Opinión

Kamala Harris y la llegada de la caballería

Kamala Devin Harris nació en Oakland, California (EE UU) el 24 de octubre de 1964. Es una

  • Kamala Harris.

Kamala Devin Harris nació en Oakland, California (EE UU) el 24 de octubre de 1964. Es una de las dos hijas que tuvieron Donald Jasper Harris, emigrante jamaicano de raza negra, y Shyamala Gopalan, emigrante de la India que pertenecía a la etnia tamil. Pero no eran en absoluto unos inmigrantes “típicos”. Ambos procedían de dos colonias británicas muy distantes entre sí, pero se las arreglaron para estudiar nada menos que en Berkeley, California. Allí se conocieron (1960) y allí participaron ambos en activos grupos en defensa de los derechos civiles, uno de los empeños más trascendentales de la política estadounidense de aquellos años. Donald es hoy un prestigioso economista, autor de numerosos libros y profesor jubilado de la universidad de Stanford, respetadísimo tanto en EE UU como en Jamaica; Shyamala, fallecida en 2009, pertenecía en India a una familia de diplomáticos y fue una muy destacada científica cuyas investigaciones impulsaron importantes avances en la lucha contra el cáncer de mama. El matrimonio no duró demasiado. Los padres de Kamala se divorciaron cuando la niña tenía siete años y tanto ella como su hermana Maya se criaron con su madre.

Quiere esto decir que Kamala (nombre sánscrito que quiere decir “loto rojo” y que también procede del nombre de una diosa) nació y creció en una familia acomodada, extraordinariamente culta, progresista y comprometida con los derechos de los ciudadanos. Todo eso la marcó y puede decirse que la define hoy. La niña demostró desde los primeros años una inteligencia fuera de lo común, una fuerte personalidad, un carácter alegre pero muy combativo y una tolerancia para con “el otro” que aprendió casi desde la cuna: acudía a los oficios de la iglesia bautista (del padre) y al templo hindú (de la madre), comprendía el sistema británico de educación tanto como el norteamericano, estaba tan cómoda en el campus de Berkeley como en las calles de Madrás (hoy Chennai), donde viajaba con frecuencia para visitar a sus abuelos; se considera “negra y muy orgullosa de serlo” y lo mismo le pasa con su condición de mujer… Todo así. Era casi inevitable que, antes o después, se interesase por la política.

Su educación es tan variada como exquisita. Llama la atención que, cuando iba al jardín de infancia en Berkeley, viajaba en un autobús escolar corriente con otros niños. Ese era el deseo de sus padres, que sabían que, en el vehículo, nueve de cada diez críos eran blancos y rubitos. Y Kamala no lo era. Y no pasaba nada por eso: California, a finales de los 60, era una especie de oasis.
Cuando la niña tenía ya doce años y vivía con su madre, la familia se mudó a Quebec, Montreal, en Canadá. Allí Kamala estudió en una escuela para alumnos francófonos. Habla francés sin dificultad. Era muy popular entre los compañeros, tanto por su capacidad de trabajo (sus notas lo demuestran) como por su simpatía y porque parecía incapaz de estar sin hacer nada: fundó una pequeña compañía de danza con los chicos y chicas del colegio. Otra cosa es que ella misma supiera bailar, pero eso qué más daba.
Terminada la enseñanza secundaria, Kamala demostró (académicamente) lo que valía. Se licenció en Ciencias Políticas y Economía en la universidad de Howard, en Washington, donde destacó como líder estudiantil; además, allí se unió a una de esas Fraternidades que conocemos bien por las innumerables películas norteamericanas de universitarios. En este caso se apuntó a la AKA, Alfa Kappa Alfa, una prestigiosa hermandad formada solo por estudiantes afroamericanos.

Años después obtuvo el “Juris Doctor”, título de posgrado que permite el ejercicio del Derecho, que era lo que a ella más le gustaba. Esto fue en “su” universidad, la de California, donde se habían conocido sus padres. En 1990 fue admitida en la Asociación de Abogados del Estado de California. Ya estaba lista para cabalgar.
Empezó casi por abajo: fiscal de distrito (adjunta) del condado de Alameda, uno de los 58 que conforman el Estado de California y que por entonces debía de andar por el millón de habitantes. No está mal para empezar y no debió de equivocarse mucho, porque en 2000 (Kamala tenía 36 años) la fiscal de la ciudad de San Francisco le propuso que se integrase en su equipo. Dijo que sí. Se ocupó de los vecindarios y de que se cumpliese el código civil.
Conoció a mucha gente, desde luego no toda honrada y de buenas costumbres. Muchos eran delincuentes, mafiosos, violadores, narcotraficantes y, en fin, gente de peligro. Cuando ahora mismo dice que en su vida se tropezó con mucha gente de la catadura de Donald Trump, se está refiriendo a aquellos años “duros” en que el crimen organizado de San Francisco se la tenía jurada. Ahí se vio por primera vez (al menos en público) otra de las características singulares de Kamala: era una persona progresista, eso sin duda, pero, en función de su oficio, actuaba con toda dureza contra el crimen y contra los criminales. Aunque no pidiese que los mataran, convencida como estaba (y está) de que eso no sirve para nada ni evita ningún delito.

No tardó en ser elegida Fiscal del Distrito de San Francisco (ciudad y condado), cargo al que se accede por elección ciudadana (no es como aquí, que a los fiscales generales los nombra el gobierno) y en el que permaneció seis años, hasta 2010. Allí dio pruebas de la clase de pasta de la que estaba hecha. Kamala Harris es contraria a la pena de muerte. Cuando un oficial del departamento de Policía fue asesinado a tiros, la Fiscal se ganó las iras de muchos políticos, incluidos los de su partido, y de más de 2.000 policías (esto fue en el mismo funeral) cuando advirtió de que no pediría la pena capital para el asesino. La pusieron verde, y la presionaron de todas las formas imaginables, pero no cedió. Nunca lo hace cuando está plenamente convencida de algo. El criminal cumple hoy cadena perpetua. Harris volvió a presentarse al puesto de Fiscal en 2007. Nadie se atrevió a competir con ella y fue reelegida sin oposición.
Ya era famosa. Pesos pesados de la política estadounidense (de su partido, el Demócrata) como Nancy Pelosi, las dos senadoras de California (Dianne Feinstein y Barbara Boxer) y el alcalde de Los Angeles la apoyaron cuando se presentó parta Fiscal General de toda California. Derrotó al republicano Steve Cooley. Es curioso que esto sucediera en 2010, cuando Donald Trump andaba presentando concursitos de televisión y no existía a efectos políticos, porque este Cooley hizo, para evitar su derrota, muchos de los trucos y de las trampas que pocos años después haría Trump para evitar la suya: habló de fraude electoral, pidió el recuento manual de muchos votos y trató de presionar a bastantes autoridades locales. Esto quiere decir que el cáncer populista y antidemocrático del “Grand Old Party” que fundara Preston Blair casi doscientos años antes no lo inventó Trump: ya estaba ahí. El autotitulado “magnate” lo único que hizo fue centuplicarlo.

Harris, como Fiscal de California, se hizo famosa por sus esfuerzos para lograr que los tribunales anularan la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo, que propugnaban los republicanos para conservar el voto de los cada vez más abundantes fanáticos religiosos, sobre todo se la secta evangélica. Empezaron a oírse críticas: la actitud de Kamala Harris era la de quien está pensando en “saltar” a otra cosa desde el trampolín de la poderosa Fiscalía californiana.
Así fue. En 2016 salió elegida para uno de los dos asientos de California en el Senado. El “Times” dijo que Kamala había derribado “una barrera de color que se ha mantenido desde que California se convirtió en Estado”. Y entonces llegó la campaña para las elecciones presidenciales de 2020. Kamala decidió intentar el “asalto” a la Casa Blanca para echar de allí al peligrosísimo Trump.
Calculó mal. Su bagaje político era muy grande… pero no lo suficiente. Su experiencia como Fiscal era enorme, pero en la política de Washington era casi una novata. Y en las primarias cometió el error de mostrarse enormemente agresiva, sobre todo en los debates, con sus propios compañeros de partido, en especial con el veterano Joe Biden. Dejó claro, pues, que era extraordinariamente brillante, atractiva, enérgica y llena de ideas, pero que para el Despacho Oval le faltaban unos cuantos apoyos… y un hervor.

Su salvación vino del tipo al que tanto había escarnecido: Joe Biden. El veterano político, que se encontraba ante la batalla más importante de su vida, hizo exactamente lo mismo que, seis décadas antes, había hecho Kennedy al ganar las primarias: proponer como vicepresidente al más peligroso de sus rivales, que era Lyndon Johnson. Ahora, en 2019, Biden le pidió a Kamala que fuese su “vice”. Y Kamala dijo que sí.
Cuando Biden logró derrotar, con toda claridad, a Trump en las elecciones de noviembre de 2020 (obtuvo siete millones de votos populares y 74 votos electorales más que el enrabietado “magnate”), Kamala Harris se enfrentó al mismo problema que les ha caído encima a casi todos los vicepresidentes: ¿Qué hacer a partir de ahora? Porque, en rigor, el vicepresidente de EE UU no tiene mucho más cometido que el de estar ahí esperando para el caso de que el presidente muera. Y eso ha ocurrido nada más que ocho veces desde George Washington. Ha habido “vices” que se arrogaron un poder muy grande durante el ejercicio de su cargo, como Johnson, Cheney y algunos más. Pero ¿estaba Kamala Harris en condiciones de ejercer, si no todo, al menos parte del trabajo de Biden? No, no estaba para eso.
Es curioso esto. Buena parte de los votantes de Biden (y casi todos los de Trump) temían que el presidente enfermase o muriese durante estos últimos cuatro años porque estaban convencidos de que Harris era una peligrosa radical, una fiera, una persona imposible de sujetar. Pero, al mismo tiempo, la otra mitad de los votantes demócratas pensaba todo lo contrario: que aquella mujer bastante tenía con ser la primera mujer vicepresidenta, y además la primera negra, porque no valía para mucho más. Su pasado como fiscal “de hierro” no les impresionaba. La tenían por un florero que sonreía muy bien y eso era todo lo que sabía hacer.

Sin embargo, Harris hizo muchas cosas como vicepresidenta… siempre intentando no hacer sombra al “jefe”. Lo más sonado fue la pelea para mantener el derecho a la interrupción del embarazo, anulada por el Supremo. Pero es que, aunque seguía siendo (lo ha sido durante cuatro años) la mejor opción para enfrentarse a Trump en el intento de este por volver a la presidencia; una candidatura que iba hacia delante a pesar de los casi 40 procesos judiciales abiertos contra él y a pesar de que el Congreso determinó que él había sido el instigador del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, lo más parecido a un golpe de Estado que ha vivido EE UU desde el asesinato de Kennedy… o desde la guerra civil de mediados del siglo XIX. ¿Y cómo podría salir adelante? Porque la última palabra la tenía el Tribunal Supremo, con mayoría conservadora gracias a los jueces nombrados (o hechos nombrar) por el propio Trump.
Los demócratas, y medio planeta con ellos, mantenían la esperanza y contenían la respiración. Lo hicieron hasta el pasado 27 de junio, cuando millones de personas vieron cómo un Trump armado de mentiras y de aires matonescos hizo polvo a Biden, quien demostró ser un anciano que apenas lograba tenerse en pie y que ni siquiera era capaz de articular las frases. Ahí se abrió un periodo negro: los demócratas se desplomaron en todas las encuestas y cada vez más líderes del partido se armaron de valor y pidieron a Biden que renunciase a la reelección. Por el bien del país. Por el del partido. Por el de todos. Por su propio bien. Incluso el propio expresidente Barack Obama pidió a Biden que se hiciese a un lado.
Eso sucedió hace muy pocos días. ¿Y qué pasó entonces?
Pues ocurrió lo mismo que en tantas películas del oeste de John Ford: que se oyó un sonar de corneta, un galope y, en el último momento, cuando todo parecía ya perdido, irrumpió la caballería para salvar a los “buenos”, rodeados por los pieles anaranjadas (que no rojas, desde luego). La figura de Kamala Harris, durante varios años mortecina y desvaída, entró en escena como una exhalación. De la noche a la mañana, el anciano ya no era Biden sino Trump; el que no decía más que sandeces no era Biden sino Trump, en comparación con su nueva rival. Las encuestas empezaron a cambiar de rumbo (lo siguen haciendo ahora mismo) y el dinero de las donaciones para la campaña llovió a mares sobre el partido demócrata, que ya se creía vencido.

La maquinaria de la infamia, que los republicanos (y la extrema derecha en general) dominan como nadie, se ha puesto inmediatamente en marcha para destrozar a Kamala Harris. Como dice “Los Angeles Times”, “Harris ha soportado niveles de odio sin precedentes en las redes sociales. Las investigaciones muestran que Harris puede ser la política estadounidense más atacada en Internet, porque es una mujer, es una persona de color y tiene poder”. Se han dicho y se siguen diciendo de ella atrocidades que a cualquiera que sepa leer y escribir, o que conserve ocho o diez neuronas en relativo estado de uso, le costaría creer. Dicen, primero, que no nació en EE UU, lo cual es falso; lo mismo dijeron de Obama. Aseguran que no es una mujer sino un transexual que nació hombre, y que luego se hizo operar. Difunden que tiene y ha tenido una vida sexual que podría verde de envidia a Mesalina. La acusan de ladrona, de corrupta, de pederasta, de cocainómana y de todo lo que a ustedes se les pueda llegar a ocurrir.
Todo esto no quiere decir más que una cosa: la elección de Kamala Harris como candidata a la presidencia ha sido un acierto rotundo. Cuando el nido de las serpientes se alborota de tal forma, es que las cosas han cambiado completamente… y Harris puede ganar.
Efectivamente, esta mujer puede ser la caballería americana que viene a salvar a los “buenos”. Lo veremos en noviembre.

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Dentro de las numerosísimas razas de caballos (Equus ferus caballus) hay una que se ha hecho mundialmente conocida gracias al cine: es el llamado Mustang o Mustango, el caballo salvaje típico de las llanuras norteamericanas y de la cultura (también cinematográfica) de ese país. El Mustang desciende de los caballos cimarrones, hijos y nietos de los animales que llevaron allí los españoles en el siglo XVI. Muchos escaparon del cautiverio y de la domesticación, y proliferaron extraordinariamente en las llanuras (millones de ejemplares) ante la ausencia de depredadores.
El Mustang, del que hay ya diversas variedades, es el caballo que domesticaron tanto los “indios” (los nativos americanos originales, que le tenían por un tesoro viviente y dependían de él) como los blancos. Y es, naturalmente, el caballo por excelencia de la caballería del ejército de EE UU durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, hasta que la proliferación de ferrocarriles y vehículos a motor lo convirtió en un animal cada vez menos necesario. Las famosas “cargas” cinematográficas de los soldados de azul se hicieron a lomos de mustangs; de hijos, nietos, cruces y variedades del legendario Mustang.
¿Qué hace peculiar a este magnífico animal? Pues esto: que es muy fuerte, muy resistente, aguanta bien las temperaturas y las condiciones más extremas, tiene una gran inteligencia, una no menor energía y vive mucho tiempo. Y corre que se las pela.
Y encima no miente, no dice simplezas y no le pone motes ridículos a nadie. Un candidato perfecto a la presidencia de la nación, vamos.

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