Sociedad

La Pantoja y la cárcel, el final de 'El Príncipe' y la Eurovisión más friki

El drama es tremebundo por la posibilidad de que la tonadillera acabe en prisión. La serie de Telecinco se despide con récord de audiencia. Este sábado se celebra un festival convertido en memez donde España aspira a no volver a repetir su ridículo... 

Drama nacional. Isabel Pantoja está a punto de ser enchironada. La cantante está en el punto de vista del fiscal del Tribunal Supremo. Y todo hace indicar que finalmente dará con su cuerpo entre rejas. Es ya evidente que todos los mitos televisivos acaban por ser derrumbados. Uno, en estos momentos, podría meter el dedo en la llaga salvajemente recordando aquellos días de vino y rosas en que la tonadillera se paseaba por la corrupta Marbella como una Reina de Saba comprada en los chinos, siempre al lado de su amante, ese hombre nacido para reinar, Julián Muñoz, alcalde inolvidable que hoy pena sus mangoneos. Ahora, la madre de Paquirrín –nunca le agradeceremos lo suficiente haber engendrado a este tipo- está bebiendo la leche agriada que siempre terminan por probar los amigos de lo ajeno. Pero no hay que cebarse con la tonadillera. Bastante tiene con lo suyo.

El drama de este crepúsculo de una diosa no es estrictamente que una persona vaya a la cárcel con tanto retraso por el mero hecho de ser conocida. Ni siquiera lo más dramático es que los fanáticos de la televisión vayan a quedarse sin tantos momentos geniales como los que ha ofrecido esta individua. Tampoco lo peor es que su abogado arguya que el amor nubló su visión de la realidad. Lo dramático, lo inaguantable, lo asqueroso, y perdonen el tono justiciero, es que el futuro de esta mujer nos preocupe un ápice. Más, si cabe, en período electoral.

Putrefacto país...

En las últimas horas en las cafeterías patrias se discute y se habla más sobre la hipotética entrada en prisión de la Pantoja que sobre el fraude de los ERE en Andalucía, el escándalo de los cursos de formación en la misma comunidad, los casos Gürtel y Bárcenas, el fichaje de Rodrigo Rato por determinadas compañías, la presencia de José Blanco en unas listas electorales, el origen del ático de Ignacio González, las corruptelas de Urdangarín y la Infanta, los misteriosos viajes del Rey a tierras árabes, el robo de dinero público en las obras del AVE Madrid-Barcelona, etcétera, etcétera y etcétera. En nuestro país ha perdido sentido aquella máxima latina de que la corrupción de los mejores es la peor (Corruptio optimi pessima) simplemente porque la sensación es que todo está corrompido. O sea, la mierda nos satura. 

Como vivimos en una realidad tan putrefacta, tan chabacana, tan repugnante, tan española, nos queda refugiarnos en la ficción televisiva. Y esta semana ha sucedido algo muy interesante pero al tiempo triste: el final de la primera temporada de El Príncipe, serie que ha encandilado a la audiencia desde su inicio por su correcta factura, su temática y su buen elenco de intérpretes. Nada más estrenarse, ya destacamos aquí que la serie tenía lo necesario para triunfar. Y así ha sido. Con sus errores, que también los tiene, esta ficción emitida en Telecinco ha pasado ya al imaginario colectivo, de forma que la gente en la calle sabe quiénes son Faruq o Fátima. Algo bueno habrán hecho Coronado y compañía cuando en su último capítulo la serie batió récord de audiencia al concitar frente a la pantalla a 6,2 millones de espectadores (33% del share). La gran pregunta es por qué los mandamases de las televisiones no apuestan todavía más por este tipo de productos.

 

Y sí, señores, para terminar hablamos un poco de Eurovisión, ese festival que otrora era un concurso de cantantes. Ahora es una memez friki, idolatrada por un grupo menguante de españoles, felizmente obviada por la mayoría y presentada como una suerte de vanguardia de este absurdo y maravilloso universo televisivo. En las últimas horas se ha sabido que Conchita Wurst, alias La mujer barbuda, ahí es nada, está entre los favoritos a hacerse con la victoria. Frente a ella, la española Ruth Lorenzo aspira a ganar con Dancing in the rain. Bastaría con que no haga el ridículo tanto como sus predecesores. Un servidor ya ha ofrecido aquí cinco poderosas razones (podrían ser muchas más) para no tragarse el certamen, pero el masoquismo frente al televisor es una enfermedad muy extendida e incurable y ofrece alegrías de vez en cuando. Además, para qué negarlo, un poco de risa tampoco viene mal ante tanto drama. 

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