Opinión

Trivializar el mal

      Lázar Kaganóvich era ucraniano. Había nacido en una aldea cerca de Kiev, a finales del siglo XIX, y desde muy temprana edad se unió a la revolución bolchevique, en cuyas filas fue escalando puestos hasta

  • Lazar Kaganovich (I) y Joseph Stalin

      Lázar Kaganóvich era ucraniano. Había nacido en una aldea cerca de Kiev, a finales del siglo XIX, y desde muy temprana edad se unió a la revolución bolchevique, en cuyas filas fue escalando puestos hasta convertirse en una pieza clave del régimen de Stalin. Con sólo 25 años fue nombrado comisario del Ejército Rojo. Y ahí consolidó su posición para emprender la carrera meteórica que le llevó a las más altas instancias del Partido: Secretario del Comité Central y, finalmente, miembro de su Politburó, el órgano máximo de la Nomenklatura. Tenía sólo 37 años.

     Tanto él como su esposa eran judíos. De hecho, el único judío en las cumbres del poder soviético. Un punto que, por cierto, no pasó inadvertido para el sátrapa georgiano. Nombrado Primer Secretario del Partido Comunista de su país natal, Moscú le encomendó una serie de funciones en la administración de la que, perdida su fugaz independencia, se convirtió, por su territorio, población y recursos naturales, en una república importante y floreciente de la recién creada URSS.

El más infame encargo lo recibió como judío: perseguir con saña a los de su religión, liquidando fríamente a quienes mostraran resistencia ante los dictados de Moscú

      Pero Stalin había reservado a Kaganóvich para más abyectos cometidos. En su condición de judío y ucraniano, se le encomendó una doble tarea, concebida por la perversa y retorcida mentalidad de aquel tirano. Tareas que el obediente Lázar cumplió sin rechistar. Como buen conocedor de su país, colaboró en la colectivización de la agricultura y la puesta en marcha de la cruel “Horodomor”: la terrible hambruna que supuso la muerte de más de seis millones de sus compatriotas, obligados por la policía soviética a entregar los granos y semillas que, por orden superior, les fueron confiscados. Pero el más infame encargo lo recibió como judío: perseguir con saña a los de su religión, liquidando fríamente a quienes mostraran resistencia ante los dictados de Moscú. Rabinos y fieles practicantes fueron perseguidos. Ni siquiera se libró su propio hermano, Mijaíl, obligado a suicidarse, ante las acusaciones de complot contra el Partido. Era un método frecuentemente utilizado por el Gobierno “progresista” de Moscú, extendido luego a las repúblicas populares –sí, les llamaron “populares”- de la Europa del Este, presididas por títeres comunistas tras la II Guerra Mundial. Húngaros, checos y polacos podrían respaldar todo cuanto digo.

      Stuart Kahan, sobrino suyo, dedicó a Kaganóvich un libro terrible. Lo tituló El Lobo del Kremlin, y en sus páginas explica por qué llegó a ser calificado como “el arquitecto del miedo”. Porque ésa fue su principal contribución a la historia de la URSS: expandir el reino del terror hasta límites nunca imaginados. Un terror que, dicho sea de paso, él supo manejar en su provecho, con notable habilidad. Quizá por eso consiguió sobrevivir a quienes, a la muerte del máximo jerarca, en marzo de 1953, se disputaron el sillón de Secretario General.    

      A finales de 1986, el Gobierno de Felipe González me nombró embajador en Moscú. Un buen día, mi jefe de protocolo, un “niño de la guerra” con muy buenas relaciones con las autoridades locales, me ofreció conocer a Kaganóvich. “Vale la pena -me dijo-, porque ha vivido momentos importantes, conserva la memoria y es el único que queda de quienes convivieron con Stalin”. El “Lobo del Kremlin”, que vivía en un apartamento del llamado Embarcadero, tenía 94 años y estaba completamente ciego, pero con plena lucidez.

Aparte del asco que me suscitaba semejante personaje, un embajador de España no podía blanquear con su presencia a quien sólo merecía el desprecio de cualquier hombre de buena voluntad

       No tengo que decir que mi rechazo fue rotundo. Me repugnaba la simple posibilidad de estrechar aquella mano ensangrentada. Un amigo periodista me reprocharía, años más tarde, haber perdido la oportunidad de hablar con uno de los grandes monstruos del siglo XX. Le contesté que, aparte del asco que me suscitaba semejante personaje, un embajador de España no podía blanquear con su presencia a quien sólo merecía el desprecio de cualquier hombre de buena voluntad. Porque hay tareas bochornosas y entrevistas vergonzantes que ninguna circunstancia puede justificar.

       Hace unas semanas, se ha proyectado y aplaudido, en el festival de cine de San Sebastián, un reportaje protagonizado por otro criminal. En él aparecía, según he leído en los periódicos, el etarra “Josu Ternera”, responsable de los asesinatos cometidos por su mano o mandados perpetrar por terroristas a quienes asignaba los distintos “objetivos”. Entre ellos, es probable que estuviera la voladura del cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza. Allí, junto con sus padres, murieron reventadas por la explosión de un coche bomba cinco niñas, dos de ellas gemelas de tres años. Todavía recuerdo las imágenes de sus ataúdes blancos, cubiertos de claveles y gladiolos. Y las lágrimas de quienes los rodeaban. El bravo gudari, desde un cómodo sillón, debió sentirse orgulloso de la hazaña.

Un carcelero de Dachau que colaboraba en el envío de mil personas diarias a las cámaras de gas. Lo hacía sin inmutarse, como una rutina cotidiana. Pero eso sí, lloró desconsolado cuando murió su canario

       ¿Cómo se puede aplaudir, en una sala pública, tamaña villanía? ¿Tan bajo hemos caído? Pues sí. Porque hay momentos en que una sociedad anestesiada es capaz de tragarse sin escrúpulos la mayor atrocidad. Ese momento llega cuando la decadencia moral de todo un pueblo, como sucedió bajo la bota nazi, deriva hacia la iniquidad. En un libro de Miguel Delibes, hace tiempo que leí una tremenda historia: la de un carcelero de Dachau que colaboraba en el envío de mil personas diarias a las cámaras de gas. Lo hacía sin inmutarse, como una rutina cotidiana. Pero eso sí, lloró desconsolado cuando murió su canario. A ese punto de vileza es capaz de llegar el ser humano.

       Los admiradores de Ternera, y de otros como él, han ido en las listas de las últimas elecciones municipales en el País Vasco. Entre ellos, siete condenados por delitos de sangre. No simples sospechosos, ni meros simpatizantes, sino reos de terrorismo, con sentencias firmes y probadas. Hoy, el partido que simpatiza con ellos ha sido el primero en brindar su entusiasta apoyo al “Gobierno de progreso” que está a punto de formarse. Y han sido aceptados como socios preferentes.

       A eso hemos llegado: a trivializar el mal.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli