Por eso que estamos como estamos. Los botellones multitudinarios son el síntoma de una enfermedad que padece Occidente: no existe ningún respeto por la autoridad. Es lo mismo que decir que no lo hay tampoco respecto a la ley y a la convivencia, que viene reglada por la primera. Es un retroceso enorme en nuestra civilización, que nadie lo dude, porque cuando se quebranta ese orden social pactado de común acuerdo, los pueblos retroceden. La ideología pseudo progresista lleva décadas machacando con que toda autoridad es fascista y ha terminado por salirse con la suya. Los profesores no tienen el menor ascendente ante sus educandos y suelen ser objeto de vejaciones, de falta de respeto, incluso de violencia física. No lo verán en los medios, pero conozco suficientemente el mundo de la enseñanza como para asegurarlo. Respecto a las familias, los padres, pretendiendo ser amigos de sus hijos, han abjurado de su papel. ¿El resultado? Han terminado por no ser ni padres, ni amigos, ni nada. Su descendencia vaga por las calles emborrachándose, plantando cara a la fuerza pública y diciendo que tienen derecho a salir de fiesta, a molestar a quien haga falta y a fumarse todas las normas anti-covid existentes. Y pobre del policía que cargue contra ellos. Ya lo hemos dicho, toda autoridad es mala por principio y, en cambio, todo lo que sea vulnerar la ley es encomiable.
¿Cuándo se retorció de manera tan terrible el concepto de la autoridad? ¿Quién es el responsable de que ahora sea poco menos que imposible hacer entrar en razón a un grupo de pipiolos que están poniéndose piojos de cerveza? Lo fácil sería decir que venimos de una dictadura, que policía y ley suelen asociarse con el franquismo, que si tal o que si cual. Pero en Francia, Italia, Alemania o Reino Unido no han tenido franquismo, dejando a un lado que éste se acabo con la muerte del dictador hace décadas. Y también allí padecen el mismo problema: los jóvenes no reconocen más autoridad que la que emana de su propio ombligo. Muchos dirán que no son todos los jóvenes, que son una minoría. De acuerdo. Pero convendrán conmigo que esa insumisión ful, que hace apología del egoísmo, tiene miles de adeptos. Eso, por no hablar de los colectivos llegados de fuera, porque ahí tenemos mucho más que el desprecio por las normas de convivencia.
Me preocupa extraordinariamente, porque estamos en un momento de la historia en el que el choque de civilizaciones es palpable, real, visible en cualquier calle o barrio de nuestras ciudades y pueblos
No es un tema baladí. Vivimos instalados en una sociedad blandengue, sin principios, sin moral, una sociedad en la que todo el mundo, y no tan sólo los jóvenes, se pasa el día hablando de sus derechos sin mencionar ninguna de sus obligaciones. En un mundo así a nadie puede extrañarle que nos gobierne lo peor de lo peor. La regla general es la mediocridad y el onanismo ideológico. Lógicamente, como sentenció Ortega y Gasset, con el desorden acaba sucediendo que los peores, que acaban siendo los más numerosos, terminan por revolverse furiosos contra los mejores. España está sumida en una banalidad de acné, llantina por no querer ir al colegio y sillas al suelo por no tomarse el jarabe. La puerilización es total. Tienen derecho a salir de fiesta. Y, por descontado, exigen tener quien sufrague el gasto, porque cuando uno se va de fiesta al día siguiente no sirve ni para taco de escopeta.
Me preocupa extraordinariamente, porque estamos en un momento de la historia en el que el choque de civilizaciones es palpable, real, visible en cualquier calle o barrio de nuestras ciudades y pueblos. Mucho me temo que el combate lo acabará ganando la otra parte. Por mantener vivo su nervio y, lo más triste, por incomparecencia de la nuestra. Quienes deberían ser la primer línea de defensa de Occidente, de la democracia y del humanismo están demasiados ocupados en salir de fiesta. Que nadie los perturbe, ni policías, ni pedagogos ni familias. Ellos dicen que tienen derecho.
Pobre España, pobre Europa.