En esta temporada, frontera entre el invierno y la primavera, la palabra es “tesis”. Doctoral, por supuesto. Se habla de la escrita por una alta autoridad del Estado para ponerla como digan dueñas. Se la acusa de haber alojado en ella faltas de ortografía, anacolutos, alteraciones sintácticas punibles, un hacer despiadado con la flexión de los verbos y no sé cuántos otros vicios lingüísticos.
Al autor de este Diccionario “progressionis Hispaniae” ya le parece suficiente esta catarata de indignidades atribuidas a la tesis de la egregia señora para dejarla en paz. Pues no es así, resulta que hay quienes, hambrientos a la búsqueda de denuestos y sedientos de vituperios, mueven y remueven las páginas de su tesis, sus afirmaciones, sus negaciones, sus conclusiones y hasta el índice para verter sobre todo ello la rabia académica. Por zaherir el trabajo, hasta descalifican las notas a pie de página cuando estas, como uno ha escrito ya por algún sitio, no son sino la ortopedia de los libros, el sótano donde guardamos los fantasmas de nuestras lecturas, algo así como la concha de apuntador del autor. En todo caso, las notas a pie de página son los soportales que usamos para guarecernos de la lluvia de los críticos.
Pues, si esto es así, y yo le digo a usted, lector/a/e, que es así, resulta que a esta pobre señora le atizan hasta en esos soportales y así la cuitada no tiene sitio donde esconder sus vergüenzas doctorales. Donde refugiarse de las pedradas del tiquismiquis que le reprocha mezclar en el mismo párrafo a Homero con Ortega cuando a estos dos, que no pudieron conocerse por las distancias que la Historia cava, les hubiera encantado saber que conviven en el siglo XXI en una nota a pie de página de un sesudo trabajo sobre la jurisdicción constitucional.
Los imaginamos – a Homero y a Ortega- saludándose, reconociéndose en el magma de la erudición y de las enciclopedias, y decidiendo escaparse de ese mundo envarado y de su reclusión en la nota a pie de página para salir a dar un paseo juntos, sacudirse la gloria literaria y filosófica, e intercambiarse consejos para aliviar el reuma y el estreñimiento, esas dolencias de las que, ay, todos los clásicos son víctimas.
Ella ha defendido, y nada menos que en sede parlamentaria, la limpieza y la honradez de su trabajo argumentando que todo es una conjura del patriarcado
Pero me estoy perdiendo. El asunto iba de la tesis doctoral de nuestra egregia política. Sacudida sin misericordia por todos los pedantes que pululan por esta España envidiosa e hipócrita, ella ha defendido, y nada menos que en sede parlamentaria, la limpieza y la honradez de su trabajo argumentando que todo es una conjura del patriarcado, es decir, que los culpables son los hombres, incapaces de soportar que una mujer pueda lucir el título de doctora y moverse como pez en el agua por los renglones misteriosos de las leyes orgánicas o los hondones enrevesados del Consejo de Estado.
La más aviesa descalificación es que la tesis no se ha publicado. Y es la más inconsistente, la más chusca incluso, pues a nadie se le ha ocurrido pensar que ella lo ha intentado pero ha sido rechazada por las editoriales. O sea, exactamente lo mismo que le ocurrió a Proust cuando envió su magdalena a las casas editoriales de los galos o a Erich Maria Remarque con sus novedades en el frente o a García Márquez cuando abrumó al mercado de libros hispanoamericano con un montón de años de soledad. Pues esta es la situación en la que se encuentra nuestra señora doctora.
O puede ser que le ocurra lo que al pobre Maquiavelo que no vivió para ver publicadas las perversidades de su Príncipe. Si estas desventuras pasan a los más celebrados autores ¿por qué no puede ser víctima de ellas la señora política española?
Con todo, aconsejo vivamente la publicación de su tesis doctoral porque nadie puede descartar que el actual desconcierto bajo el que gemimos los pueblos se deba justamente a que desconocemos el contenido de esta tesis doctoral.