El semanario The Economist es una de las publicaciones más relevantes a escala planetaria en el ámbito económico-político. En su edición del 4-10 de abril de este año publicó un editorial titulado Un cálculo lúgubre: las descarnadas opciones entre vida, muerte y la economía. En dicho editorial, y en un extenso artículo incluido en páginas posteriores, el semanario planteaba que la variable principal que explica las diferentes reacciones de distintos países a la pandemia del coronavirus es el precio implícito que dichos países asignan a la vida humana. Diferentes precios llevan a diferentes estrategias de confinamiento y de desconfinamiento. También a diferentes tasas de mortalidad y de caída de la economía.
El precio de la vida humana es un tema que es muy difícil debatir con serenidad y desapasionamiento. Lo he comprobado personalmente en las redes sociales: ¡qué vergüenza ajena da leer a gente que sólo sabe usar la cabeza para embestir! Pero es muy importante no arrinconar esta cuestión para no hacer como las avestruces que –como dijo una vez Gorgeous George Carman, QC en un célebre juicio- “entierran sus cabezas en la arena dejando expuestas sus partes pensantes”.
En este artículo me propongo contribuir a un debate sosegado sobre el espinoso tema del precio de la vida humana en la gestión de la pandemia del coronavirus. Para que este debate sea posible es importante ser muy cuidadoso con las palabras y el lenguaje que se utiliza. Si no se hace así, el debate no hace sino generar más confusión y acaba siendo completamente inútil y contraproducente.
Sólo el necio confunde valor con precio
El refranero español no puede ser más contundente: “Sólo el necio confunde valor con precio”. Esta idea puede rastrearse en España hasta Antonio Machado y Quevedo y, fuera de España, hasta Adam Smith y otros. El principal problema que tiene utilizar la palabra “valor” al hablar de la vida humana es su inconcreción: lleva necesariamente, como veremos, a unas matemáticas correctas pero paradójicas y a una gramática incorrecta y tramposa. Por el contrario, la palabra “precio” es muy concreta. Debe haber baremos de precios de la vida humana en la Sinaloa mexicana o la Costa del Sol española… incluso cabe imaginar que dichos baremos podrían contemplar descuentos por familia numerosa… Al hablar de precio sabemos de qué estamos hablando, tanto en la Bolsa como en la vida. Al hablar de valor no sabemos de qué hablamos, ni en la Bolsa ni en la vida.
He encontrado que en los debates en las redes sociales hay mucha gente que dice que el valor de cada vida humana es “infinito”. Eso tiene varios problemas, matemáticos y gramaticales. Empiezo por los primeros. Cuando yo cursé el bachillerato, hace ya muchísimos años, veíamos en Matemáticas de 5º curso una introducción elemental al álgebra de los números infinitos. Si VVH (por Valor Vida Humana) es un número infinito, 2xVVH también es un número infinito que tiene exactamente la misma dimensión que VVH. Si multiplicamos VVH por el número de habitantes del planeta obtenemos un número (7.700 millones)xVVH que también es infinito y que también tiene exactamente la misma dimensión que VVH. Un número infinito multiplicado por un número finito siempre vuelve a dar el mismo número infinito. ¡Houston, tenemos un problema! En términos de valor destruido, puestos a matar a alguien, da lo mismo matar a una persona, que matar a dos o que matar a 7.700 millones. Siempre, en todos los casos, el valor que se destruye es VVH. Esto puede no ser muy intuitivo, pero es matemáticamente correcto y, en mi época, el que no lo sabía no superaba 5º curso de bachillerato (rama de ciencias). El infinito es como la nitroglicerina: hay que manipularlo con muchísimo cuidado y sólo debe hacerlo personal experto. Hay que evitar las palabras “valor” e “infinito” en cualquier discusión constructiva de la gestión de la actual pandemia.
¿Hay una explicación para gente de Letras de lo expuesto en el párrafo anterior? Haberla sí la hay, pero no a nivel de bachillerato, ni del de ahora ni, mucho menos, del de antes. Voy a intentarlo, pese a ser yo de Ciencias. La idea básica es que la indefinición descrita en el párrafo anterior en términos matemáticos tiene una descripción equivalente en términos gramaticales. Construyo el argumento simplificando muchísimo, hasta la caricatura incluso, algunas ideas propuestas por Juan Luis Arsuaga y por Ludwig Wittgenstein.
El día que Eva empezó a hablar fue el primer día de la Humanidad. El homo sapiens, morfológica y genéticamente, existía desde 200.000 años antes. Tenía el cerebro y la laringe adecuados, pero no hablaba
Según el paleontólogo español, un buen día de hace unos 75.000 años, un individuo de la especie Sapiens, un solo individuo al que podemos llamar Eva, rompió a hablar. Fue un acontecimiento súbito, un clic, un salto cuántico neural: el día anterior no hablaba y desde entonces no ha parado de hacerlo. Y ¿con quién hablaba Eva? Obviamente con sus hijos, que aprendieron a hablar del mismo modo que lo hacen los niños de hoy en día: escuchando a su madre. El día que Eva empezó a hablar fue el primer día de la Humanidad. El homo sapiens, morfológica y genéticamente, existía desde 200.000 años antes. Tenía el cerebro y la laringe adecuados, pero no hablaba. El clic de Eva dio paso a un lenguaje simbólico y a la autoconsciencia, que es inseparable del lenguaje. El lenguaje humano contiene una representación abstracta de la realidad que permite al individuo ponerse virtualmente en el lugar de otros, contemplarse a sí mismo desde el exterior y pensar estratégicamente. Una tremenda ventaja evolutiva. Los neandertales, algunos de cuyos genes tenemos todos los humanos, nunca hablaron de esta manera. Y se extinguieron.
No culpen a Arsuaga por el contenido de este párrafo, que es una martingala de mi cosecha. Se me antoja que el relato del Génesis no va del todo desencaminado. Sí, hubo alguien que le puso nombres a las cosas hace unos 75.000 años. Hubo un clic, la Humanidad comenzó entonces. Pero hay una confusión de género. Los nombres no los puso Adán, que nunca habló y que estaba demasiado ocupado cazando entre gritos y gruñidos, sino Eva, que recolectaba frutos y cuidaba de sus hijos. El lenguaje se desarrolló en un entorno tribal de familia extendida con alto grado de consanguineidad y supuso una ventaja competitiva tan grande que todos los que estaban fuera, los que no descendían de Eva, acabaron desapareciendo.
El lenguaje humano no puede decir nada sobre el infinito, ni sobre la muerte, más allá de afirmar que la muerte es el final de la vida
El lenguaje humano es algo maravilloso, pero tiene serias limitaciones. No se puede decir cualquier cosa. Esto lo puso de manifiesto el austríaco Ludwig Wittgenstein, que fue uno de los filósofos más relevantes del siglo pasado. En 1921 publicó un trabajo –el Tractatus logico-philosophicus- que comienza y termina con la misma frase: “Todo lo que se puede decir, se puede decir con claridad, y sobre lo que no se puede decir es mejor guardar silencio”. Para Wittgenstein no se puede decir “el valor de la vida humana es infinito” porque la frase no es clara. Tampoco se puede decir “el valor de la vida humana es amarillo” porque la frase tampoco es clara. Una y otra frase tienen similares faltas de claridad. El lenguaje humano, por ejemplo, no puede decir nada sobre el infinito, ni sobre la muerte, más allá de afirmar que la muerte es el final de la vida. Hay que desconfiar de las expresiones que traspasan el horizonte de la claridad. Si se trata de decir cosas con claridad y significado inequívoco, el lenguaje humano es algo extraordinariamente limitado. No tiene la suficiente gramática para decir cualquier cosa con claridad.
Cuándo desconfinar una pandemia
Se atribuye a Stalin la siguiente frase: “Un muerto es una tragedia, un millón de muertos es una estadística”. Podría ser suya, desde luego. En cualquier caso, para conseguir toda la claridad posible en el sentido de Wittgenstein, en esta última sección del artículo voy a evitar cuidadosamente todas las tragedias para hablar solamente de estadísticas. Vuelvo a la problemática planteada por The Economist.
La pandemia ha supuesto retos formidables para los gobernantes de todos los países del mundo. La medida casi universalmente adoptada para combatir el coronavirus ha sido el confinamiento de la población, en diversos grados, a la espera de que surjan vacunas para prevenir los contagios o medicamentos para remediarlos. El confinamiento ha funcionado en la mayoría de los países reduciendo la mortalidad, pero a un coste muy elevado en todos ellos en términos de caída del Producto Interior Bruto (PIB), que es una estadística. Estas caídas del PIB, que se predicen utilizando modelos econométricos coyunturales, conllevan grandes pérdidas de empleo y de rentas y mucha destrucción del tejido empresarial. Y se pierde también mucho capital humano cerrando guarderías, escuelas y universidades. Empobrecen las generaciones presentes y también las futuras.
Epidemiólogos y científicos sociales están constantemente haciendo predicciones sobre la mortalidad de la pandemia con un horizonte temporal de días, semanas o, incluso, meses. Para ello utilizan modelos cuantitativos de series temporales que extrapolan las tendencias que muestran los últimos datos disponibles comparadas con los de los datos anteriores. Estas predicciones son, también, estadísticas. Consideremos el siguiente cociente entre las dos estadísticas mencionadas que, repito, se obtienen utilizando modelos bastante independientes entre sí.
Una caída prevista determinada del PIB en el numerador es políticamente más asumible para un Gobierno si en el denominador tiene una previsión de 200.000 muertos que si la tiene de 200. En el primer caso estaría justificado hacer un confinamiento aún más estricto, aunque el PIB cayese más, para rebajar el número de muertos en el denominador. Si los muertos previstos son 200 parece razonable adoptar la política contraria haciendo el confinamiento menos estricto para intentar reducir la caída del PIB y, con ella, el empobrecimiento de los supervivientes y de las generaciones futuras.
Introduzcamos ahora, para ir terminando, el precio de la vida humana (PVH). El producto PVH x (predicción nº de muertos) puede interpretarse como la pérdida económica que ocasionan las muertes provocadas por la pandemia (menos fuerza de trabajo, menos demanda, por ejemplo). Si esta pérdida es superior a la caída prevista del PIB hay que endurecer el confinamiento, y si es inferior hay que relajarlo. El punto de equilibrio o de tránsito entre un régimen de confinamiento a otro viene dado por la igualdad
Esta igualdad es importante porque en los tránsitos entre regímenes –porque sólo entonces se sostiene la igualdad- permite poner números a PVH si se conocen las predicciones de caída del PIB y del número de muertos. ¿Qué ha pasado en España? Si suponemos que el PIB caerá un 10% y que morirán por el coronavirus 30.000 personas, el precio implícito de la vida humana, PVH, cuando comenzó el desconfinamiento sería de 4 millones de € por individuo. Mayores caídas del PIB subirían ese precio y caídas menores lo bajarían. ¿Es eso poco o es mucho? Pues cada uno tendrá sus opiniones, pero a mí me parece que la preferencia revelada por las decisiones del Gobierno español va más en favor de evitar el mayor número de muertes posible que en evitar el batacazo que se está dando la economía. Yo lo comprendo, no sé si lo comprenderán mis hijos.
Insisto otra vez que, en los mencionados tránsitos de régimen de confinamiento, PVH es el cociente de dos estadísticas y que, por tanto, también es una estadística (gracias, padrecito). No hay tragedia ni juicios de valor a priori en su cálculo. Por supuesto que, a priori, nadie sabe cuál es el precio de la vida humana y si alguien cree saberlo, sobre todo si es un político, se guardará muy mucho de anunciarlo. Pero eso no quiere decir, ni mucho menos, que la igualdad de más arriba sea inútil. Por ejemplo, los países que tienen un número de muertos alto y desconfinan muy deprisa necesariamente tienen que tener un PVH implícito más bajo que los países que tienen menos muertos y desconfinan más despacio. Esto es así en países pobres, en donde es muy difícil controlar un confinamiento estricto, pero también lo es en algunos países ricos en los que agendas electorales o simple confusión de ideas interfieren en un proceso que debería ser evaluado con mayor ecuanimidad.