No voy a entrar en si la concentración del pasado domingo en la plaza de Colón fue un éxito o un fracaso. Juntar 100 ó 120.000 personas en un día especialmente desapacible de febrero, con sólo tres días desde su convocatoria, tiene su mérito y da fe de que existe cierto hartazgo. Mejor es centrarse en las causas de esa manifestación y no en la manifestación en sí. No se hubiese hablado tanto de lo de Colón de no haber sido por la contumaz torpeza de Pedro Sánchez la semana pasada.
Las prisas por sacar los presupuestos adelante le llevaron de cabeza a un callejón sin salida. A cambio de los votos de ERC y el PDeCAT (17 escaños en total, justo los que necesita para poder comprar un año más en el poder), les prometió abrir una mesa de negociación sobre lo suyo. Los independentistas pidieron un mediador y, con tal de complacerles, les dijo que sí aunque cambiándole el nombre por el de relator, un invento sacado de la chistera que nadie sabía muy bien en qué consistía.
Estaban tan seguros de su oferta que la vicepresidenta Carmen Calvo salió muy ufana en una rueda de prensa el miércoles asegurando que el asunto ya estaba cerrado y que las negociaciones empezarían cuanto antes. En menos de 48 horas todo se les vino abajo. Se produjo una rebelión dentro del PSOE y otra en la oposición. La primera irritó profundamente en Moncloa, porque de todos los fuegos el peor siempre será el amigo. La segunda se tradujo en la convocatoria de la manifestación de marras y en el redoble de tambores que, con un par de meses de anticipo, ha dado por comenzada la campaña electoral de mayo.
Los independentistas necesitaban la ‘mesa de diálogo’ para colocar una bomba de relojería en el Supremo justo cuando empieza a juzgar a Junqueras y los exconsejeros de Puigdemont
No era este el plan de Sánchez. Su idea era engañar a los independentistas, sacarles el sí a los presupuestos en las Cortes y concentrarse en la campaña de las municipales. Pero es que este hombre tan pagado de sí mismo todo lo hace mal, es el tipo más desastroso que ha pasado por la Moncloa y cuidado que tenía el listón alto. Aunque, claro, teniendo en cuenta como había planteado el asunto era imposible que saliese bien.
Nos hemos enterado por los independentistas de cuál era el esquema con el que Sánchez y Calvo pretendían darles el cambiazo. Les plantearon dos mesas de negociación: una de gobierno a gobierno y otra de partidos. La primera era un disparate porque ningún gobierno autonómico está a la misma altura que el nacional. La segunda sólo incluía a los partidos amigos de la negociación dejando fuera al PP, que es el principal grupo parlamentario en el Congreso, y a Ciudadanos, que es el que más votos y escaños tiene en el Parlamento catalán. Eso sí, según Pere Aragonés, vicepresidente de la Generalidad, lo que saliese de ahí iría a misa, es decir, tendría que ser asumido por el resto de instituciones.
Que algo así saliese del magín de Quim Torra es comprensible porque este hombre no tiene especial aprecio por la institucionalidad, es más, gobierna no ya en contra de la mitad de los catalanes, sino ignorando abiertamente su existencia. Pero no, el plan salió de Moncloa. Eso por no hablar de la figura del relator, que en sí ya es psicotrópica. Aquí, como bien señaló Felipe González, no hay ninguna guerra y el nuestro es un país en el que se observan escrupulosamente los derechos humanos.
Además, lo que Torra y compañía piden no se lo puede dar el Gobierno. Ni este ni ningún otro. Para satisfacerles haría falta una reforma constitucional muy ambiciosa que requeriría el concurso de prácticamente todos los grupos políticos. Eso Sánchez, que en el Congreso sólo cuenta de una raquítica renta de 84 escaños, debería saberlo.
Pero la intención de los independentistas no era sólo esa. Necesitaban la "mesa de diálogo" para colocar una carga de relojería en el Supremo justo cuando empieza a juzgar a Oriol Junqueras y los exconsejeros de Puigdemont. De haberse materializado sería como verter un chorro de vinagre sobre una herida abierta. Todo para seguir en la Moncloa un año más aún a riesgo de reventar su propio partido y de arrastrar a las instituciones por el fango.
El final no está aún escrito. El secesionismo necesita a Sánchez en Moncloa cuando Marchena dicte sentencia; lo siguiente será pedir el indulto, y ese corresponde al presidente
Asumo que a Sánchez esto último no le importa demasiado mientras él esté en el poder. Lo de su partido es otra cosa. Si en mayo el PSOE se hunde en las municipales su carrera habrá acabado. La revuelta interna está garantizada y eso comprometería que pudiese volver a presentarse. No sería de extrañar que, tras la hecatombe, le organizasen otra como la del otoño de 2016.
Los barones del PSOE, asustados
Los barones territoriales están asustados, más aún después de lo que pasó en Andalucía hace dos meses. Aquello fue culpa de Susana Díaz sí, pero también de Pedro Sánchez, un trilero al que se le van acabando las opciones. Puede aguantar como hasta ahora con o sin presupuestos o ir a elecciones y hacerlas coincidir con las de mayo. Aún está a tiempo de disolver las cámaras para que coincidan.
Desconocemos que hará, pero yo me inclino a pensar que aguantará aunque sea con la lengua fuera. De hecho, el "diálogo" con los independentistas no está oficialmente roto. Es probable que lo intenten de nuevo porque el temor de Torra es ir a elecciones y que el tándem Sánchez-Iglesias pierda el poder. Eso sería su final, no podrían seguir ordeñando a la vaca. De modo que es prácticamente seguro que, de una manera u otra, cediendo donde tengan que hacerlo, traten de llegar a un acuerdo.
Necesitan a Sánchez en la Moncloa cuando Marchena dicte sentencia. Lo siguiente será pedir el indulto y ese sí corresponde al presidente del Gobierno. Cada uno hace sus cálculos y los de ambos coinciden en que es mejor entenderse. El equilibrio de fuerzas actual dentro del Congreso les conviene, harán cualquier cosa con tal de mantenerlo, irán de derrota en derrota hasta la victoria final.