Lo primero, como siempre, es la dignidad ofendida: “¡Eso es falso, es injusto, no hay nada!”. Lo mismo que el mítico capitán Renault en la película Casablanca: “¡Qué escándalo, qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!”, cuando le están pasando un sobre con sobornos precisamente del juego que consentía en el bar de Bogart, el Rick’s.
Lo segundo es la actitud casi cariñosa del secretario de Organización de su partido, Santos Cerdán: “Juan Bernardo, no te han detenido porque eres diputado. Pero nos dicen que hay fotos comprometidas. Tú sabes que hay fotos. Si estás limpio, que nada me gustaría más, preséntate a las elecciones de diciembre. Pero ahora tienes que entregar el acta”.
¿Qué había hecho Tito Berni, vamos a ver? Pues nada que no hayamos visto ya cien veces, o doscientas, o quinientas. Robar un poquito. Sacarse un dinero, un sobresueldo, unos paneles solares gratis, cosas así. Lo mismo que tanta gente. Pero ha tenido mala suerte. Le han dejado con el culo al aire en plena precampaña electoral. Y eso le ha convertido en un apestado.
Si ustedes hacen memoria o se da una vuelta por las sentinas de la hemeroteca verán que hay algunas cosas que singularizan este último (hasta ahora) caso de corrupción de políticos.
Extorsionaban a los ganaderos, al de la fábrica de quesos; cobraban mordidas por “facilitar” trámites no a los grandes promotores inmobiliarios sino a los peatones, a la gente corriente
La primera es la medianía, la falta de ambición. Estos eran unos golfos de tres al cuarto, gente del común, poquita cosa. Al contrario que otros ladrones que llevamos viendo pasar desde hace ya muchos años, por ejemplo en el PP de Valencia, en la Gurtel y otros pillajes semejantes, Tito Berni y sus compinches no pretendían hacerse ricos. No soñaban con vivir en casoplones de diseño ni conducir ferraris por las endiabladas carreteras de Mogán, de Pájara o de Los Realejos. Estos iban de tranquilitos, casi de rupestres. Lo que pretendían era vivir mejor, o sea vivir bien, pero sin caer en la fiebre del oro. Extorsionaban a los ganaderos, al de la fábrica de quesos; cobraban mordidas por “facilitar” trámites no a los grandes promotores inmobiliarios sino a los peatones, a la gente corriente, a los industriales que trataban de abrirse camino.
De ahí su falta de pudor, y desde luego de prudencia, a la hora de pedir dinero. ¿Cuánto? Tres mil pavos aquí, seis mil allá, no mucho más. Algo asumible, vamos. Cuando sabemos que uno de los rateros –general retirado de la Guardia Civil, encima– guardaba algo más de pasta, sesenta mil euros o así, en una caja de zapatos escondida entre la ropa, queda claro que no estamos ante la familia Corleone ni ante los sofisticados amigos de Andreotti sino ante unos esgarramantas de chicha y nabo, unos aprendices. ¿Y dónde te ingreso las perras, Tito Berni? Ah, pues yo qué sé, en mi cuenta mismamente, o en la del club de fútbol, o en la de mi sobrinete; donde te sea más cómodo, chico. Para qué nos vamos a complicar, ¿verdad?
Esa jactancia rústica, algo paleta, de la influencia que tenían en el partido: “Allí donde hay una rosa [símbolo del PSOE], entramos”, como si les invitaran al palco del Bernabéu, tan ufanos ellos de codearse con gente importante. Cuando uno es un estafador de fuste, de nivel; cuando uno come en Ramsés no para celebrar algo como si fuera una boda, sino por costumbre, no se entera nadie, coño. No vas presumiendo por ahí de lo importante que eres, porque eso hace ver que eres un mindundi. Cuando uno quiere tener un detalle con los cómplices (o con los extorsionados), les regalas un Breitling o una caja de Lanceros de Cohiba, no te los llevas de putas al primer chigre que se te ocurre, y ni se te pasa por la cabeza hacerte (o dejar que te hagan) fotos sin camis
Esto hace tiempo que resulta imposible por la sencilla razón de que, antes o después, alguien se cabrea, canta y se cae el tingladillo
Esa es otra de las singularidades de este asunto del Mediador: que están fuera de tiempo, que son de otra época. Ya no se lleva nada robar con tanto descaro. Si ustedes ven la impresionante película El reino, de Rodrigo Sorogoyen, que es una metáfora perfecta de la corrupción del PP en Valencia, comprendes inmediatamente que el negocio de aquellos canallas se basaba en una cosa indispensable: el silencio. Nadie debía abrir la boca. Y no debía saberlo más que la gente segura. Pero lo de esta tropilla de chorizos lo sabía todo el mundo, caramba, por lo menos en Canarias. Eso hace tiempo que ya no se puede hacer, por la sencilla razón de que, antes o después, alguien se cabrea, canta –que es lo que ha sucedido con ese señor que mediaba tan bien, Tacoronte– y se te cae el tingladillo por tierra, muchacho.
¿Ahora se roba? ¿Roban los políticos? Sin la más mínima duda: la codicia es algo consustancial al ser humano y la tenemos documentada, en sociedades ya con una organización sofisticada, desde Babilonia. Pero ahora hay que hacerlo de otra manera, señoría, Tito, pelanas. No tienen que verte la cara, se arman sociedades interpuestas serias y no como las tuyas, se toman las mayores precauciones. No vas por ahí diciendo: oye, compañero, si quieres que te arregle lo de la licencia de los quesos me vas a tener que hacer un donativo de, vamos a ver, ¿milqui te parece bien? Pues te doy mi número de cuenta, venga, apunta.
Otra diferencia con la costumbre: la actitud de los partidos. Pasó el tiempo en que robar a mansalva era algo socialmente aceptado por la simplicísima razón de que lo hacía todo el mundo. Pasó el tiempo de los Pujoles y su omnipresente tres por ciento, pasó el tiempo de la escrupulosa caligrafía escolar de Bárcenas en sus cuadernos o de la sonrisa de feriante de Guerrero Benítez, que parecía siempre tan feliz mientras arramplaba con paletadas de dinero de los ERE. Pero sobre todo pasó el tiempo en que denunciar o señalar a los ladrones se disfrazaba siempre como un ataque al partido (o a la democracia), una venganza ideológica, una maniobra de los enemigos políticos.
No te defenderán, todo lo contrario: te usarán como escarmiento, como demostración pública de que “aquí no se consiente a los ladrones”
Eso se ha terminado. Es muy posible que José Antonio Griñán haya sido el último político condenado por corrupción por el que su partido saca la cara. Ahora, Tito Berni, si te pillan con las manos en el cajón del pan será tu partido el primero que te ponga la soga al cuello, como te ha pasado a ti. No te defenderán, todo lo contrario: te usarán como escarmiento, como demostración pública de que “aquí no se consiente a los ladrones” y de que se actúa con la máxima celeridad. Sobre todo con los ladrones que se dejan pillar… más por gilipollas que por ladrones. Y es que hay fotos, Tito. Tú lo sabes. Fotos y todo lo demás. Que pasaste diecisiete veces, ¡diecisiete veces!, el número de tu cuenta para que te ingresasen las coimas. Tonto del…
Igual es mi imaginación pero en estos días advierto un cierto temblor de inseguridad en la voz de Cuca Gamarra, habitualmente tan metálica y afilada. El PP se ha lanzado en tromba a hacer sangre con este regalito que les ha caído, ¡otro caso de corrupción del PSOE! Es lógico. Estamos en campaña electoral (pero siempre estamos en campaña electoral) y ya se sabe que, en estas circunstancias, todo vale. Pero que tengan cuidado. No sería en absoluto extraño que acabase por aparecer, en este asunto tan mediocre y tan ramplón, algún robaperas del PP, como ya se ha sugerido. Porque aquí no se estaba financiando al partido; aquí estaba robando cada cual para sí, y el dinero no tiene patria, conciencia ni partido. Todo podría ser.
A ver quién más sale en las fotos, Tito. Por cierto: qué pinta de haragán tienes esas instantáneas, compañero.