“Si no creemos en la libertad de expresión de las personas que aborrecemos, no creemos en ella en absoluto.” Noam Chomsky.
Acaba otra semana histórica, de esas a las que 2021 nos está acostumbrando en su afán de hacernos olvidar a su hermano mayor. Filomena y sus desgraciados efectos no han conseguido acallar, sin embargo, los debates sobre las consecuencias del lamentable asalto al Capitolio del pasado 6 de enero. La secuencia de los hechos es la siguiente:
El 7 de enero, Facebook e Instagram suspenden indefinidamente durante al menos dos semanas las cuentas del aún presidente Donald Trump “hasta que se complete la transición pacífica del poder” que, de acuerdo con la nota del fundador, Marck Zuckerberg, dedicaría “el tiempo que le queda en el cargo para socavar la transición pacífica y legal del poder a su sucesor electo, Joe Biden”.
El 8 de enero, Twitter suspende a su vez, de forma permanente, la cuenta del presidente Trump “debido al riesgo de una mayor incitación a la violencia.” Ese mismo día, las descargas de Parler de la AppStore de Apple se multiplican casi por cuatro respecto del día anterior. Esta red social, junto con Gab, comienza a recibir a cientos de miles de usuarios. A las pocas horas, Apple comunica a Parler que debe moderar sus contenidos para no ser eliminada de la AppStore, la única vía legal de descargarse aplicaciones para los usuarios de iPhone y iPad. Google lleva a cabo la misma operación y elimina el acceso a Parler desde la tienda oficial de Android, la Play Store.
Un día más tarde, Amazon Web Services, la filial de Amazon dedicada a ofrecer servicios de alojamiento en la nube, comunica a Parler que rescindirá unilateralmente el contrato y que le suspenderá la cuenta, dejando a la red sin la posibilidad de llegar a sus usuarios.
El 12 de enero, Deutsche Bank comunica que deja de hacer negocios con Trump o cualquiera de sus empresas.
El 13 de enero, YouTube bloquea la emisión de un vídeo del presidente Trump y le impide la subida de cualquier material a sus servidores durante al menos los siguientes 7 días, al tiempo que impide contenidos que contradigan la opinión del consenso de los expertos sobre cuestiones relativas a la pandemia. Al propio Galileo le habrían cerrado su canal heliocentrista, por herético.
La acción combinada, conjunta o espontánea, de las Big Tech supone un precedente muy peligroso para la libertad de expresión, un acto que, de no revertirse, amenaza a la libertad de todos
En cuanto a la discusión de cuestiones legales, que no entraré a discutir, les remito al estupendo artículo que Guadalupe Sánchez publicó en estas mismas páginas. Tampoco voy a centrarme en la curiosa defensa de la propiedad privada que hacen todos los que habitualmente reniegan de ella. Sí entraré, en cambio, a tratar de explicarles por qué la acción combinada, conjunta o espontánea, de las Big Tech supone un precedente muy peligroso para la libertad de expresión, un acto que, de no revertirse, amenaza a la libertad de todos.
Podría argumentarse, como de hecho se hace, que las normas que rigen la relación del proveedor del servicio con el usuario son equivalentes a las de cualquier club privado, y, desde esa perspectiva, se regirían desde el propio derecho privado. Esto supone que el usuario debe aceptar y respetar las normas del club al que voluntariamente se asocia. El propietario, por su parte, tiene capacidad jurídica y moral para establecer las condiciones de permanencia y bloquear el acceso, esto es, expulsar, a todos aquellos que las infrinjan. De acuerdo con esta postura, muy querida por muchos liberales y defendida por Jack Dorsey, CEO y fundador de Twitter, el usuario podrá hacer uso de la libertad de mercado para acudir a otro club donde le acepten, pues que el sistema capitalista y el progreso tecnológico garantizan esa libertad de elección. Desde esta perspectiva, no existiría censura ni en la expulsión de Trump ni en la de Parler, ni siquiera en la decisión de YouTube de vetar lo que vaya contra el consenso (¿?), sino la mera aplicación de las normas de convivencia.
Digamos que, en condiciones teóricas o reales de libre mercado, esta posición no sólo me parece correcta, sino que la hago mía. El problema es que, como vamos a ver, esas situaciones idílicas no se dan, puesto que no estamos hablando de un mercado ni emergente ni capilar, en el que cientos de proveedores / clubs están deseando recibir a cientos de clientes que ejercen su libertad votando con los pies, esto es, eligiendo aquellos en los que más a gusto se encuentran o mejor servicio les dan. Esto, en el mercado de las big tech, hace tiempo que dejó de ser así.
El universo Facebook, formado por aplicaciones tan populares como el propio Facebook, su servicio de mensajería Facebook Messenger (líder en los EEUU), Instagram o Whatsapp (líder en Europa) concentra a más de 2.000 millones de usuarios diarios; Twitter tiene cerca de 200 millones. Entre los dos, controlan cerca del 90% del mercado de las comunicaciones personales y comerciales de Occidente (dejó de lado, por razones obvias, el mercado chino, donde WeChat es el rey). YouTube, por su parte, tiene una cuota de mercado de casi el 75%; Vimeo, el siguiente proveedor de servicios de vídeo online, tiene el 18%. Al eliminar a Trump por su permanente incitación de la violencia, estas plataformas nos recuerdan la importancia de las normas del club, así como las de convivencia democrática. Si no hubiese casos de incitaciones reales a la violencia (véase debajo, o recuerden las amenazas al presidente de Francia por su actitud contra los yihadistas), no habría nada que objetar ni a uno ni a otros.
Castigo de acceso
Por su parte, Amazon Web Services, al expulsar a Parler de su alojamiento en la nube, condena al ostracismo a la empresa, que se encuentra apagada desde entonces. El castigo del acceso se combina con el previo infligido por Apple y Google. Hablamos con el dueño del centro comercial para que nos venda un lineal donde colocar nuestro producto, nos lo niega por razones morales y cuando queremos acceder al garaje a recoger nuestro vehículo para visitar a otro supermercado, comprobamos que nos han cerrado la salida, que el dueño se ha marchado de vacaciones y ha tirado las llaves al mar. Difícil lo tenemos para acceder a otro garaje (el hospedador actual tiene el 40% de todas las plazas de garaje) si, además, el segundo (que controla otro 15%) nos dice que ni nos acerquemos. En resumen, no puedes vender tu producto en ninguna de las dos cadenas que controlan el 99.3% de las estanterías del mundo (esa es la cuota de mercado de los sistemas operativos de Google y Apple) y no puedes aparcar tu vehículo, tu medio de trabajo, en ningún garaje céntrico. Porque sí, garajes alternativos hay, pero están tan alejados del centro que difícil lo vas a tener para pasar a recogerlo cada día. La solución, el cierre.
Es cierto que no hablamos de monopolios; es cierto que existen muchas otras empresas que prestan los mismos servicios o similares. Como también es cierto que la tecnología se ha democratizado tanto que Trump y Parler podrían montar sus plataformas y comunicar desde ellas su mensaje. Incluso montar una World Wide Web alternativa, ya puestos. Pero seamos serios. Estamos hablando de oligopolio, de prácticas de colusión y de abuso de posición dominante. Y, lo que es mucho más grave, de un golpe terrible y arbitrario a la libertad de expresión. En China les arden las manos de tanto dar palmas.