Opinión

El valor del esfuerzo

Cómo valoramos el esfuerzo está inextricablemente ligado al modo en que vemos a las personas, si son capaces de influir en su destino o se mueven como títeres a merced del azar

  • Alumnos se examinan en un aula.

De unos años acá el sintagma ‘la cultura del esfuerzo’ está en boca de todos, empezando por políticos y opinadores. Circula con profusión por eso que llamamos generosamente ‘conversación pública’ y lo encontramos a cada paso en declaraciones, entrevistas o webs sobre educación. Los debates sobre la Lomloe han marcado un punto álgido en cuanto al uso: ‘El Gobierno destierra la cultura del esfuerzo de la Educación’, rezaba el titular de un periódico. Es un ejemplo entre muchos, pues la expresión se ha convertido en una suerte de eslogan contra la ley.

Tanto es así que la ministra de Educación tuvo que salir al paso de las críticas para asegurar que ‘la cultura del esfuerzo a la que algunos aluden no corre ningún riesgo’ con la nueva ley. Eso sí, quiso marcar la diferencia entre una cultura del esfuerzo basada en el castigo y otra que promueve el esfuerzo a través de la motivación. Ni que decir tiene que ésta última sería la progresista y buena (¡perdón por la redundancia!) frente a la concepción autoritaria tradicional, supuestamente defendida por los críticos, por más que los términos de la distinción sean discutibles; el miedo al castigo no deja de ser una motivación, después de todo. Pero no nos pongamos serios que esto va de consignas.

Otros van más lejos que la ministra y rechazan sin más la idea como algo rancio o de derechas. Un profesor de Secundaria decía en una entrevista que el discurso sobre la cultura del esfuerzo le parecía ‘reaccionario y cansado’, pues esconde metodologías que exigen sacrificios sin sentido y una visión de la enseñanza basada en la mera acumulación de conocimientos. Entre los representantes políticos y pedagogos favorables a la ley no han faltado quienes señalan ‘la hipocresía de la cultura del esfuerzo’ o denuncian que es una trampa.

El mérito de un gran deportista, por ejemplo, no depende sólo de su talento y aptitudes, pues necesita esforzarse por cultivarlas y llevarlas al máximo rendimiento a través del entrenamiento duro y constante

En toda esta polémica nadie se ha molestado en explicarnos qué es eso del esfuerzo y por qué debería importarnos; son cosas que se dan simplemente por supuesto, por considerarlas tan obvias que no vale la pena pararse en ellas. Lo mismo sucede con otra polémica de estos días, el debate sobre la meritocracia, donde la idea de esfuerzo desempeña un papel central. Quien inventó la expresión, el sociólogo Michael Young, definía el mérito con la simple fórmula de ‘coeficiente intelectual + esfuerzo’. Se entiende con ello que el mérito de un gran deportista, por ejemplo, no depende sólo de su talento y aptitudes, pues necesita esforzarse por cultivarlas y llevarlas al máximo rendimiento a través del entrenamiento duro y constante. Así se ve en el celebrado libro de Michael Sandel, donde el término ‘esfuerzo’ aparece más de noventa veces, siempre acompañado por ‘talento’ o ‘capacidad’, pero nunca se explica. Se da por descontada la familiaridad del lector.

Siendo un ingrediente imprescindible del mérito, uno de los criterios que manejamos en las discusiones sobre justicia distributiva (a quién asignamos recursos escasos o puestos relevantes), sorprende la poca atención que dedicamos al asunto. Pues sabemos desde Sócrates que las obviedades no sólo son engañosas, sino que pueden llegar a esconder cosas dignas de escrutinio.

Por poner un poco de orden en nuestras intuiciones, esforzarse significa emplearse enérgicamente en conseguir algo, ya sea aplicando la fuerza física o los recursos intelectuales. Esa intensificación de la actividad física o mental no sólo ha de mantenerse en el tiempo para lograr el objetivo, sino que supone por lo general enfrentarse a dificultades, venciendo resistencias y obstáculos. Para empezar por los que se pone uno mismo, pues esforzarse significa las más de las veces forzarse a sí mismo, luchando contra la inercia de la comodidad, la fatiga o la tentación de entregarse a actividades más placenteras y relajadas. De ahí que connote cualidades morales ligadas a la fuerza de voluntad como la perseverancia, el dominio de sí, la presencia de ánimo y hasta el coraje para sacrificarse y arrostrar penalidades por un buen fin, sin darse por vencido.

Detrás de lo cual está la intuición certera de que el esfuerzo siempre cuesta, como señalaba la maldición bíblica: ‘ganarás el pan con el sudor de tu frente’. De ganarse el sustento a vencer en una competición deportiva o traducir La tierra baldía, cualquier meta valiosa tiene costes que se miden en términos de las dificultades que hay que superar y del esfuerzo que requieren. Harían mal por eso en abjurar del cultivo del esfuerzo quienes proponen cambiar nuestro sistema económico o la sociedad en su conjunto, pues no se antoja tarea fácil ni descansada. Como observó Wilde, el socialismo llevará muchas tardes.

En términos estrictamente utilitarios, entre dos opciones de idéntico valor será preferible aquella que supone menos esfuerzo

Visto así, el esfuerzo parece puro coste, lo que plantea la cuestión de su valor. Eso explica hechos tan familiares como la tendencia a evitarlo, procrastinado lo que haga falta, o que el esfuerzo tienda a declinar conforme se prolonga. En términos estrictamente utilitarios, entre dos opciones de idéntico valor será preferible aquella que supone menos esfuerzo, pues al valor de la meta habría que restarle el trabajo que cuesta alcanzarla. De lo cual no se sigue que no sea racional esforzarse, sino que la intensidad y la duración del esfuerzo habrán de ser proporcionales al aprecio por la meta. Tendría entonces un valor puramente instrumental, completamente dependiente de la importancia del objetivo que se persigue. Cuánto más valiosa la meta, más justificado el esfuerzo por conseguirla.

¿Es todo el valor que encierra el esfuerzo? Reducirlo a esa dimensión meramente instrumental, por relevante que sea, resulta empobrecedor. Fijémonos en que asociamos el esfuerzo con cualidades de carácter que nos parecen muy estimables, como decíamos; de ahí que sirva como señal de que quienes se esfuerzan poseen esas buenas disposiciones y lo valoremos en consecuencia. No por casualidad esforzado significa también animoso, valiente o luchador en nuestro idioma. Pero no se trata sólo de una señal, sino que la propia realización del esfuerzo pone en ejercicio esas mismas virtudes, como la constancia o la autodisciplina, que parecen necesarias en la vida sean cuales sean nuestras aspiraciones y metas. Si queremos promover o reforzar esos hábitos (‘los tónicos de la voluntad’) a través de la educación, por ejemplo, es lógico que apreciemos y recompensemos el esfuerzo de los estudiantes como un aspecto de su rendimiento que no es reducible sin más al éxito.

Los psicólogos hablan incluso del ‘efecto Ikea’ para explicarnos que hay gente que prefiere un producto que han tenido que montar con algún esfuerzo al mismo producto cuando se entrega preparado

A lo que se suma que la psicología humana es mucho más complicada en lo que concierne a la valoración del esfuerzo. Hay muchos casos en los que el esfuerzo no detrae valor de la meta, sino que por el contrario lo agranda o potencia. Por la literatura sociológica conocemos que los individuos aprecian más ser miembros de un club o grupo cuantos más sacrificios han hecho por entrar; para eso están los ritos de iniciación. Si nos parece un caso de justificación retrospectiva, pensemos en el montañero para el que el esfuerzo arduo forma parte del atractivo del logro. Los psicólogos hablan incluso del ‘efecto Ikea’ para explicarnos que hay gente que prefiere un producto que han tenido que montar con algún esfuerzo al mismo producto cuando se entrega preparado (¡misterios de la mente humana!). Como sabemos que la plena inmersión en una actividad intelectual exigente puede llevarnos a disfrutar intensamente de la actividad, eso que ahora llaman flow, no a pesar sino gracias al esfuerzo y la concentración que entraña. En casos así, lejos de ser mero coste, el esfuerzo añade valor y hasta resulta gratificante.

Con todo el punto más controvertido en torno al esfuerzo es por qué resulta meritorio, por sorprendente que parezca. En el pack del mérito suele asumirse que talentos y habilidades están ampliamente determinados por la lotería genética y social, por lo que lo meritorio estaría en el esfuerzo para hacer algo con ellos, pues eso sí dependería de nosotros y no de la suerte. Es mucho asumir, pues a veces lo que buscamos es que el logro brille sin que se vea el esfuerzo, como en una página bien escrita. Pero hay filósofos que van más allá, alegando que la propia disposición a esforzarse dependería enteramente de circunstancias afortunadas. Sería erróneo inferir de ahí que se trata de una capacidad o habilidad más, cuando es otra cosa; o que escapa a nuestro control, lo que choca contra nuestra experiencia directa cada vez que tenemos que ponernos a la tarea o perseverar en ella, por mucho que nos cueste. Pero indica algo importante, pues cómo valoramos el esfuerzo está inextricablemente ligado al modo en que vemos a las personas, si son capaces de influir hasta cierto punto en su destino o se mueven como títeres a merced del azar. Merecería por eso algo más de reflexión.

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