Las comunas fueron un experimento que estaba abocado al fracaso más estrepitoso. El “Todo es de todos” y “Todos somos iguales”, unido al lema de Crowley “Haz lo que quieras”, no sirvió más que para constatar que sin orden nada es posible. La comida la pagaba siempre el mismo, aunque se hartaran todos, los platos se amontonaban hasta que alguien, desesperado, los limpiaba, y las relaciones basadas en el amor libre ocasionaban tremendas trifulcas que giraban, invariablemente, sobre el viejo tema de “Este es mi hombre y como lo toques te rajo”. Eso, por no hablar de los hijos que venían al mundo y que debían ser de la comuna, con lo que el despiste de aquellas criaturas era perfectamente insoportable.
Por esas cosas que tienen los burguesitos pijos que nutren las filas dirigentes del separatismo cobarde de paguita y langosta, se han atrincherado en la misma idea. Waterloo, esa perversión de la clásica Casa del Reloj, alberga a personas que comparten cosas. No todas ni las mismas, pero sí las básicas. Han ido, incluso, un paso más allá, creando la comuna europea, y así vemos a Marta Rovira con Carles Puigdemont dando imagen del buen rollo neo hippie post paella de Cadaqués – qué tiempos, ¿eh, Pilar?, cuando no tenías que justificar tu omnipresencia televisiva en función de si un monarca te ha sobado presuntamente o no las tetas – para cargarse las tesis de los que se maman buena cárcel.
A esa comuna seguramente se acogerá Torra si decide, finalmente, no presentarse ante el juez por un delito de desobediencia, al negarse a retirar pancartas y símbolos partidistas de los edificios públicos en periodo electoral. Su esposa ya dijo en una ocasión que, antes que ingresar en prisión, se irían “al exilio”, tal y como sigue machacando TV3 cuando se refiere a los que huyeron de sus responsabilidades, cobijándose en una Europa dudosísima en lo que respecta al amparo de delincuentes.
Estas personas que dicen gobernar mi tierra han cursado brillantemente un máster en martirologio. Les gusta ser mártires, cobrando, ¿eh?, cobrando, y les gusta aparecer en público sollozando, con el dedo acusador dirigido hacia España, sus gobernantes y todo lo que no sea dar la razón al cuarenta y siete por ciento de los catalanes que les votan, que esa es la cruda realidad del separatismo y no otra. Después de todas las décadas de adoctrinamiento masivo pujolista y de los últimos años de martilleo separatista, no han alcanzado ni la mitad del electorado, y ya no digamos del conjunto de la sociedad porque no todo se limita al censo. Ellos porfían que son el ochenta por ciento, que son la mayoría, que representan al pueblo catalán, pero cada vez movilizan a menos gente y, si no fuera por el apoyo mediático, ni siquiera eso.
En lugar de buscar soluciones, buscan excusas; en lugar de sacar coraje, sacan las bolsas de viaje
Por eso, porque ya no saben qué decir ni qué hacer ni con el proceso, ni con la implementación de la república, ni con un parlamento catalán paralizado y sin presupuestos, con el separatismo cainitamente roto, ni siquiera con la reacción que han de adoptar ante la sentencia, los tenemos ahora promoviendo llevar un casco amarillo, profetizando tsunamis democráticos, giros espectaculares, desobediencia, en fin, los recurrentes espectros fantasmagóricos que nada significan.
En lugar de buscar soluciones, buscan excusas; en lugar de sacar coraje, sacan las bolsas de viaje; en lugar de ponerse al frente, se colocan en un esquinita detrás de la farola; en lugar de bajar a la calle, se parapetan detrás de su mesa oficial. Son las grotescas caricaturas de unos héroes que jamás podrán llegar a ser. Hablan de movilizaciones y de conjurarse – hasta los cojones de la palabrita, con perdón – pero desde el extranjero y fascinante y comodísima vida muelle que se pegan, financiada por vaya usted a saber qué dinero. Es posible que Torra sea uno de ellos a medio plazo, me dicen.
De momento, en Waterloo ya han puesto sábanas limpias en la habitación de invitados.