Quizá ustedes se acuerden de un artefacto extraño que había hace tiempo y que estaba aquí mismo, al lado de mi casa, al principio de la Gran Vía. Se llamaba Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid y se lo inventó Esperanza Aguirre, siempre dispuesta a hacer obras de misericordia como vestir al desnudo y dar de comer al hambriento. Era uno de esos pisos antiguos y enormes con un pasillo que no se acababa nunca y del que salían habitaciones, mejor sería decir cuartos, todos pequeños, casi todos aparejados para que sirviesen de despachos. En ellos había sentadas personas a las que pagaban, supongo, por mantenerse vivas, porque no parecían tener otra función. Recuerdo los ojos lastimeros, amortecidos, como de viejo elefante de circo, con que me miró Pedro Sabando, que estaba allí depositado. No me dijo nada. No sabía quién era yo. Tuve la sensación de que dedicaba los días a tratar de recordar quién había sido él.
En otro de aquellos cuartos se guarecía Joaquín Leguina, que, el día en que fui a verle, estaba hecho unas castañuelas: acababa de terminar una novela (qué otra cosa iba a hacer allí en todo el día, salvo mirar el teléfono) y andaba con esa típica euforia del padre reciente que regala puros y abrazos. Hablamos un buen rato. Recuerdo que tenía, sobre un estante, dos fotografías enmarcadas. Una, dedicada, era de Esperanza Aguirre. La otra, de un tipo con peluca que me sonaba muchísimo, pero no terminaba yo de caer. Le pregunté.
–Cómo, ¿no le reconoces?
–Pues ahora mismo no consigo yo…
–¡Pero quién va a ser! ¡Pues Maximiliano Robespierre! ¡A quién, si no, voy a tener yo al lado de Nuestra Señora!
Carcajada. La verdad es que tenía motivos para estar contento, y no solo por la novela. Ocupar aquel cuarto con vistas a la Gran Vía, en su condición de expresidente de la Comunidad de Madrid, le proporcionaba 8.500 euros al mes, además de secretaria y coche oficial. Su trabajo consistía en esperar a que alguien le preguntase algo por el conducto reglamentario; y en contestar, si sabía. Ninguna de las dos cosas ocurría todos los días ni mucho menos, así que él se dedicaba a escribir novelas. Que eran, por cierto, muy apreciables.
Algún día elegirán los madrileños un nuevo presidente para Madrid. No sabemos de qué partido será, aunque cada vez está más claro de qué partido no será"
Fue Cristina Cifuentes quien cerró, hace tres años, aquella generosísima casa de expósitos. Lo recordaba el otro día cuando fui a la conmemoración del Dos de Mayo, en la Casa de Correos de la Puerta del Sol. El espectáculo era curiosísimo. Andábamos todos por allí mirando cada poco hacia la entrada, de reojo, como si esperásemos a que llegase alguien, aunque sabíamos muy bien que no iba a llegar nadie más, que estábamos todos. La representación oficial era como el equipo que habría enviado el Real Madrid a jugar en el campo del Atlético Bembibre: una cuerda de suplentes de esos que saludan a los ujieres con mucha ceremonia por si acaso son generales. El Gobierno castigó a ir allí a lo primero que pilló: Soraya y Cospedal. Ángel Gabilondo, Pedro Sánchez y la alcaldesa, Manuela Carmena, eran los únicos que sonreían con cierta naturalidad mientras parecían volar en silenciosos círculos sobre los invitados, sobre todo Pedro, como si aguardasen el momento de bajar para mondar los despojos. Y los despojos eran los de ese pobre señor que pusieron en la tribuna, Garrido se llama, un interino que se pasó toda la mañana de aquí para allá con la cara de quien tiene una necesidad inaplazable de ir al lavabo. Menos mal que el desfile fue vistoso.
Cifuentes, ya lo saben: anda la desdichada mirando a ver si consigue desclavar al menos una mano del madero para quitarse los puñales de la espalda"
Hay presidentes de la Comunidad de Madrid desde hace casi exactamente 35 años. Esta es la primera vez que, a la fiesta grande del Dos de Mayo, no asiste ni el titular (que no existe; este Garrido es un encargao) ni ninguno de los cuatro últimos, todos los del PP. Solo fue Leguina. Eso da una idea del atractivo que tiene hoy el puesto. Cuando dicen por ahí que hay “guerra interna” en el PP para suceder a Cifuentes, tiendo a pensar que lo que hay es una zalagarda de codazos y zancadillas para ver quién escapa primero del garito, porque ahora mismo la presidencia de la Comunidad madrileña es lo más parecido que existe a un cepo medieval: te exponen en mitad de la plaza, atrapado por el cuello y las muñecas, y la gente que pasa te lanza a la cara verduras podridas. Y te señalan los niños, y se ríen de ti. Y te llaman ladrón.
Miren si no. De los cinco expresidentes madrileños, el único al que no persigue o ha perseguido la Justicia es el primero, Leguina, el novelista. Gallardón está investigado por el caso Lezo (aunque su predecesor pone la mano en el fuego por él). A Aguirre la ha llevado ante la Fiscalía Cristina Cifuentes por posibles irregularidades en aquella parranda de rateros que fue la Ciudad de la Justicia. De Ignacio González es mejor no hablar porque luego te sacan en cantares y te brotan vídeos agusanados detrás de las orejas. Y Cifuentes, ya lo saben: anda la desdichada mirando a ver si consigue desclavar al menos una mano del madero para quitarse los puñales de la espalda. Total, cuatro de cinco presidentes van penando por los pasillos de los Juzgados o por las mazmorras.
Al próximo presidente yo le recomendaría dos cosas. La primera, que se lleve la sede de la presidencia al Palacio de Cristal del Retiro. Y la segunda, que contrate inmediatamente a un exorcista"
Es decir, que por fuerza tiene que ser la silla. El trono presidencial está maldito, como el de Herodes en la novela de José Luis Corral y Antonio Piñero. En cuanto te sientas ahí empiezas a notar detrás de tu espalda las sombras de los alguaciles. A Leguina no le atacó el maleficio, quizá porque, viniendo del partido que viene, está más que inmunizado contra las canalladas de esos judas a los que hay que llamar compañeros. O quizá porque la silla estaba aún nueva.
Algún día elegirán los madrileños un nuevo presidente para Madrid. No sabemos de qué partido será, aunque cada vez está más claro de qué partido no será. Yo le recomendaría dos cosas. La primera, que se lleve la sede de la presidencia al Palacio de Cristal del Retiro. Y la segunda, que contrate inmediatamente a un exorcista: Rouco Varela sería perfecto.
En cualquier caso, por favor, que no se siente. Que trabaje de pie, aunque se canse. Esa silla está más envenenada que las setas que Agripinila le sirvió a Claudio.