En lo que va entre dos martes se metieron el sexo y la muerte dentro de nuestra vida política. Dos fuerzas abrasivas que nos dejan exhaustos y con una sensación donde se mezcla el horror ante la tragedia y la vergüenza por el ridículo. Quien no se sienta humillado ante una clase dirigente desvergonzada podrá ya digerir lo que le echen. Algunos tirarán por lo alto haciendo referencia al pedantesco “Eros y Tánatos” de aquel Freud viejo verde, hoy tan desmejorado. Sin embargo lo nuestro va de alguien descatalogado para la vida a los 32 años y cuya obra se reduce a 18 páginas. Se apellidaba La Boétie y lo que quedó de él fue un discurso erudito sobre “la servidumbre voluntaria”.
La escena del Congreso de los Diputados tomándose tres minutos, tres, que luego se convirtieron en más de una hora, para decidir qué hacían ante los muertos que se agolpaban a las puertas, nos vuelve a palabras que creíamos también descatalogadas. Chusma, por ejemplo. Quizá una seleccionada chusma se ha apoderado de las instituciones nacidas para hacer efectiva la democracia. Unos truhanes del cargo se apalancan por terminar lo más rápidamente posible el nombramiento de quienes van a controlar las televisiones públicas y las radios y lo que las rodea. Podían esperar, aunque sólo fuera por respeto a los muertos y afectados, pero cuando la necesidad se hace virtud, lo primero es protegerse; lo demás resulta accesorio. “Los diputados no hacemos labores de rescate”, expresión utilizada por el portavoz de Izquierda Republicana y ratificada por el risueño adaptador del PSOE, Patxi López, particularmente dotado para el servicio; yo recuerdo a su buen padre cuando ya le llevaba la cartera a su jefe de entonces, Txiqui Benegas.
Aquí todo el mundo que vive de la política quiere convertir RTVE en la BBC, pero sólo cuando están en la oposición. Una vez en el poder prefieren Radio Bucarest. No hay excepciones hasta el momento. En esta ocasión a los recién designados Consejos de la RTVE incluso se les asigna sueldo, o lo que es lo mismo les pagamos para que ejerzan la censura según sus respectivas afinidades, porque para eso los ponen. Los vetos serán más plurales, lo que quiere decir que abarcará más ámbitos y que los límites de lo políticamente correcto alcanzarán cotas inverosímiles.
Mientras los muertos van aumentando en las morges se desarrolla una vomitiva pelea por las imágenes. Aparecen como por ensalmo millones y millones de recursos económicos para paliar los desastres que luego se irán diluyendo entre el fárrago de esas dos palabras perversas que nacieron para la mentira; los comités y los protocolos. Son como los Réquiem pero sin ningún ánimo de que puedan pasar a la historia de la música; hacen de hilo musical para cubrir la tragedia. Los damnificados de La Palma, qué se ficieron. Tocar el tema es como meter el dedo en la llaga. De momento nos tocarán sesiones invasivas de reproches mutuos hasta que las cosas queden asentadas; los muertos al hoyo, los vivos al bollo y los damnificados atenazados por comités improvisados y protocolos de carrera hípica. La muerte cuando entra en política se convierte en despojo para buitres.
En la historia abundante de la importancia del sexo en la política no hay precedentes de un caso como el de Iñigo Errejón, sí los hay sin embargo con el del emérito Juan Carlos. Tienen un rasgo común y chungo; todo mundo decía saberlo, pero nadie se atrevía a publicarlo. En el fondo y en la forma no tienen comparación y sólo la siempre imprevista casualidad temporal los ha hermanado. Dejemos lo del antiguo Rey para otra ocasión; es largo y más sustancioso porque ilumina algunas singularidades de nuestra época. Por tradición académica los historiadores esquivan el peso de la sexualidad en los acontecimientos. Una tesis doctoral que introdujera el sexo, valga la expresión, lo interpretaría el Tribunal que la juzga como algo inquietante para su prestigio; un aspirante jamás osaría mentarles inclinaciones tantas veces manifestadas y nunca exhibidas. Ahí acabaría cualquier ambición de ingreso en el empoderado cuerpo académico.
Por eso tipologías como la de Enrique VIII de Inglaterra, sus seis esposas y sus otras amantes que regaron la aristocracia de retoños, no tienen ningún sitio en la querella religiosa con el Papado de Roma. Decir que la Iglesia de Inglaterra nació gracias a la insaciable rijosidad del Rey, más que de la necesidad de un heredero varón, se consideraría una ofensa para la historia canónica. Algo similar sucede con Fèlix Faure, presidente de la III República francesa en año tan emblemático, disculpen el tópico, como 1899. Murió de una sobresaturación de placer durante una felación, que debió de ser magistral a juzgar por los efectos, de su amante Marguerite Steinhell. Tenía 48 años recién cumplidos pero su corazón, que no había dejado de latir con descaro ante el caso Dreyfus, se paró por las artes de Madame Steinhell. Fue importante en la política francesa; le siguió Loubet, Émile, el hombre del colonialismo insaciable y la Exposición de 1900. No hace falta añadir que ese trascendental acto sexual no aparece en los libros de historia.
Bajar hasta Iñigo Errejón es una caída que desmerece ante el respeto del lector, por más que sea una imagen en tiempo real de nuestra deriva. Un pijo de clase acomodada que estudia en la “Complu” y juega a hacer política porque se le da bien expresar ideas ajenas, y a sus años tocaba. No es cuestión ni cabe sentir piedad por un desfachatado denunciador, ni menos aplaudir el linchamiento; todo se lo trabajó a placer y con insistencia. Un acosador arrogante que emula a los pichabrava de otras épocas. Encontró un sitio idóneo en una pandilla política de éxito que aspiraba a asaltar los cielos de la leyenda y acabó comprando casas en buenas condiciones financieras y haciéndose periodistas, que es oficio en el que nadie pregunta a qué vienes. Hablar de víctimas de este sonrojante personaje exige unas tragaderas que esquivan la inteligencia. El cinismo y la hipocresía no pueden estar constreñidos por ley; si lo pretenden, acabamos en un mundo inhabitable.
La supuesta trascendencia del caso Iñigo Errejón consiste en descubrirnos la intrascendencia de sus enfáticas afirmaciones. Nos lo recuerda él mismo con un candor de infante mal criado: la fuente de la que mana mi despendolada libido surge de la contradicción entre persona y personaje, alimentada por el patriarcado y el neoliberalismo. Sólo cabe un resumen castizo: “chaval, tienes una jeta que te la pisas”.