España no debería resignarse al estruendo de los mamporros que los dos brutos se propinan, sin contemplaciones, en el famoso cuadro de Goya. No puede ser que otra vez, en un momento crucial de nuestra historia, el vuelo gallináceo del egoísmo partidista se imponga a la elegancia del ánsar en lo más alto del firmamento, allí donde los contrastes a ras de suelo se convierten en leve gradación de grises. Resulta impropio de una democracia que ya dura más de cuarenta años esta obsesión por las próximas elecciones, despreciando la atención hacia las próximas generaciones. Es decepcionante que hayamos olvidado, demasiado rápido, la gran enseñanza de la Transición: esa confianza en el adversario que permitió conjurar la tempestad presente para ganar el futuro. Sentido de Estado, en fin.
La quiebra del bipartidismo ha tornado la política española en un sudoku ingobernable. Parece una maldición cuando, en realidad, debería ser una oportunidad, porque ahora la diversidad de siglas y pareceres habría de servir para “ascender a rango político de normal lo que en la calle es, simplemente, normal”, que diría Suárez. El Parlamento ha ganado matices, no los despreciemos, aprovechémoslos para superar la gran rémora que impide el progreso de la política española. Esa rémora, ese ancla que nos aferra al pasado de las identidades caducas y las pasiones por el terruño, es el nacionalismo, que en su versión catalana o vasca ha chantajeado desde sus inicios a una democracia que nunca lo combatió porque lo necesitaba. Las llaves de la Moncloa pendían tantas veces del llavero nacionalista que PSOE y PP se veían obligados a pactar con quienes no creían en el sistema para poder gobernarlo, poniendo así en solfa intocables principios democráticos como la libertad del individuo y la igualdad ante la ley.
La quiebra del bipartidismo ha tornado la política española en un sudoku ingobernable. Parece una maldición cuando, en realidad, debería ser una oportunidad
Ha llegado el momento de superar tal contradicción, pasando página, por fin, de una historia injustamente protagonizada por quienes buscan privilegios a la sombra de una bandera, de una nación, de una invención. Por eso el centro-derecha debería abstenerse en la investidura de Pedro Sánchez como presidente del gobierno, para impedir que los nacionalistas condicionaran, una vez más, la política española. Y así empezaríamos a librarnos de la rémora, levando anclas del lodazal.
PP, Ciudadanos y Vox, si fueran coherentes con esa defensa de España que tanto cacarean, aprovecharían la insaciable ambición de Sánchez por ocupar el poder para ofrecerle una estabilidad gubernamental de cuatro años a cambio de respetar, sin titubeos, al menos tres puntos fundamentales: primero, no habrá indulto para los golpistas que el Supremo probablemente condenará; segundo, Navarra tendrá un gobierno constitucionalista, deteniendo así la conquista del “espacio vital” con el que sueña el nacionalismo vasco; y tercero, se desarrollará una política económica responsable, acorde con los criterios de la Unión Europea, para mantener el Estado del Bienestar sin que el derroche en lo superfluo haga peligrar el disfrute de lo necesario. En definitiva: frenar al nacionalismo y estabilizar la economía. Los dos grandes retos que el actual momento histórico nos plantea.
Ha llegado la hora, sí, de la nueva política, ésa que sólo es posible cuando las viejas pasiones nacionalistas, que tantas muertes cosecharon en los dos últimos siglos, vuelvan al lugar de donde nunca deberían haber salido: los libros de Historia. Este presente globalizado, digitalizado, hiper-comunicado, exige superar tanto los artificios identitarios como la yerma (y también caduca) dialéctica izquierda-derecha. Porque esa nueva política no es cuestión de siglas inesperadas, de nombres desconocidos o de rompedoras estéticas, tan histriónicas como vacías; es cuestión de actitudes, de valores que superen el cortoplacismo para volar más y más alto, sorprendiendo, incluso, a la propia ley de la gravedad.