Todos en el PP saben cómo va a acabar este nuevo sainete: Isabel Díaz Ayuso será, antes o después, la presidenta del partido en Madrid. ¿A qué juegan entonces en Génova 13? Solo en el caso de que ella no estuviera segura de dar el paso que ya ha anunciado tendría sentido este absurdo rifirrafe. Pero está segura, qué se le va a hacer. En 2019, elecciones municipales y autonómicas, podía haber dudas. Había partido. Y lo iba ganando José Luis Martínez-Almeida, que adelantaba por escaso margen a su compañera de tique en el municipio de Madrid: 24,23% de los votos para el alcalde por el 23,8% de la presidenta. Pero el pasado 4 de mayo la discusión quedó zanjada. Por aplastamiento. Ayuso se iba al 45% de los sufragios en Madrid capital, pasando de las 385.477 papeletas (2019) a 807.189 (1.620.213 en el conjunto de la comunidad).
Almeida ha mantenido su apuesta por la bicefalia, quizá cuestión de coherencia, pero sabe que esa fórmula solo sería viable de contar con el visto bueno de Ayuso, que no es el caso. Así que el alcalde ya se ha resignado. Es consciente de que ha perdido la batalla, y que sería una notable estupidez deshacer la sociedad con la presidenta. Una sociedad que ha funcionado. Sorprendentemente. A pesar de que uno y otra eran hace no demasiado tiempo dos perfectos desconocidos; a pesar del agujero negro en el que la corrupción había sepultado al PP madrileño de Esperanza Aguirre.
Casi nadie entiende las razones de un desencuentro que está frenando la remontada y que ya hasta en Génova atribuyen a las inseguridades de Casado
Tres años de interinidad en la dirección y 30 gestoras locales, además de la regional, dibujan un panorama que agranda los méritos de Ayuso y Almeida, favorecidos por una eficaz estrategia que asombrosamente conseguía desvincularles del bochornoso pasado de su partido en Madrid; y por la calamitosa gestión (o ausencia de gestión) de una oposición incompetente, e intervenida por Moncloa, que en un demencial ejercicio autodestructivo acabó alineándose con el antimadrileñismo más soez.
Superada con nota, y con la inesperada colaboración de un PSOE desnortado, la prueba más difícil -la de un cartel de principiantes que de haber tenido enfrente una alternativa fiable habría perdido, ya en 2019, el gobierno de la Comunidad-, casi nadie entiende ahora las razones de un desencuentro que está frenando la remontada del partido y que ya hasta en Génova atribuyen a las inseguridades de Pablo Casado. También al procedimiento que su equipo ha ideado para recordar que fue él quien puso a Ayuso donde está, y no al revés, para reafirmar su autoridad y bajarle los humos a doña Isabel. ¿Con qué resultado? Justo el contrario del perseguido: el liderazgo de Casado se seguirá resintiendo mientras mantenga viva una incertidumbre que debería despejar, por su propio bien, antes de la convención del 2 de octubre en Valencia.
El líder popular se está convirtiendo en un consumado experto en cerrarse todas las puertas. Por perder, hasta ha perdido ante la opinión pública la batalla del CGPJ
Casado y sus inseguridades. Casado y sus torpezas. Como las cometidas en el asunto de la renovación del gobierno de los jueces. Con sus vaivenes, con su encastillamiento en una fórmula que deja fuera de toda influencia al Parlamento -el mismo Parlamento que reivindica como Sancta Santorum de la democracia cuando le conviene-, Casado le ha regalado a Pedro Sánchez el argumento de un Partido Popular que menosprecia la soberanía popular, apareciendo, para buena parte de ese electorado liberal que quiere conquistar, como el descarado abogado defensor de un corporativismo judicial que hasta ahora ha dejado mucho que desear en materia de ecuanimidad y transparencia.
Decía Felipe González que “cuando se mete la pata lo oportuno es sacarla pronto”, consejo para cuya práctica Pablo Casado no parece muy dotado. Podría decirse, más bien, que el líder popular lleva camino de convertirse en un consumado experto en cerrarse todas las puertas. Ha perdido la batalla del Consejo General del Poder Judicial en la opinión pública, y está perdiendo, por goleada, la de Isabel Díaz Ayuso, fuera y dentro de su partido. ¿Cuántos de los 140 escaños que le dan al PP algunas encuestas aporta un Madrid pacificado? La ridícula pelea delineada en algún despacho de Génova ya se le ha vuelto en contra, y sacar cuanto antes la patita del orinal es la única manera de no seguir dejándose pelos en la gatera.
Puede parecerlo, pero este no es un episodio menor. Porque aquí nadie pone en cuestión el futuro de Díaz Ayuso, sino la idoneidad de Casado, y la razonable certidumbre de que, llegado el caso, el del PP es un liderazgo fiable, útil, y capacitado para asumir la dirección del país. De momento, y a pesar de las facilidades que le ha dado Sánchez, eso no acaba de estar del todo claro.
La postdata: Bollaín y la equidistancia
Los miembros de ETA en expectativa de recuperar la libertad tienen la opción de inscribirse en un programa del Gobierno Vasco en el que una Comisión Gestora diseña “un itinerario, un contenido y un programa de trabajo adaptado a la realidad de su caso [de cada etarra], en base a un cuadro de criterios previamente establecidos”.
La idea es ofrecer una salida a sujetos que han pasado la mayor parte de su vida en la cárcel y no tienen más experiencia laboral que la acumulada en prisión, en todo caso parcial. Nada que objetar a una iniciativa que de no existir obligaría a las autoridades a financiar la supervivencia de la mayoría de miembros de la banda excarcelados. Cosa muy distinta es aceptar como prueba de “normalización” el lacerante exhibicionismo de los “ongi etorris”.
La recuperación de la “normalidad” no es en ningún caso compatible con lo que el propio Gobierno Vasco ha calificado de “revictimización de las víctimas”. Los alborozados recibimientos a los etarras que han cumplido condena son un intento más de blanquear la infamia, y lejos de ayudar a reconstruir la convivencia, lo que hacen es alimentar las posiciones más radicales.
En este contexto, la película de Icíar Bollaín, “Maixabel”, ni ayuda a las víctimas, ni favorece la normalización. Porque lo que relata es un caso, si no aislado, sí muy minoritario. Ni Maixabel es una víctima tipo, ni Potxolo es un terrorista tipo. Los que aceptan participar como héroes en los “ongi etorris” no son precisamente arrepentidos. Es solo cine, se dirá como pretexto. Pero no, no es solo cine. Bollaín ha hecho lo cómodo, retratar la excepción; ha hecho cine a partir de un argumento que se parece mucho a la equidistancia, a un “ongi etorri” fílmico, sin querer mirar hacia la inmensa aflicción que sigue arrastrando la mayoría de las víctimas.