Vox falla donde lo hacen todos los populismos: en el proyecto general. Es lo que tiene este tipo de fórmulas. Hacen un diagnóstico certero y emocional sobre los males del sistema, y tiene éxito entre la gente indignada a la que le falta un portavoz. Pero, a continuación, el proyecto flojea porque mezcla buenas propuestas con maximalismos ideológicos y medidas que no tienen encaje legal o institucional. De esta manera, el populismo enmascara barbaridades con una crítica justa y pequeñas medidas razonables. Eso ha sido Podemos, y esto está siendo Vox.
Las 19 propuestas voxistas contenían un espíritu de derecha rebelde, esa música que agrada a los oídos del derechismo, pero la letra atendía a la épica, esa forma de hacer política que se regodea en lo irreal. Un ejemplo era la devolución de competencias autonómicas en Sanidad y Educación propuesta por Vox. El motivo podía ser aceptable -mejorar la eficacia y evitar abusos-, pero la ocurrencia se escapaba del ámbito andaluz porque suponía un cambio constitucional con muchas negociaciones y pasos.
Es cierto que las leyes del feminismo radical originan injusticia, tienen difícil encaje en un sistema garantista de igualdad ante la ley y de presunción de inocencia, y generan una ruptura social
Otro tanto ocurría con la derogación de la Ley andaluza contra la Violencia de Género. Es cierto que las leyes del feminismo radical originan injusticia, tienen difícil encaje en un sistema garantista de igualdad ante la ley y de presunción de inocencia, y generan una ruptura social. No hay más que ver el lenguaje, la reacción y el proyecto de las feministas radicales, y cómo ha provocado algo similar al independentismo catalán: quiebras familiares o de amistades. Tan cierto como que las millonarias subvenciones se han convertido en un negocio, y que solo una mínima parte llega a las mujeres maltratadas. Pero no pedían una reforma, sino su derogación, lo que saben que resultaba imposible.
El caso es que los de Santiago Abascal tomaron la negociación como un gran escaparate electoral para seguir siendo protagonistas, encontrar su hueco a nivel nacional, montar el teatro, y luego votar a Moreno Bonilla. Piensan que este rol granjea automáticamente votos porque pone contra la pared a la “derechita cobarde” y al “cosmopaleto” de Rivera. Se equivocan.
Parece mentira, pero Vox ha comprendido tarde, o a golpe de realismo, el espíritu de la derecha española. La izquierda populista quiere echar a la derecha, por supuesto, pero es capaz de inmolarse en aras al mantenimiento prístino del dogma. Eso le pasó a Pablo Iglesias en 2016, cuando se negó a la abstención en la investidura del gobierno Sánchez-Rivera -sí, PSOE y Cs-, y permitió con ello que siguiera Rajoy. En la decisión del líder podemita hubo cálculo estratégico -el sorpasso al partido socialista- guiado por un dogma irrenunciable.
La derecha española, decía, es otra cosa. Su prioridad es echar a la izquierda del Gobierno, cómo no, y si para ello tiene que pactar con otros grupos derechistas, lo hace, como en Andalucía. No hay dogmas, ni religión civil a la que someterse, o, si se quiere, la ideología es más líquida.
El votante de derechas es más silencioso y moderado que el de izquierdas, y la actitud conciliadora la asume mejor
El votante de derechas es más silencioso y moderado que el de izquierdas, y la actitud conciliadora la asume mejor. Es probable que la invasión socialdemócrata y el relativismo de estas últimas décadas, y en especial del marianismo, hayan ablandado el derechismo en España, pero es así. De hecho, los votantes y seguidores del PP no tienen problemas en que se pacte a izquierda y derecha, con Cs y Vox, pero los de Rivera tienen que demostrar que desprecian a los de Abascal y viceversa.
El dogmatismo y la cerrazón de Vox, aunque fueran aparentes porque al final estaba acordado todo, están sirviendo para generar simpatías hacia el PP. El elector de derechas quiere que se termine el régimen socialista en Andalucía, y, a partir de ahí, miel sobre hojuelas, acordar reformas, cambios y regeneración. La dureza de Vox ante el pacto del PP y Cs ha interrumpido la alegría de esa derecha, y eso se paga.
Los voxistas creen que sus ademanes y propuestas andaluzas, que no son tales porque aluden al ámbito nacional, van a ser rentables para su popularidad en otras regiones. Pero eso debían haberlo hecho luego, después de la investidura de Moreno Bonilla, en el día a día de la tarea parlamentaria, donde el discurrir de la vida política tiene otro ritmo. Se la han jugado a causar impacto inmediato, y deberían haber esperado a las fricciones y contradicciones que allí surjan entre PP y Cs, o a los acuerdos de estos últimos con el PSOE andaluz.
La triada voxista tiene éxito, no solo porque denuncia incongruencias y problemas, sino porque altera a sus adversarios, lo que provoca la propaganda inversa; es decir, la que hace el enemigo al convertirte en protagonista. Esa triada que comprende la crítica al feminismo radical, el autonomismo desbocado y a la inmigración ilegal ataca el corazón de la dictadura de lo políticamente correcto, y eso tiene su público. No obstante, una vez pasada la euforia del desahogo, si eso no se traduce en una propuesta realista de gobernabilidad todo en Vox quedará en ruido. Quizá por esta razón los estrategas voxistas corrigieron sobre la marcha el tono del citado documento -solo eran propuestas, dijeron-, mientras negociaban a toda prisa con el PP. Bien, pero mal, que decía el sensei japonés.