Podremos intentar hacernos los modernos, los sofisticados y los intelectuales pero a éste país le gusta más un serial que a Sánchez un aplauso. Venimos de una larga tradición radiofónica con autores del fuste de todo un Guillermo Sautier Casaseca o Corín Tellado en el de los bolsilibros. La cosa pareció diluirse con la Transición, pero llegaron los culebrones sudamericanos y la fe, que aunque dormida siempre existe, volvió a arrasar con "Los ricos también lloran" o "Cristal". Yo soy de los que opinan que hay programas que nunca se consideraron dentro del género, pero ya me dirán que era "El Fugitivo" o "Bonanza" sino culebrones disfrazados debajo de las cobijas del policíaco o el western.
De un tiempo a esta parte han irrumpido en nuestras teles los seriales de procedencia turca. Tras cuatro años de seriales tremebundos hechos en el país de Erdogan el globo no parece deshincharse. El de los seriales, digo, no el de Erdogan. Este hecho, que a muchos podría parecerle chocante, no tiene nada de peculiar. Que "Secretos de familia", "Hermanos", "Pecado original" o "La venganza de Iffet" por citar unos pocos ejemplos tengan buenos resultados de audiencia es lógico. De entrada, la mayoría giran alrededor del amor. Y esa eterna historia del chico conoce chica, chico y chica se enamoran, chico y chica se dejan por culpa de un malentendido, chico y chica se reconcilian y, finalmente, chico y chica son felices funciona desde la noche los tiempos. Incluso la Biblia comienza con una historia de pareja que acaba mal a la que un tercero en forma de ofidio se pone a malmeter.
El personal lo que quiere es espatarrarse en el sofá, poner la tele y que le entretengan sin tener que comerse el tarro
Algunos los critican porque dicen que las tramas son simplonas, los personajes no tienen profundidad psicológica o la ideología que muestran es machista. Pero gustan más que esas series alambicadas en las que acabas por no saber quién es el malo, quien es la chica, quien el chico y quien el muerto. La gente bastante tiene con la vida real como para pedirle elucubraciones algebraicas sobre las unidades aristotélicas en materia argumental. El personal lo que quiere es espatarrarse en el sofá, poner la tele y que le entretengan sin tener que comerse el tarro. Lo decía no hace mucho el gran Bill Maher en su programa: “Cuando voy al cine lo que quiero es que me distraigan y no esos rollos pseudo filosóficos 2 que son un tostón”. Todo eso pero en inglés, claro. Y conste que Maher es de izquierdas, partidario de la legalización de la marihuana y anti Trump furibundo. Pero quiere lo que todos, que el bueno gane al malo, que la pareja acabe cogidita de la mano, que el asesino sea detenido o que el misterio se resuelva. Quizá por eso la serie Poirot – qué espléndida caracterización del pequeño detective belga hace David Suchet – se repone una y otra vez en el canal Paramount. Si hicieran lo propio con el Sherlock Holmes de Jeremy Brett, canónico en adaptación e interpretación, sucedería lo mismo.
Déjense de pijadas. El telespectador, y más ahora que uno puede elegir a la carta qué ver y cuándo, quiere productos de entretenimiento, y hay una gran demanda de ellos porque entretener, y que me perdonen los críticos sesudos, es lo más difícil que existe. Si no lo creen, sigan el consejo de Baroja e intenten explicarles un cuento a sus hijos inventado por ustedes cada noche. Una de dos, o los menudos se aburrirán o ustedes comprobarán que ya lo inventó antes alguien. Para acabar, les diré que abomino de esos argumentos estúpidos, bienquedistas, sin sustancia, sin ritmo, sin nada que no sea el onanismo de los que hablan mucho de audiovisual y saben poquísimo acerca de gestar productos interesantes. A mí que me den un buen misterio de habitación cerrada o un lacrimógeno amor imposible. Eso sí que es difícil de escribir y no las neuras de un oficinista del catastro de Ámsterdam que por las noches se disfraza de Oso Yogui para asustar semáforos. Aunque, bien pensado, igual me lo compran en Netflix…