Adrien Hébrard fue un formidable periodista del siglo XIX de espíritu fino, agudo y con una lengua que no soportaría ningún político actual. Brillante director de Le Temps, pronunció una lapidaria frase respecto a cierto politicastro de aquellos tiempos, de oratoria encendida y profusa, al que fulminó con un "¿No les parece que es imposible decir menos cosas con más palabras?".
Es el destino de los separatistas: incontinencia verbal, borrachera de palabras y consignas que, a fuer de repetitivas, han quedado como el parloteo de las cotorras que anidan en los plataneros de Barcelona. Ya nadie les presta atención. Cuando el presidente de la Generalitat se desplazó a Madrid, con cara de "Esos me van a oír", mezcla de repelente niño Vicente y viajante de motos sin ruedas, bien podía imaginar el pobrísimo resultado. También Europa Press, ya que estamos.
La cosa es que en el Hotel Villa Magna de la capital de España no acudió ni un solo personaje de importancia, ni un político de peso, ni un empresario serio. Solo la canallesca, siempre ávida de sangre fresca, un par de carguillos más que descriptiblemente menores de la administración central, un representante de Bildu, dos de Esquerra – ni siquiera Tardà o Rufián -, y, eso sí, gente del Govern como la inefable señora Budó, a la que suponemos que se dirigiría en catalán a los camareros, el señor Puigneró y la señora Vergés, todos Consellers. Allí estaban también el presidente del Foment, señor Sánchez Llibre, y el petrolero de cuatro gasolineras y presidente de la Cámara de Comercio, señor Canadell, al que también presuponemos la mantenencia del lemosín siquiera por prurito. Ah, nos olvidábamos del señor Puigserver, secretario técnico de Interior con el PP el tiempo que duró el 155.
Y ahí se termina la lista de Vips. Torra, que sabe muy bien lo que es ir a una boda y que te coloquen en una mesa con gente que no te agrada, siempre podrá decir que es infinitamente mejor estar entre amigos que entre personas que no te acomoden. Eso es tan verdad como que el separatismo furibundo de los neo convergentes ya no les interesa más que a ellos, e incluso eso no es cierto del todo, puesto que hay una fisura más que notable en el partido del fugadísimo.
Esa especie de mezcla entre mujer barbuda, niño de tres cabezas y sacamantecas que fue el separatismo no atrae siquiera una piadosa miradita al interior de la sala
De ahí que, por mucho que Torra gesticulase y dijera que iba a ponerse un casco amarillo, la última moda en ridiculeces que se han inventado los lazis, Madrid siguiera con su pulso habitual y en el Villa Magna, un lugar con cierto interés para quien gusta de sentarse y observar quién ha quedado con quién para almorzar o para tomarse un café, no hubiera quien prestase la más mínima atención al Molt Honorable y a su séquito al que podemos calificar ya como el equipo médico habitual.
Lo de estos chicos ni siquiera alcanza la categoría de anécdota, de rareza que hay que ver por lo que de grotesca tenga. Esa especie de mezcla entre mujer barbuda, niño de tres cabezas y sacamantecas que fue el separatismo no atrae siquiera una piadosa miradita al interior de la sala. Era un espectáculo de barraca de feria ajado, con el público de siempre que, además, se traía el feriante de casa. Quizás habría surtido algún efecto que la señora Borrás, vestida de amarillo con sus trajes totalmente imposibles, se hubiera colocado en la puerta del salón con un canotier en la mano y una estelada en la otra pregonando "¡Pasen y vean!¡El presidente revolucionario!¡La república que viene!¡El casco amarillo!". O, acaso, decir que era una boda y había barra libre. José Luís de Villalonga confesaba que, siendo joven y estando en París sin un mísero franco, se presentaba de traje y con su magnífico porte en todas las bodas que se anunciaban en Le Figaro, pasando por invitado del novio o de la novia, sin conocerlos de nada. Se hartó de langosta. Eso ya lo hace Puigdemont en Bélgica, si a eso vamos.
Habría que acudir, siquiera por caridad cristiana, a esos actos y comer a dos carrillos lo que sirvan, que al fin y a la postre lo pagamos todos. Ahí se vería una cosa divertida: en lugar de preguntarte si eres de Esquerra o de Puigdemont, la pregunta sería si vienes por el novio o la novia. Todo sea por el canapé.