguineguín con los migrantes, los políticos, la torpeza, la irresponsabilidad, el yonofuismo y sobre todo los mastuerzos de las banderas carlistas, creo que acerté con el consejo. Le dije: “Empieza por Las ratas”.