A la misma hora que un misil ruso cae sobre una escuela de Kiev en el curso de la guerra en Ucrania alguien, en un lejano lugar, está escuchando la Balada número uno que Chopin escribió en 1835 y consideró su trabajo más querido. Ese “alguien”, pongamos una anciana de 90 años ha podido encender la televisión, pero se decidió finalmente por escuchar Sinfonía de la mañana, el programa de música de Martín Llade en Radio Clásica . Y ahí está ella, ida, absolutamente lejana, distante de la barbarie y la sinrazón.
Coincidiendo con la escucha de la Balada del músico polaco, y mientras Rusia ataca la planta metalúrgica de Azovstal donde se refugian cientos de personas, un niño de siete años, de los veinte que hay en el sótano, pregunta a un conocido por su padre, y el desconocido le responde con indiferencia, pronto, pronto, no te preocupes. Pero el desconocido no sabe quién es el padre, quién es el niño, y lleva días sin saber quién es él.
A la misma hora en que una bala impacta en el cerebro de hombre joven que acaba de comprar pan en Mariúpol y volvía a su casa montado en bicicleta, una mujer también joven madre y de dos niños pequeños, siente en sus entrañas un latigazo premonitorio que le hace preguntarse: ¿Y mi marido, dónde estará mi marido? A esa misma hora, alguien en un lugar muy lejano, está leyendo el Libro V de Marco Aurelio: Andar detrás de lo imposible es locura; pero a los malvados no les cabe otro modo de actuar.
Sincronizado con este estallido de vida un chaval de cuatro años repite una muestra en un colegio de Madrid que antes que él escribimos millones de españoles: El sol sale por el horizonte
En el mismo instante en el que Rusia decide deportar a 9.000 ucranianos a los campos de Siberia tras haber sido interrogados, en Madrid, una cultivada mujer de 58 años está leyendo un poema de Ángel González. Pudo escuchar esta noticia, pero apagó la radio en el momento en el que el locutor iba a dar paso a las informaciones sobre la invasión, y se fue directa a su biblioteca. Abrió un libro y encontró estos versos de Ángel González: A cada cosa por su nombre. Pan significa pan; amor, espanto; madera, eso; primavera, llanto; el cielo, nada; la verdad, el hombre.
A la misma hora en que cae un obús en Jarkov, en una cripta de lo que hasta hace dos semanas fue un templo católico, una madre joven da de mamar a su bebé. Sincronizado con este estallido de vida un chaval de cuatro años repite una muestra en un colegio de Madrid que antes que él escribimos millones de españoles: El sol sale por el horizonte.
Acaban de sonar las alarmas en Mariúpol y un hombre cojo camina por el medio de una calle en las que ya no hay edificios, sólo escombros y polvo mezclado con humo que apesta. Ese mismo escenario lo había visto en El Pianista, la película de Román Polanski. Ese hombre que anda como borracho no es un actor. No es Adrien Brody. Y no está en un cine. Está desesperado. Le da igual que la alarma suene para él o no porque sabe que las campanas doblarán mañana por todos, por los que están allí y los que estamos aquí.
A esa misma hora, un hombre disfruta de la primavera de Madrid después de haber visto en el museo del Prado una pintura, un Ecce Homo que Tiziano pintó en un mármol. Está delante de una tabla a la que Carlos V rezaba arrodillado cada noche antes de acostarse. Le parece un milagro. Decide esbozar en sus labios algo parecido a un rezó por alguien en Ucrania, quizá por ese hombre que tambaleándose sigue caminando sin ruta por una calle de Mariúpol.
El perro, claro, no es un mendigo, ni tiene fuerza para pedir, sólo desea morir a la sombra de una pared. Cuando los dos sacerdotes salen del templo, uno le dice al otro: mira, pobrecillo animal.
Coincidiendo con la entrada de las fuerzas rusas a la ciudad de Zadovy, un cura católico espera a que otro de la religión ortodoxa acabe con su liturgia para empezar él con la suya. Escasean los templos, pero no las creencias. Y menos la fe. Mientras el ortodoxo se arrodilla, un perro abandonado y sediento se tumba a la entrada de la iglesia. El perro, claro, no es un mendigo, ni tiene fuerza para pedir, sólo desea morir a la sombra de una pared. Cuando los dos sacerdotes salen del templo, uno le dice al otro: mira, pobrecillo animal.
Y justo cuando el reloj marcaba las nueve y veinte de la mañana del miércoles pasado, un padre de familia entra a la morgue de Bucha. Acababa de ver amontonados 23 cadáveres. Uno tras otro. Ninguno es el que busca. Teme lo peor. Una semana sin noticias de su hijo mayor de 14 años. En el momento de abandonar la casa mortuoria, en el Congreso de los Diputados de España preguntan a su presidente por unos espías que escucharon conversaciones de tipos que habían decidido romper una nación. Después un diputado socialista alababa el sentido de Estado de un partido dirigido por un tipo que fue terrorista y no se ha arrepentido.
En ese mismo instante un memorioso diputado del PSOE, uno de esos que no hablan, no opinan y no dicen nada, recuerda las palabras de la madre del asesinado Joseba Pagazaurtundua a un presidente vasco socialista: Ya no me quedan dudas de que cerrarás más veces los ojos y dirás y harás cosas que me helarán la sangre, llamando a las cosas por los nombres que no son. A tus pasos los llamarán valientes. ¿Qué solos se han quedado nuestros muertos!
Y también en ese mismo momento, las nueve y veinte de ese miércoles, la misma mujer anciana que escuchaba la Balada número 1 de Chopin quiso sentir la Barcarola en Fa Mayor del pianista polaco. Y alguien, no importa quien ni dónde, creyó que no todo estaba perdido, que era sólo cuestión de tiempo.
Y entonces, abrió los ojos y lentamente, despertó.