Boris Johnson llegó al poder con una precaria minoría heredada de Theresa May y desde entonces sólo buscaba una cosa: unas elecciones plebiscitarias a las que presentarse con posibilidades de lograr una mayoría cómoda y aplastar al Brexit Party. En ese sentido, lo ha conseguido: la polarización política es un hecho y, a menos de una semana para las elecciones, la batalla se decide entre tories y laboristas, que absorben un 75% de la intención de voto. El Brexit Party se ha hundido al 3,5% (llegó a tener más de un 20%), los Liberal Demócratas no llegan al 14% y los verdes, nacionalistas escoceses y otros se reparten el 8% restante.
Dominic Cummings, que legalmente ha tenido que abandonar su puesto de asesor en Downing Street como consecuencia de la convocatoria de elecciones, está contento, pero preocupado. Contento, porque Corbyn sigue siendo el contrincante ideal y con cualquier otro la cosa habría estado mucho más difícil: ha asustado a muchos votantes de centro con un atrevido programa electoral que supone un incremento de gasto de casi cien mil millones de euros y la nacionalización de varios servicios públicos, al tiempo que no ha conseguido disipar las dudas ni sobre su defensa de Europa (siempre fue un brexiter, y siempre lo será) ni sobre su supuesto antisemitismo.
El apoyo de Donald Trump
Pero tiene motivos para estar preocupado. Al menos, tres. En primer lugar, porque pocas elecciones en la historia del Reino Unido presentan tanta volatilidad en intención de voto, de manera que cualquier ventaja puede alterarse en pocos días. En segundo lugar, porque Corbyn, empeñado en desligar la campaña del debate sobre el Brexit –como si estuviéramos hablando de minucias, y no de la decisión política más importante del Reino Unido de los últimos 40 años– ha conseguido al menos sembrar la duda sobre las posibles intenciones del gobierno de Johnson de facilitar la entrada del sector privado estadounidense en la gestión del sistema nacional de salud, el NHS (no hay demasiadas pruebas de que esto vaya a ser así, pero ya sabemos que la percepción importa más que la propia realidad).
Y, en tercer lugar, porque Johnson ha recibido el aval del peor avalista posible: Donald Trump, quien, en una visita oficial al Reino Unido que no puede ser más inoportuna para los intereses del líder conservador, ha dicho –con su proverbial diplomacia– que “no quiere interferir” en las elecciones británicas, pero que quiere que gane Johnson; y ha añadido, displicente, que no quiere el NHS “ni en bandeja de plata”. Lo suficiente para que todo el mundo piense que se lo quiere quedar, porque, ya saben, nunca hay que creerse ningún rumor hasta que no es oficialmente desmentido.
En todo caso, Johnson parte aún como claro favorito para las elecciones del día 12. Lo malo es que, gane quien gane, la incertidumbre económica seguirá acechando al Reino Unido. Si Corbyn remonta en el último momento y consigue formar gobierno, porque asumirá un programa ingente de gasto en medio de varios referéndums: el segundo del Brexit (de resultado incierto), y el segundo sobre la independencia de Escocia (dependiente del primero). Y, si gana Boris Johnson y consigue mayoría suficiente, porque la aprobación del actual Acuerdo de Salida garantiza el Brexit, pero no evita necesariamente el caos económico.
La ausencia de Acuerdo Definitivo al final del período transitorio supondría una salida abrupta, un no-deal en toda regla que, en este caso, afectaría sólo a Gran Bretaña
Porque el Brexit, recordemos, se compone de dos elementos: el Acuerdo de Salida y el Acuerdo de Relación Definitiva. El Acuerdo de Salida, de aprobarse en la versión actual negociada por Johnson, supone tres cosas: primero, que el 1 de febrero de 2020 el Reino Unido dejará formalmente de ser Estado miembro de la UE (ya no habrá arrepentimiento posible: si el Reino Unido cambia de opinión, ya sólo podrá solicitar de nuevo la adhesión, siguiendo el procedimiento habitual); segundo, que, pase lo que pase, no habrá frontera física en Irlanda, ya que Irlanda del Norte permanecerá en un régimen cuasieuropeo sin fricciones comerciales con la república irlandesa; y, tercero, que se iniciará un período transitorio hasta el 31 de diciembre de 2020 durante el cual el Reino Unido, fuera de la UE pero manteniendo todos sus derechos y obligaciones no políticas, deberá negociar un Acuerdo de Relación Definitiva con la UE. El problema es que 11 meses para negociar un acuerdo comercial es tarea imposible, según todo los estándares, pero Johnson ya ha asegurado –y probablemente prometido a la rama radical de su partido– que en ningún caso solicitará una extensión.
La incertidumbre, en este caso, se deriva de las características del Acuerdo de Salida de Johnson. Con el acuerdo de May, la conclusión del período transitorio sin un Acuerdo Definitivo se traducía en una unión aduanera aplicable a todo el Reino Unido. Con el Acuerdo de Johnson, la ausencia de Acuerdo Definitivo al final del período transitorio supondría una salida abrupta, un no-deal en toda regla que, en este caso, afectaría sólo a Gran Bretaña (ya que Irlanda del Norte quedaría bajo el paraguas europeo del Acuerdo de Salida).
Productividad e inversión
Es muy probable que Boris Johnson esté dispuesto a extender el período transitorio, aunque no lo reconozca. Después de todo, ni está “muerto en una zanja”, ni ha evitado controles en el mar de Irlanda. Total, una mentira más, ¿qué importa? Pero al negarlo mantiene una peligrosa incertidumbre en los agentes económicos, una incertidumbre que comenzó tras el referéndum de 2016 y que ya ha tenido altos costes para el Reino Unido en términos de menor crecimiento, productividad e inversión. Born et al. (2019) los han calculado comparando la evolución del PIB británico observado con un PIB teórico contrafactual, y ascienden a un 2,1% del PIB, más de 18.000 millones de libras al año.
¿Saben cuánto supone eso a la semana? Unos 350 millones de libras, justo la cantidad que aparecía en el autobús rojo de la campaña Leave y que hacía referencia (falsa) a lo que se podría gastar adicionalmente el NHS cada semana si el Reino Unido abandonaba la UE. Pase lo que pase la semana que viene, debería circular un autobús del Brexit con un 350 enorme en su lateral recordando a los ciudadanos que, mientras insisten en hacerse daño abandonando la Unión Europea, la incertidumbre sigue minando, día a día, la solidez de la economía británica.