El Consejo de la Unión Europea acordó el pasado 20 de diciembre un nuevo marco de reglas fiscales. No es aún definitivo, ya que algunos aspectos han de ser discutidos con el Parlamento Europeo, pero será muy parecido al diseño final. Como es habitual en el proceso legislativo europeo, el resultado salido del Consejo es bastante más enrevesado que la propuesta de la Comisión, ya que intenta incorporar las distintas exigencias de los Estados miembros y eso no resulta fácil. La reforma, en cualquier caso, tiene tantos aciertos como errores.
El principal acierto es, en sí mismo, que haya habido acuerdo, pues supone reconocer implícitamente la imposibilidad de aplicar las reglas anteriores (suspendidas en su aplicación desde el inicio de la pandemia), y una demostración de que los Estados miembros tienen sentido común.
El segundo acierto es el cambio de esquema (más profundo de lo que parece): abandonar el déficit estructural como variable esencial para determinar el cumplimiento de las reglas, sustituyéndolo por el concepto de gasto primario neto. El déficit estructural (es decir, el déficit independiente del ciclo económico) requiere una modelización del ciclo, y por tanto es susceptible de debate teórico; por el contrario, el gasto primario neto –entendido como gasto observable neto de medidas extraordinarias, excluyendo gasto en intereses, gasto con fondos europeos y gasto cíclico en desempleo– es prácticamente observable (tan solo hay que estimar el gasto cíclico en desempleo), y por tanto se puede evaluar si un país ha cumplido la regla de gasto sin terminar en peleas técnicas. Los conceptos estructurales no desaparecen, ya que el objetivo es controlar el gasto para ir reduciendo el déficit estructural, pero al menos el Estado miembro será juzgado por la evolución del gasto, no por el impacto de este sobre el déficit estructural (que formará parte del modelo usado, y que es revisable).
Será la Comisión, en coordinación con el Estado miembro y con el refrendo del Consejo, quien diseñe el ritmo de reducción del gasto dentro de un plan a cuatro años, extensible a siete
El tercer acierto es dotarse de flexibilidad a la hora de diseñar la senda de ajuste (la “trayectoria técnica”) hacia el equilibrio fiscal, ya que el ritmo no será igual para todos, sino que se adaptará a las circunstancias de cada Estado miembro. Será la Comisión, en coordinación con el Estado miembro y con el refrendo del Consejo, quien diseñe el ritmo de reducción del gasto dentro de un plan a cuatro años, extensible a siete siempre que se acometan reformas estructurales y se realicen inversiones productivas sostenibles. La posibilidad de extensión es también positiva, ya que evita el sacrificio innecesario de inversiones verdes, digitales o en defensa (que mejoran la productividad, el crecimiento o la seguridad) en el altar del equilibrio presupuestario rápido.
Dicho esto, en la reforma se perciben unos cuantos errores.
El primer error es permitir el incremento de la complejidad y las limitaciones a la flexibilidad que suponen las denominadas salvaguardas, esto es, las exigencias mínimas de ritmo de ajuste impuestas por el Consejo. Cuando nos felicitábamos porque la absurda norma de reducción de un veinteavo anual de la deuda pública había desaparecido, nos hemos encontrado con nuevos requisitos, quizás comprensibles, pero de dudosa racionalidad técnica. Así, los países estarán obligados a reducir su déficit estructural (sí, ese que creíamos arrumbado) un 0.4% al año, o un 0.5% si el país está sujeto a un procedimiento de déficit excesivo (PDE). Este ritmo de reducción, además, deberá mantenerse no solo hasta que el déficit observado alcance el 3% (ya que las cifras mágicas del 3% de déficit y del 60% de deuda, establecidas en los tratados, no se han alterado), sino hasta que se alcance el 1,5% estructural (con un margen del 1,5% sobre el observado), a fin de crear un colchón fiscal para épocas de adversidad. Finalmente, una vez alcanzado el 3% de déficit (y ya fuera del PDE), los países deberán reducir su deuda pública a un ritmo del 0.5% anual si esta es superior al 60%, y otro 0.5% adicional (es decir, un 1% anual en total) si es superior al 90%.
Se puede dar la circunstancia de que un Estado miembro cumpla la regla de gasto sin cumplir muchos otros objetivos, y eso desemboque en una compleja decisión por parte de la Comisión y del Consejo susceptible de politización o arbitrariedad
No confundamos aquí entender estas reglas con aceptarlas acríticamente. Es lógico evitar que la reducción del déficit se eternice (existen incentivos para ello); es lógico que se cree un colchón fiscal en época de bonanza (con las anteriores reglas nunca se hizo); y es lógico que no nos olvidemos de la necesidad de reducir la deuda (aunque esta, en realidad, no sea más que el resultado de la evolución del déficit y del crecimiento del PIB, es decir, el stock resultante de dos variables flujo). Pero estas tres salvaguardas (a las que habría que sumar una cuarta de desviaciones máximas anuales y acumuladas del gasto efectivo respecto al objetivo) echan por tierra parte de la flexibilidad lograda y, desde luego, la simplicidad. Queríamos llegar a una variable de control sencilla, pero con las salvaguardas al final un país no solo va a ser evaluado anualmente por su gasto primario neto, sino también por variables como el déficit estructural, la deuda (resultado, a su vez, de las variables déficit observado y PIB), el gasto cíclico en desempleo (cuya estimación determina o no el cumplimiento de la regla de gasto), la desviación de gasto observado respecto a objetivo, o el grado de implementación de reformas estructurales o inversiones. Es decir, se puede dar la circunstancia de que un Estado miembro cumpla la regla de gasto sin cumplir muchos otros objetivos, y eso desemboque en una compleja decisión por parte de la Comisión y del Consejo susceptible de politización o arbitrariedad. Queríamos tener una variable de control observable, y hemos terminado añadiendo una ristra de variables no observables ni controlables. ¿Dónde está la simplicidad?
Quedarse atrás en crecimiento
El segundo error es no haber mejorado demasiado la credibilidad. Aparte de que el cumplimiento de un sistema muy complejo resulta poco creíble, el mantenimiento de las reglas del 3% y del 60% (que todo el mundo sabe que simplemente corresponden a otra época en la que no teníamos guerras ni tensiones geopolíticas por doquier, ni apenas se hablaba en serio de la transición verde y digital) no se entiende bien, y encima la posibilidad de reforzar el papel supervisor de las instituciones fiscales independientes se ha terminado por abandonar. En cuanto a las sanciones por incumplimiento, se reducen en cuantía, pero poco más.
El tercer y último error, quizás el más grave a medio plazo, es haber obviado cualquier debate en paralelo sobre la necesidad de fondos europeos (preferiblemente a través de una capacidad fiscal central) para financiar las urgencias de inversión de Europa (en materia verde, digital, industrial y de defensa, entre otras muchas) o estabilizar la economía europea. Sanear las cuentas públicas es imprescindible, pero si Europa invierte no en función de sus necesidades (que no hemos establecido), sino solo en función de las posibilidades de los Estados miembros individualmente, dentro de una década la distancia en términos de crecimiento, productividad y competitividad con Estados Unidos, China u otros bloques más ambiciosos será ya irrecuperable. En suma, para que las nuevas reglas fiscales sean realmente beneficiosas para la UE necesitaríamos aplicarlas en un mundo totalmente diferente.