Como sin darse cuenta, y bajo la matraca constante de los medios de comunicación apesebrados, las gentes de buena voluntad han comprado a la izquierda radical al menos tres relatos. Son de contenido diferente, y de naturaleza muy dispar, pero tienen un punto en común: quien maneja la opinión desde Moncloa los ha sabido cocinar, y una incauta mayoría los ha dado por buenos. Ése es el dato que hace especialmente dañino el relato amañador y torticero que nos venden: la forma posmoderna que hoy adopta la mentira.
El primero es aceptar que los independentistas representan a toda Cataluña. Es un bulo, pero nos lo hemos tragado. “Los catalanes queremos, decimos o exigimos” esto o aquello, declaran cada día los seguidores de un partido político minúsculo, que participa del poder gracias a una carambola, en un inestable contubernio que terminará el día menos pensado. Vamos a ver, señores de ERC: los catalanes, según los últimos datos disponibles, superan los ocho millones. Y Esquerra, sumando sus diez federaciones, apenas rebasa los ocho mil quinientos afiliados. Sí, lo han leído bien: sólo ocho mil quinientos. Pues bien, esos entusiastas militantes, en su mayoría arrimados a las ubres de la Generalidad, se permiten hablar y negociar en nombre de toda Cataluña, a pesar de que (lo veremos en las próximas elecciones generales) ya no significan casi nada. “Nosotros, los catalanes”, aseguran con el mayor desparpajo. Lo sorprendente no es que puedan sostener semejante tontería, porque a todos nos gusta aparentar más de lo que somos; lo grave es que nos han vendido esa patraña. Y que se la hemos comprado.
¿Estoy exagerando? Desde luego que no. En vísperas de la formación del actual Gobierno de esa Comunidad, un periódico importante publicó que Pedro Sánchez había ido a Barcelona para cerrar el acuerdo con “los catalanes”. No, mire usted, no. Vamos a dejar las cosas claras. Usted fue a entrevistarse con el señor Aragonés, que entonces dirigía Esquerra: una cosa pequeñita, dividida en dos o tres facciones que se llevan a matar. Y aunque sus miembros sean todos catalanes, ni los que apoyan a Junts son “los catalanes”. Éste es el primer relato que nos ha vendido la izquierda radical.
¿Es posible que alguien llame “progresista” al partido filoetarra, y al que se fundó subvencionado por el ya famoso tres por ciento, y al que ha necesitado del indulto para sacar sus dirigentes de la cárcel?
El segundo no ha nacido en España: lo hemos importado. Aunque aquí lo aireamos cada día de una forma tan torpe que da pena. Consiste en esta afirmación, cien veces repetida y al más alto nivel: tenemos un “Gobierno de progreso”. Parece lógico que ésa sea la consigna del poder, y que el divulgador de las diarias instrucciones de Moncloa la imponga a sus plumillas habituales todas las mañanas. Pero que compremos la averiada mercancía los españoles es ya otro cantar. ¿Gobierno “de progreso” ha dicho usted? ¿Ha tomado en cuenta sus apoyos? ¿Es posible que alguien llame “progresista” al partido filoetarra, y al que se fundó subvencionado por el ya famoso tres por ciento, y al que ha necesitado del indulto para sacar sus dirigentes de la cárcel, y al que sigue fiel a las consignas comunistas, que llenaron media Europa de cruces funerarias? ¿Dónde está el “progreso”? ¿En el atentado de Hipercor o el coche-bomba del cuartel de Zaragoza, en los altercados callejeros del tsunami democrático, en las bolsas de basura repletas de billetes camino de los bancos andorranos?
Sobre la historia “progresista” de la izquierda radical les voy a relatar una bochornosa peripecia que, hace años, me tocó presenciar. En 1984, una terrible hambruna castigaba la Etiopía comunista gobernada por Mengistu, y la ONU socorrió al Gobierno del país con una importante donación, destinada a remediar tan gran calamidad. ¿Qué hizo el siniestro presidente con los fondos recibidos? La mayor de las vilezas: no los destinó a paliar los sufrimientos de su pueblo, sino que erigió en Addis Abeba una estatua de bronce consagrada a Lenin, la mayor del mundo y la única existente en África.
Crímenes contra la Humanidad
Ese mismo año, el dictador etíope fue invitado por el comunista Jívkov a visitar Bulgaria, donde yo era embajador. Pues bien, en el acto oficial al que asistimos todos los Jefes de Misión, Mengistu pronunció un discurso. Y se abrió de capa con estas mendaces palabras: “nosotros, las fuerzas progresistas, tenemos el deber”… Eso dijo. Desde entonces, cuando oigo o leo que el comunismo es “una fuerza progresista” me viene a la memoria la ignominia perpetrada por aquel sanguinario dictador. Quien, por cierto, años más tarde fue depuesto y condenado por genocidio y crímenes contra la Humanidad.
El tercer relato que deseo citar es el más manoseado y extendido, incluso entre gentes de buena voluntad. Es éste: “Estoy contra la violencia, venga de donde venga”. Tan injusta y peligrosa afirmación no la hemos importado: es nuestra. Se urdió en el País Vasco, durante los años de plomo, por quienes querían establecer una repugnante equidistancia entre el terrorismo etarra y el heroico sacrificio de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. No cabe mayor infamia. En un caso, estábamos ante la violencia del tiro en la nuca y de la bomba lapa; en el otro, ante el cumplimiento del deber por parte de quienes murieron en acto de servicio, en defensa de la democracia y de la libertad. Qué pronto lo hemos olvidado.
Vivimos en la hipocresía, el disimulo y la mentira, dispuestos a tragarnos lo que sea. Para eso está el relato, tramado y expandido por quienes manipulan el mundo indolente y borreguil en que pastamos. Pero, por favor, no coloquen en un plano de igualdad al terrorista y a quien combate esa amenaza ciega y criminal; al agresor y al que ejerce su derecho a la legítima defensa; al que atraca un banco y al que trata de impedirlo. Y respeten a quienes deben recurrir al uso de la fuerza en los casos que establece la Constitución de la concordia, que gobierna nuestra libre y ordenada convivencia ciudadana. Porque la ley y el orden que ellos salvaguardan, con riesgo de sus vidas, no son antiguallas del pasado, como algún “progresista” trata de insinuar: son la columna vertebral del Estado democrático.