Analizar el panorama político en Cataluña requiere una gran dosis de conocimientos en psiquiatría infantil. Nunca como ahora la expresión “son como niños” se ha visto mejor reflejada en las pautas conductuales de los dirigentes nacionalistas. Son igual que críos caprichosos, volubles, maleducados e irresponsables que marranean en público.
El juez me tiene manía
Ante la cita judicial que tienen algunos de los dirigentes del malhadado proceso separatista ante los jueces, no resulta difícil imaginarse lo que van a decir. Estas personas, con un perfil psicológico infantiloide, conspiranoico y egocentrista de manual, dirán que son inocentes, que están por el diálogo, el acuerdo, el respeto, que ellos no han delinquido ni promocionado desorden ni acto violento alguno. Y, satisfechos con sus declaraciones, esperarán que la justicia los deje en libertad para seguir haciendo lo único que saben: llevarse sueldos suculentos e intentar conseguir sea como sea culminar su proyecto separatista.
No se engañe el lector, más allá de los intereses económicos y de las mezquindades de cada uno, esta gente está convencida de que los buenos son ellos, que se está cometiendo una tremenda injusticia con sus personas y que los que esgrimimos argumentos fundamentados en la ley, lo lógico, lo razonable, somos poco menos que unos guardias de campo de exterminio nazi.
Albert Rivera lo definió muy bien el otro día cuando afirmó que el separatismo vive al margen de la realidad. Es así. El turbulento jardín de infancia en el que han convertido la política en Cataluña no admite para ellos, según su visión, castigos ni regañinas. Todo ha de salirles gratis a los que te quitan la merienda o te tiran del pelo. Son los dueños del patio, los que le cargan el mochuelo siempre a otro compañero de clase, los que ponen carita de inocente cuando el profesor pregunta quien ha sido y acuden a sus papás, llorosos e indignados, cuando se les castiga. “Es que el profesor me tiene manía”, repiten una y mil veces. Ninguna responsabilidad es suya, la culpa siempre es de los demás, que somos malos, tremendamente malos y envidiosos.
En la perversidad político-sociológica que vivimos en Cataluña no es un aspecto menor, como sostenemos en estos artículos basándonos en las tesis de Víktor Kemplerer, el cambio en el sentido original de las palabras, de ahí que desobediente sea sinónimo para esta tropa de algo sublime, así como español es un adjetivo que descalifica automáticamente a la persona que va dirigido. En su patio, que es particular, no se moja nada que ellos no quieran y, por descontado, cuando el profesor vestido de magistrado los llama al orden advirtiéndoles que se quedarán después de clase, ellos patalean, se enfadan, rompen cosas para luego, debido a su condición rastrera, fingir que no lo harán nunca más, rogando que les quiten el castigo, mascullando que los profesores se han pasado mucho.
Ahí sí que rozan la excelencia, porque tienen una imaginación, bueno, capacidad para la mentira, digna de mención"
Todo eso para volver a las andadas a la que pueden –ellos mismos son tan idiotas que lo van diciendo en público, véanse las declaraciones de Esquerra este lunes en las que afirman con la solemnidad del obtuso que vuelven al principio de unilateralidad– e inventarse las excusas más peregrinas al ser sorprendidos copiando en clase o cuando no han traído los deberes hechos. Ahí sí que rozan la excelencia, porque tienen una imaginación, bueno, capacidad para la mentira, digna de mención. Los exámenes los harán por Skype, los deberes no los hacen porque Bruselas queda muy lejos, las preguntas deberían pactarse entre los profesores y ellos, diciéndoles los primeros las respuestas correctas, y todo así.
Eso pasa, claro, porque no se les da un buen azote en el culo.
No sirven ni para concejal de una pedanía
A resultas de esto, lo que demuestran esos pipiolines nacionalistas es que el Estado les viene grande, muy grande. Los sacas de Primaria y se pierden, y aún ni eso. A ellos, todo lo que no sea el campanario de su pueblo y las componendas que se urden a su sombra, les es totalmente ajeno. Son niñatos que se lían a pedradas a la salida del colegio para huir luego cobardemente, escondiéndose de la zapatilla materna o el soplamocos paterno, del castigo de copiar mil veces “no abusaré de mis compañeros”.
Para acabar de rematarlo, siguiendo con la perversión del lenguaje que tan astutamente emplean, ponen en tela de juicio el criterio de los profesores porque ellos, solo faltaría, son infinitamente más listos; si te quitan un tebeo o un juguete es porque tu se lo has robado a ellos, si no te juntan en el patio es porque eres malo, si te roban el balón y te quedas sin fútbol, es porque ellos tienen más derecho que cualquiera a disfrutar y, además, no eres de su equipo.
Todo esto, que no es más que una figura literaria, claro, es la pura realidad que se vive a diario en Cataluña. Los políticos del golpe separatista actúan como niños consentidos, aún más, como los abusones de la clase que se creen con derecho a maltratarte tanto a ti como a aquellos que no forman parte de su pandilla, y te roban los cromos, y te pegan entre cinco o seis, porque además son unos gallinas, y se sientan en los pupitres que les da la gana, echándote del tuyo si se les antoja.
Conceptos como la urbanidad, la puntualidad, las buenas costumbres, la aplicación, el compañerismo o el respeto a las normas solo les provocan risas despectivas. De ahí que ante el juez se limiten a repetir una sarta de mentiras dirigidas solo a esquivar que los pongan de cara a la pared de una celda con un ejemplar de la Constitución en cada mano. Aunque en su fuero interno crean firmemente que los únicos capacitados para imponer castigos son ellos, saben que podrían quedarse sin patio mucho, mucho tiempo. Y ellos lo necesitan para desahogar su chulería, su mala leche, su complejo de superioridad frente al resto de compañeros de clase. Por eso mentirán tanto como les parezca conveniente.
Suspenden examen tras examen, a pesar de hacer trampas. Son tontos, muy tontos, y como a eso hay que unir su maldad, devienen unos elementos peligrosos"
No les gustan los reglamentos, por eso se inventan los suyos, como esos que juegan al parchís improvisando nuevas reglas a cada jugada que les perjudica. Reivindican que son los veteranos del colegio, los que llevan más tiempo, pero a la que uno rasca un poco se comprueba que no han aprendido nada de nada. Suspenden examen tras examen, a pesar de hacer trampas. Son tontos, muy tontos, y como a eso hay que unir su maldad, devienen unos elementos peligrosos.
Es una lástima que la autoridad judicial del asunto no pueda enviarlos a un centro especial donde se enseñen todas las cosas que ellos ignoran, un colegio para políticos infantiloides que solo saben empujar y mangonear. Allí aprenderían que no por hacer pellas a clase – en Cataluña lo llamamos hacer campana – tienes más derechos que los que acuden cada día - ¿entiende la alegoría Puigdemont? – o que alborotar en clase solo perjudica a los que pretenden aprender alguna cosa.
En el colegio de la política son los que se sientan en la última fila, tirándole papeles al profesor, gritando y metiendo bulla, los que están destinados al fracaso en la vida. No crean que todo esto lo hacen por un espíritu rebelde, como la famosa Liga de los Sin Bata del dibujante Romeu. El suyo es un gamberrismo iconoclasta propio del burro, del ignorante, del abusón, de quien no sabe más que instalarse en un infantilismo sin objetivos que no sean la contemplación de su propio ombligo. Son los Ni-Nis de la política, los que jamás estudiarán, despreciando a los que sí lo hacen, son los que llaman empollones y cuatro ojos a los que sacan buenas notas – de ahí que le tengan una manía tremenda a Inés Arrimadas – porque les recuerdan su propio fracaso escolar y personal. Les viene ancho el Estado, la autonomía, el gobierno, porque les viene grande el sentido de la responsabilidad y la buena conducta. Han invertido los términos, de forma que el que no deja hablar a nadie es un héroe, y quien suspende todas las asignaturas es una eminencia intelectual. Todos hemos conocido a chavales así cuando íbamos al cole, pero que acabasen mandando en los despachos oficiales es insólito. A ver si los profesores, perdón, los jueces, no se tragan sus excusas de mal enfermo, que se orina en la cama aduciendo que suda, y les ponen unas buenas orejas de burro. Falta hace.
Miquel Giménez