Se celebraba la junta general de accionistas del Banco Santander y, obviamente, no podía faltar el discurso de su presidenta, Ana Patricia Botín. En una parte de su disertación, tras arengar a los suyos, puso deberes a los partidos políticos españoles, acostumbrados, la mayoría, a ciertas actitudes de genuflexión. ¿Se imaginan lo que pasaría si el presidente de gobierno de turno, o el ministro de Economía correspondiente hablara del nivel de apalancamiento, o de las operaciones fuera de balance de un determinado banco? Yo se lo digo: los altavoces mediáticos rápidamente se le echarían encima, hablarían de injerencia política, y recurrirían raudos y veloces al artículo 38 de nuestra Constitución, donde se consagra la libertad de empresa, aspecto, por otra parte, fundamental en toda democracia. El problema, parafraseando al gran Delano Rooslvelt, es que ciertas corporaciones han llegado a pensar que el gobierno no es más que un mero apéndice al servicio de sus propios intereses.
Su discurso estaba lleno de muy buenos propósitos que todos compartimos. Habló de conseguir más cohesión social, servicios públicos de calidad, compromiso permanente con la educación, huir del cortoplacismo, impulsar una agenda reformista con visión de largo plazo y de más Europa... El problema, como siempre, está en los detalles, en las recetas que propuso, y que se pueden resumir en dos mandamientos sagrados por estos lares: amarás la sostenibilidad presupuestaria sobre todas las cosas; y a la actual arquitectura de la zona Euro como a ti mismo. Enésimo ejemplo de en qué se ha transformado nuestra querida Europa. Bajo la apariencia de prosperidad y estabilidad social, argumento fácilmente desmontable cuando hurgas un poco, se nos está coartando un debate democrático necesario sobre qué política macroeconómica queremos. El problema fundamental de España es el desempleo y un ascensor social que ya no funciona, especialmente entre la población más joven. Las recetas ortodoxas ya no dan más de sí, están finiquitadas.
Prosperidad y estabilidad social son argumentos que coartan el necesario debate democrático sobre qué política macroeconómica queremos
Al otro lado del Atlántico hay un debate apasionante donde, frente y contra la distopía neoliberal, ya se ha creado una alternativa, un nuevo paradigma, la Teoría Monetaria Moderna. Pero hete que aquí, en Europa, nadie osa poner en duda un sistema disfuncional, que solo beneficia a unos pocos, y cuya democracia está viciada por el tejemaneje sin pudor de los lobbies de turno, esos que se mueven como pez en el agua por los distintos gobiernos, ministerios, y/o instituciones europeas, incluida el Banco Central Europeo –aún recuerdo la injerencia de sus funcionarios en el rescate de Irlanda –. Por eso, las herramientas propuestas por Ana Patricia Botín son incompatibles con los objetivos que dice perseguir. Me suena a la famosa reforma del capitalismo sugerida por Nicolás Sarkozy. Y ya sabemos en qué consistió. Posiblemente lo que se pretenda sea lo contrario, frenar cualquier propuesta de cambio de las actuales políticas económicas fracasadas y, de paso, desactivar cualquier intento de movilización social.
Consejos doy que para mí no tengo
Sin duda el mayor error durante la Gran Recesión, tanto en España como en Europa, fue considerar la deuda privada bancaria como si fuera deuda soberana, e implementar un rescate bancario a costa de los contribuyentes, manteniendo indemnes a acreedores privados cuyo análisis de riesgos dejó mucho que desear. Se entremezclaron intereses público-privados. Por aquellas fechas me venía a la cabeza, no sin cierta envidia, la nacionalización ejemplar llevada a cabo por los suecos en 1992. Tanto el primer ministro de aquella época, el conservador Carl Bild, como su ministro de Economía, Bo Lundgren, nos recordaron ciertas conversaciones que mantuvieron con los banqueros más relevantes de entonces, entre ellos Peter Wallenberg, en aquel momento presidente del SEB, el mayor banco de Suecia.
Wallenberg, descendiente de una de las familias más famosas y ricas del país, se quería interesar sobre qué ocurriría si su banco recibía ayudas públicas. La respuesta fue tajante. Si el Estado sueco se ve forzado a ser el mayor accionista de un banco privado, el consejo de administración de dicho banco acabaría de patitas a la calle, al margen de las correspondientes actuaciones judiciales y penales, y sus puestos serían ocupados por funcionarios del Banco de Suecia. Wallenberg salió despavorido del despacho en búsqueda de capital privado, que finalmente consiguió. Pero otros bancos, como Nordbanken y Gota, no corrieron la misma suerte y tuvieron que ser nacionalizados.
El problema fundamental de España es el desempleo y un ascensor social que ya no funciona, especialmente entre la población más joven. Las recetas ortodoxas no dan más de sí
Frente al modélico rescate bancario sueco, las distintas reformas bancarias emprendidas por los ejecutivos de turno patrios fueron hechas a medida de intereses privados espurios. El poder corporativo interfirió en la vida política, mientras que el Estado obvió los intereses de la ciudadanía. Y detrás de todo, esa palabra que aterrorizaba tanto a esos intereses espurios como a una parte importante de nuestra clase política: nacionalización. Para rematar la faena, el diseño de cómo hacer frente al problema correspondió a consultoras privadas, todas ellas con conflictos de intereses con el propio sistema financiero que debía ser intervenido.
La propia banca fue incapaz de ver lo obvio, la mayor burbuja inmobiliaria de la historia, y no quería bajo ningún concepto oír hablar de controles ex ante del crédito. Al final, la banca insolvente se rescató tarde y mal, y en su inmensa mayoría a costa de contribuyentes y de sus clientes -empresas a las que se les cerró el crédito-, para regalarlas después a la competencia. Ya lo dice el refranero español: consejos doy que para mí no tengo.