Cada vez que veo a mi abuelo materno, enfermo de Alzhéimer desde hace más de diez años, le digo lo mismo a mis padres: "Por favor, yo no quiero llegar a eso; a mí dadme una pastilla o algo, matadme, no quiero vivir así".
Él era un hombre de carácter, chapado a la antigua, trabajador, ambicioso y muy tajante con sus ideales. Era un señor de rutinas. Se quedó huérfano de padre por la Guerra Civil cuando era un niño. Eso le dio coraje por salir adelante. Ya casado, abrió su propia empresa en un pueblo de Toledo, que desde hace años lleva un tío mío, e hizo todo lo posible por ganar dinero y poder pagar los estudios universitarios a sus cinco hijos en Madrid. Consiguió eso y mucho más, con éxito, hasta que la enfermedad se cruzó en su camino. Ya no queda nada de aquel hombre, ni siquiera él sabe quién es. Es un muerto viviente. Sigue con nosotros, aquí, pero en realidad hace tiempo que se fue.
Es duro escribir estas líneas, pero más duro es ver cómo una vida se va apagando y darte cuenta de que hace años que no queda nada. Ya no puede comer solo, no puede ir al baño, no puede andar, no puede hablar, y tiene que tomar una decena de pastillas diarias para seguir sobreviviendo. Le llevan de un lado a otro en silla de ruedas. A veces grita por las noches. Su mirada, perdida, refleja un profundo dolor que se te queda clavada. Mi abuela, su mujer, se está apagando con él. Vivir, sí, pero ¿en qué condiciones? Estoy segura de que si mi abuelo pudiera hablar o tener uso de razón, no querría seguir así ni un minuto más de su vida.
Que el Congreso haya dado luz verde a la tramitación de la proposición de la ley de eutanasia, despenalizándola y reconociéndola como un nuevo derecho individual, me parece una fantástica noticia. Hay que regularlo, y no ayudar a morir a quien realmente no quiere hacerlo por estar pasando por una mala situación, pero se debe ayudar a dejar de vivir a quien lo desee de verdad o a quien, directamente, no pueda seguir viviendo en sus condiciones.
Sí a la eutanasia
Pienso en la muerte desde que era bien pequeña. Mi abuela paterna, tras morir su marido, mi otro abuelo, estuvo años diciendo, todos los días, que quería morirse. Literalmente. Yo tenía diez años. Ella se fue apagando cuando se quedó viuda. Ya no podía valerse por sí misma y no quería tener a una interna en su casa que la ayudara. Tenía tres hijos (mi padre y mis dos tíos), así que fue rotando una semana en cada casa. Siete días viviendo en el hogar de uno de ellos. Llegó un momento en el que ya apenas podía andar. No quería comer. Su mirada era de tristeza absoluta. Comenzaba a dolerle todo. "Yo ya no quiero vivir, quiero morirme. Ya no pinto nada en ese mundo", me decía.
Yo no sabía qué contestarla. "Que sí, abuela, ¡cómo no vas a pintar nada! Que estás con nosotros la mar de bien". Pero lo cierto es que ni ella ni yo nos lo creíamos. Ver cómo alguien a quien quieres se va muriendo en vida porque no quiere seguir viviendo es horrible. El día que falleció, ocho años después que su marido, sentí una pena terrible, pero me alegré mucho en el fondo por ella: por fin podía descansar, que era lo que realmente deseaba desde hace años.
El mundo es maravilloso, y la vida también, hasta que deja de serlo. Obligar a alguien a permanecer en él por el mero hecho de que la vida no es de nadie, es un error. Ayudar a las personas que, plenamente conscientes o por una enfermedad grave, no quieren seguir malviviendo, es un avance. Vivir sí, siempre, pero en condiciones dignas y siempre que la persona realmente lo desee.