La novela La Conjura contra América de Philip Roth ha inspirado la fascinante serie televisiva del mismo nombre, cuya tesis implícita es que la Historia no es únicamente el desarrollo ciego e inalterable de corrientes sociales, económicas y tecnológicas fuera del control de los gobernantes, sino que la personalidad, las cualidades y los defectos de los líderes políticos pueden ser determinantes a la hora de marcar el rumbo de los acontecimientos colectivos. A diferencia de Pablo Casado, que se ve modestamente a sí mismo y al partido que preside como un mero reflejo de la sociedad en la que vive y que, siguiendo la escuela de su predecesor, sólo puede aspirar a administrarla adaptándose sumisamente a su evolución sin otra posibilidad que minimizar los ocasionales daños que fuerzas telúricas indomables -la pandemia, Podemos, el feminismo radical, el separatismo golpista, la llegada a La Moncloa de un desalmado egolátrico y sin escrúpulos- puedan producir, la tesis del escritor norteamericano es que la voluntad, la altura moral, el coraje y la visión de los conductores de pueblos son capaces de enfrentarse a la adversidad o al mal y doblegarlos si se aplican a ello con las suficientes convicción y determinación.
La campaña presidencial estadounidense ha entrado en su recta final, las dos grandes formaciones han nominado a sus respectivos tiques electorales y el mundo está expectante sobre el resultado de esta contienda porque según quién ocupe la Casa Blanca durante el cuatrienio 2021-2025 las cosas discurrirán en una dirección o en otra muy distinta, afectando en no poca medida a nuestras vidas en el resto del planeta.
Clase media blanca y conservadora
Es sabido que los norteamericanos votan sobre todo en función de asuntos domésticos y basta observar las escasas referencias a cuestiones internacionales en los discursos de aceptación de su nominación de Trump y Biden en sus respectivas Convenciones para constatarlo. La gestión de la crisis sanitaria, el racismo y el empleo serán, pues, los ejes del debate de costa a costa a lo largo de los próximos dos meses. De hecho, en su pugna con Hillary Clinton en 2016, Trump supo aprovechar el descontento y el hartazgo de la clase media blanca conservadora, especialmente en las circunscripciones industriales y en la América profunda rural por problemas internos, las exigencias de minorías identitarias agresivas, las reconversiones en sectores económicos tradicionales, los impuestos, la ideología de género, ligándolo hábilmente con problemas externos, acuerdos comerciales presentados como abusivos, debilidad frente a potencias hostiles, contribuciones excesivamente generosas a organismos internacionales, acuerdos globales desventajosos para Estados Unidos, potenciando así aquéllos a la vez que excitaba el nacionalismo de sus bases.
Los demócratas, demostrando escasa inteligencia, han utilizado la estrategia del caos en las calles canalizando a su favor la indignación por los excesos violentos de la policía contra la minoría negra, sin tener en cuenta que estaban lanzando un bumerán con trayectoria de retorno hacia su cara. En un contexto de saqueos, incendios, tiroteos y desorden extremo, Trump está en su elemento como adalid de la ley, el orden y la autoridad que asegura a los ciudadanos honrados y pacíficos su propiedad y su integridad física. Dado que Biden, por su edad y sus características personales, no es precisamente la imagen de la fortaleza y la capacidad resolutiva, se ha metido en un terreno en el que su rival le supera con creces. Además, el ir acompañado de una número dos con reputación de radical y rupturista no le va a ayudar en absoluto en un clima de algaradas, tumultos y conflicto civil desatado.
Es verdad que en la página de la segunda mitad del siglo XX y en los primeros renglones de la del siglo XXI EE.UU. ha dejado borrones notables como la guerra de Vietnam o la segunda guerra de Iraq
Desde la Segunda Guerra Mundial, sucesivos presidentes norteamericanos han impulsado el orden liberal global que ha imperado hasta la actualidad. Naciones Unidas, el Plan Marshall, el Fondo Monetario Internacional, la OTAN, el Banco Mundial, la Agencia Internacional de Energía Atómica, la Organización Mundial del Comercio, el Tratado de No Proliferación, los tratados de reducción de armas nucleares, han sido auspiciados y generosamente financiados por Washington. Roosevelt, Eisenhower, Kennedy, Johnson, Carter, Bush padre, Clinton, Bush hijo y Obama, con variados estilos y distintos grados de acierto y error, han mantenido a su país como protector y garante de una arquitectura internacional basada en la preservación de la paz, la resolución negociada de los conflictos, el libre comercio y el respeto a los derechos humanos. Es verdad que en la página de la segunda mitad del siglo XX y en los primeros renglones de la del siglo XXI Estados Unidos ha dejado borrones notables como la guerra de Vietnam o la segunda guerra de Iraq, pero nadie puede negar un volumen de valiosas contribuciones que arrojan un balance general positivo.
Donald Trump ha interrumpido bruscamente este itinerario sostenido durante siete décadas y lo ha hecho como caballo en cacharrería. Si se trata simplemente de una estrategia para corregir ciertos desequilibrios, poner en su sitio a unos cuantos regímenes totalitarios o desaprensivos y renegociar algunos marcos de relación que percibe como poco equitativos sin ir más allá, todavía es pronto para afirmarlo. Solamente si consigue un segundo mandato lo sabremos y estaremos en condiciones de concluir que su etapa como cabeza de la nación más poderosa del orbe ha sido un paréntesis incómodo para los políticamente correctos o un punto de inflexión que abre para el conjunto de los pueblos de la tierra una nueva era de perfiles aún desconocidos.