Estamos ante un largo ciclo político en el que nuestro sistema electoral y los equilibrios previstos para la gobernanza del país parecen agotados. El desequilibrio regional que suponía una hiperrepresentación del nacionalismo, surgido de los complejos en los movimientos democráticos del tardofranquismo está siendo aprovechado para laminar nuestras instituciones. El inicio de ciclo podemos situarlo en 1993 cuando Felipe González se abrazó a Pujol y al “peneuvismo” jugando al autoengaño de la lealtad institucional, el blanqueo del nacionalismo y el inicio de un periodo en el que o las fuerzas nacionales tenían mayoría absoluta o quedaban en manos de un nacionalismo cada vez más agresivo frente a un Estado cada vez más debilitado.
Este es el contexto, parecía que 2017 iba a ser un punto de inflexión, una vez el nacionalismo catalán se quitó la careta e intentó acabar con el Estado en Cataluña, lo lógico y lo que aparentemente estaba ocurriendo, es que todas las fuerzas constitucionalistas se unirían para reconstruir institucionalmente nuestro país. De este periodo fui testigo directo, he asistido a muchos encuentros formales e informales para intentar reconducir la endiablada situación en la que nos metieron los separatistas. Pero todo era espejismo tacticista, todos los partidos se miraban de reojo con la calculadora electoral en la mano para saber quién sacaría mejores rendimientos en la siguiente contienda electoral. De repente, la agenda de reformas, de unión constitucionalista, la alta mirada de Estado desapareció, los movimientos sociales se convirtieron en agencias de colocación de partidos, de puertas a las que tocar para lograr dádivas y contratos, los partidos se adecuaron (de nuevo) a ese equilibrio inestable del que hablaba al principio del artículo.
Todo se convirtió en sospecha, en política para adolescentes, en juegos de poder descarnado. Y, en esto, Pedro Sánchez aprovechó algo tan básico en política como que si tienes más “conguitos” que el contrario, ganas
Pero el problema es que el precio ya era muy superior, la lógica electoral con la (“espontánea”) irrupción de los partidos de la “nueva política” convertían las mayorías absolutas en meras quimeras. El espíritu de la bisagra no nacionalista fue tan efímero como las ensoñaciones de hegemonía futura. Todo se convirtió en sospecha, en política para adolescentes, en juegos de poder descarnado. Y, en esto, Pedro Sánchez aprovechó algo tan básico en política como que si tienes más “conguitos” que el contrario, ganas. Llegó la moción de censura y ganó. Pero a quién le tocó la lotería fue al separatismo catalán y vasco. El interlocutor ya no era Jordi Pujol (español del año, según ABC), sino quienes habían dado un golpe de Estado, los que apoyaron el terrorismo. La partida iba a costar mucho más que cualquier cesión tipo Pacto del Majestic. Su objetivo, en connivencia y colaboración del PSOE, era erosionar las estructuras institucionales de nuestro país. Todo lo demás solo eran fuegos de artificio.
Puigdemont se enfrentaba con sus correligionarios republicanos, sabedor de que solo tenía que esperar a un nuevo ciclo político para recuperar el liderazgo del separatismo catalán
Naturalmente, todas las cesiones al separatismo siempre han estado apoyadas en una narrativa buenista englobada en el concepto “apaciguamiento”, pero en verdad solo es cesión. Movimientos de corte terrorista como Tsunami Democratic o los CDR, pensados para desestabilizar a nuestra democracia, como se vio en el otoño de 2019, eran el brazo armado de un separatismo que puede graduar el grado de violencia en función de su interés político. Este es el contexto en el que se desarrolló el gobierno Frankenstein 1.0. No hubo más hechos como los de Plaza Urquinaona, eso es cierto, pero ¿a cambio de qué? Mientras todo esto ocurría, mientras el PSOE entregaba Cataluña a ERC, indultaba a diestro y siniestro y traicionaba al millón de personas que paramos el golpe de sus actuales socios preferentes, Puigdemont, desde su atalaya dorada en Waterloo se enfrentaba con sus correligionarios republicanos, sabedor que solo tenía que esperar a un nuevo ciclo político para lograr recuperar el liderazgo del separatismo catalán.
Esta paciencia estratégica del fugado es lo más llamativo de un personaje tan histriónico como mediocre. El ciclo ha llegado, la paradoja es que, bajo este teatro de posicionamiento político público, de negociaciones antinaturales, de creación de relatos que acomoden y manipulen la realidad, de cesiones sin fin, de confluencia de intereses populistas cuyo denominador común es el revanchismo “guerracivilista”, en la Cataluña real han pasado cosas. Estas pasadas elecciones han dado fruto las estrategias narrativas que creamos en 2017, hay una placa tectónica sociológica que ha hecho temblar la política catalana. Básicamente, PSC, PP y Vox han logrado el 55,59% de los votos, el PP es segunda fuerza, la izquierda narcisista de Sumar son 14,03%...El separatismo se ha quedado en un 27,12%. Este es un profundo cambio de paradigma para los catalanes.
El PSOE antepondrá sus intereses particulares al bien común. Ya lo hemos visto, mucho me temo que no me equivocaré
¿El problema? Pues que ocurrirá como en 2017, será otra oportunidad perdida, Sánchez seguirá hablando con ERC (y ahora también con Puigdemont) como si hablasen en nombre de Cataluña. Seguirá con su autoengaño diciendo que el habla con las instituciones catalanas, pero en verdad están negociando con quienes quieren seguir drenando la legitimidad de nuestra democracia. Estamos siendo testigos de la implosión de nuestro sistema político, estaremos en manos de Puigdemont, todos los catalanes no separatistas volveremos a ser silenciados y vilipendiados, los pilares del Estado seguirán siendo atacados y, como siempre, esa mayoría social y política de catalanes constitucionalista será arrojada a la papelera de la historia porque el PSOE antepondrá sus intereses particulares al bien común. Ya lo hemos visto, mucho me temo que no me equivocaré. La única esperanza sería que surgiese un movimiento que obligue a los grandes partidos a pactar una Gran Coalición, pero no un acuerdo en contra de, sino un gran acuerdo de reforma a favor de todos.