Opinión

Mario Vargas Llosa y las desventuras de la llama

Jorge Mario Pedro Vargas Llosa nació en Arequipa (Perú) el 28 de marzo de 1936. Es

Jorge Mario Pedro Vargas Llosa nació en Arequipa (Perú) el 28 de marzo de 1936. Es el único hijo de Ernesto Vargas Maldonado, operador de radio en Panagra (Pan American Grace Airways, una aerolínea peruana ya desaparecida), y de su legítima esposa, Dora Llosa Ureta. Pero su familia siempre pareció azotada por los oleajes contradictorios del amor y de la literatura romántica: al joven Marito lo convencieron de que su padre había muerto antes de que él llegase al mundo, cuando lo cierto era que el padre, hombre de carácter terrible, había abandonado a la madre poco antes del nacimiento del niño Mario: el furibundo Ernesto mantenía una historia de amor y varios hijos con una señora alemana mientras, enfermo de celos, prohibía a su esposa salir siquiera de casa para que no la mirase nadie. El hecho es que aquel abandono (y el posterior divorcio) eran sencillamente insoportables para una familia bien del Perú de entonces, católica a machamartillo, y a Marito lo convencieron de que su padre había muerto. Y eso que aún no se habían inventado las telenovelas.

Allí, hijo único, reinó como un déspota infantil sobre una numerosa corte de tíos y tías, primos y primas, mimado hasta extremos inconcebibles

Además, gracias a su abuelo, que se empeñó en cultivar algodón en Bolivia, Marito vivió en Cochabamba hasta cumplidos los nueve años. Allí, hijo único, reinó como un déspota infantil sobre una numerosa corte de tíos y tías, primos y primas, mimado hasta extremos inconcebibles. Allí empezó a estudiar con los salesianos y allí, gracias al hermano Justiniano, aprendió a leer (tenía cinco años), lo cual despertó en él una fiebre que nunca se ha extinguido.
El regreso a Perú (a Piura, en concreto) supuso para Marito dos traumas brutales. El primero, enterarse por compañeritos de clase de que los niños no se encargaban al Cielo para que los trajesen las cigüeñas, como siempre había creído y le habían confirmado en casa mil veces, sino que los fabricaban papá y mamá, haciendo esto y aquello. Subsiguientemente, que los juguetes que aparecían en casa por Navidad no los traía el “Niño Dios” (sin duda subcontratado por los Reyes Magos españoles para que atendiesen a la clientela del Perú) sino su madre, su abuelo y su numerosa familia. Mario quedó aterrado por las inesperadas y dramáticas noticias.

El segundo trauma fue encontrarse por primera vez con su padre, hombre –ya hemos dicho– problemático, que había decidido volver con su esposa abandonada. Don Ernesto dejó que Marito terminase los estudios primarios, siempre con los salesianos, pero cuando el chico tenía 14 años lo metió interno en el colegio militar Leoncio Prado. Soltar a aquella flor de invernadero, guapo y risueño, acostumbrado a hacer su voluntad, en medio de aquella panda de bestias fue terrible para Mario, pero con el tiempo produjo una de las obras maestras de la literatura en castellano del siglo XX: La ciudad y los perros, novela que todos hemos leído convencidos de que el joven autor (la publicó a los 26 años, fue su primera novela) había escrito una historia de terror completamente inventada. Pero no, no era inventada. Contó lo que vio.

Vargas Llosa, que ya no era Marito sino Varguitas, cometió pecado de periodismo a una edad muy temprana, los 16 años, en algunos diarios de Lima y luego de Piura. El lector compulsivo vertía por fin, aunque fuese en noticias locales y reportajitos, todo lo que había leído, que era muchísimo. Luego estudió Derecho y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y, como tanta gente, se apuntó al clandestino Partido Comunista. Aquello se le pasó pronto y terminó por caer en las piadosas garras de los democristianos, cuyo partido acababa de fundar Héctor Cornejo. Ya tenemos en pie dos de las tres grandes pasiones de Vargas Llosa: la literatura y la política, casi siempre en el lado conservador.

La familia, indignada, viró sus cañones contra la apasionadísima pareja; el príncipe destronado, que tiempo atrás se permitía el lujo de invitar a merendar en su casa a toda su clase de los salesianos, y sin avisar antes, se vio forzado, para sobrevivir, a trabajar como un descosido en lo que pilló

La tercera gran pasión estalló poco después con un escándalo inaudito: el joven y apuesto Marito, que tenía 19 años y que poco tiempo antes estaba sinceramente convencido de que a los niños los traían las cigüeñas, se casó con su tía Julia Urquidi (bueno, era hermana de una tía política), que le sacaba una década y que ya había tenido tiempo de divorciarse. La familia, indignada, viró sus cañones contra la apasionadísima pareja; el príncipe destronado, que tiempo atrás se permitía el lujo de invitar a merendar en su casa a toda su clase de los salesianos, y sin avisar antes, se vio forzado, para sobrevivir, a trabajar como un descosido en lo que pilló, desde colaboraciones en periódicos hasta hacer el catálogo de lápidas en un cementerio. Y luego estaba la universidad.

Pero trabajaba a destajo y escribiendo era muy bueno, cada vez mejor. La Universidad de San Marcos le concedió una beca, por su brillantez, para hacer un posgrado en la Complutense de Madrid. Cuando la beca se terminó, la pareja de esposos-amantes se fue a París, convencidos de que allí les esperaba otra beca. Pero la beca no apareció por ninguna parte y volvieron las penurias financieras. Se cumplió el refrán según el cual “donde no hay harina todo es mohína” y la tía Julia, finalmente, se cansó de aguantar estrecheces: los ímpetus amatorios del joven Mario no podían disimular que estaba cada día más cansado de andar corriendo de un sitio a otro. Se divorciaron en 1964.

Aquellos años, los 60 y los primeros 70, fueron los de la más alta gloria literaria para Vargas Llosa. Todo lo que producía eran obras maestras que hoy estudian en clase los alumnos de bachillerato. Tras La ciudad y los perros llegó La casa verde (efecto de un viaje por la Amazonia peruana), el libro de cuentos Los cachorros, la monumental Conversación en la catedral, de 1969, y la insuperable, experimental y desternillante Pantaleón y las visitadoras, de 1973. Ese ciclo termina, quizá, con una dulce venganza, mucho más cariñosa y nostálgica que cruel: La tía Julia y el escribidor, donde cuenta (o recrea) su vida con su propia tía-esposa Julia y en la que inventa uno de los personajes más memorables de toda su obra: Pedro Camacho, guionista de radionovelas que, empujado por el éxito, escribe varias historias a la vez, le tiemblan las choquezuelas por exceso de trabajo y acaba haciéndose un lío: mezcla a los personajes de los distintos culebrones, lo cual tiene a la audiencia presa de pánico y al lector de carcajada en carcajada. Nos abstendremos aquí de explicar cómo solucionó aquello el gran Camacho, pero es lo mejor de todo.
En 1965, un año después del divorcio de la tía Julia, Mario Vargas Llosa encontró el amor de su vida. Se casó con… la sobrina de su primera mujer, es decir su prima hermana Patricia Llosa Urquidi. La familia, casi convertida en familia real (de las de entonces) volvió a llevarse las manos a la cabeza, pero fue inútil: el matrimonio duró 51 años. De momento.

A Vargas Llosa hay que encuadrarlo, al menos en sus primeros años, en el brillantísimo tsunami que se llamó el boom latinoamericano. Aquella inolvidable foto que se hicieron él y Julio Cortázar ante el Partenón de Atenas, con el argentino todo moderno y desparpajado y Varguitas con chaqueta, zapatos con cordones y aquel aspecto de alumno de los salesianos de Cochabamba que aún creía en las cigüeñas. Otra amistad memorable fue con Gabriel García Márquez. Ambos sentían sincera admiración mutua y Vargas Llosa escribió cosas maravillosas sobre Cien años de soledad. Pero los separaron la política (Gabo era un entusiasta de la revolución cubana y Vargas había apostatado de ella muy pronto) y… la sangre caliente. Cierto día, en México, Mario le obsequió un tremendo puñetazo en la cara al gran colombiano, al parecer porque se había insinuado a su esposa (Patricia) con demasiado descaro. Gabo lo negó siempre. Mario dice que esa dolorosa historia, que rompió una amistad de muchos años, se queda para los historiadores. Nunca se reconciliaron. García Márquez ganó el Nobel de Literatura en 1982, ya con el ojo deshinchado. Vargas Llosa, en 2010.

Vargas Llosa ha estado siempre metido en actividades políticas, sobre todo en su país. Estuvo a punto de ser primer ministro en 1984, bajo la presidencia de Fernando Belaúnde, aunque al final desistió. Y fue candidato a la presidencia en 1990: en el último momento fue derrotado por el populista Alberto Fujimori, que acabaría en la cárcel por corrupción. El escritor se volvió a vivir a Madrid. Poco después, el tenebroso Fujimori amenazó con quitarle, por pura venganza, la nacionalidad peruana. Inmediatamente el gobierno de Felipe González le concedió la española, lo cual emocionó extraordinariamente al escritor. Sin embargo, Mario Vargas ha sido siempre un conservador que no ha ocultado nunca su simpatía por los partidos y líderes de derecha.

Un librepensador que ha veces ha dicho tonterías o que ha hablado impremeditadamente, como le pasa a todo el mundo, pero un librepensador que tiene todo el derecho a ser conservador

Esto le ha granjeado enemistades y hasta odios que el escritor, sencillamente, no entiende. Cuando la Academia Francesa le acogió como miembro, en 2021, algunos de sus miembros (cuatro, para ser exactos) protestaron porque le consideraban “un ultra de extrema derecha que ensucia nuestra institución”. No les hicieron ni caso. En Cataluña se manifestó claramente contrario a la independencia, lo cual hizo caer sobre él las iras de los indepes, hoy en franca decadencia. La manía de situar a todo el mundo, sea quien sea y obligatoriamente, en uno de los dos bandos políticos en batalla ha hecho a muchos perder de vista que Vargas Llosa ha sido toda su vida, ante todo, un librepensador, crítico con las dictaduras de todo género. Un librepensador que ha veces ha dicho tonterías o que ha hablado impremeditadamente, como le pasa a todo el mundo, pero un librepensador que tiene todo el derecho a ser conservador. Eso no resta un ápice de su valor literario.

El currículum de Vargas Llosa es escalofriante. Ha escrito algunas de las mejores obras literarias que ha producido el idioma castellano en los últimos cien años, como (además de las ya citadas) La guerra del fin del mundo o la que quizá sea la mejor de todas, La fiesta del chivo. Ha sido autor (¡y actor!) de teatro. Ha ganado, además del Nobel, el Cervantes, el Príncipe de Asturias de las Letras e incontables premios más. El rey Juan Carlos le hizo marqués, cosa que dejó al escritor bastante estupefacto porque en su vida pensó que le fuese a pasar aquello. Es uno de los escritores más respetados y leídos del mundo.

Él leía a Faulkner y a Shakespeare y a Cervantes y a Yourcenar y a Thomas Mann, y ella leía el Hola

Pero la sangre caliente es la sangre caliente y eso viene de la cuna. El ilustre Mario Vargas Llosa dejó a su mujer, Patricia Llosa, después de 51 años y tres hijos, atontolinado por el pestañeo de una señora que eso, pestañear y seducir, lo ha hecho siempre como nadie: Isabel Preysler. Marito, Varguitas, lo mandó todo a hacer gárgaras y corrió detrás de aquella sexagenaria… con la que no tenía nada en común. Él leía a Faulkner y a Shakespeare y a Cervantes y a Yourcenar y a Thomas Mann, y ella leía el Hola. A él le interesaban la ópera y la política y la literatura y el cine y cien cosas más, y a ella le interesaban las fiestas de sociedad. A los saraos elegantes arrastraba al escritor, que ponía –cada vez más– la cara que ponen las llamas peruanas justo antes de escupir. O los bulldogs enfadados.

La última popularidad de ambos, que ha hecho la felicidad de todas las anarrosas y demás vultúridos de lo que ahora se llama “socialité”, ha llegado por su separación. Mario Vargas Llosa escribió hace poco un cuento en el que, apenas velada la realidad por la ficción, decía que estaba hasta las narices de aguantar a aquella señora profesionalmente insustancial. Hace algunos días, recogió sus cosas y volvió a su casa del Madrid de los Austrias, la que durante tantos años compartió con su mujer de siempre, Patricia Llosa. El Nobel hispano-peruano hizo lo que a otro Nobel, Cela, no le dio tiempo a hacer con su propio error.

No se le ha vuelto a ver el pelo, al menos cuando se escriben estas líneas. Quienes le conocen dicen que está intentando recomponer la relación con su amor de toda la vida, para alegría de los hijos. Veremos, veremos. Cosas más raras hemos conocido en las novelas de Vargas Llosa. Y luego eran verdad.

* * *

La llama (lama glama) es un mamífero artiodáctilo de la familia de los camélidos, cosa que, bien mirado, le puede pasar a cualquiera si se dan las circunstancias adecuadas. Habita en el altiplano de Sudamérica, desde Argentina a Ecuador y Perú. Un jesuita español del siglo XVI (José Acosta) se sorprendió al encontrarla y dijo que el Señor había tenido a bien juntar, en un solo animal, al burro y a la oveja, al primero por su extraordinaria capacidad de trabajo y la segunda por la lana. Sin duda acertó el señor cura.

La llama ha sido siempre de extraordinaria importancia para las tierras en que vive. Es un animal elegante, de porte aristocrático y algo altanero, como corresponde a un bicho que, según los incas, procede de Manco Cápac, de Mama Ocllo y de la Virgen del Sol. Pero su resistencia, su adaptabilidad y su disposición al trabajo es incomparable con cualquier otro animal que no sean sus primos, los camélidos africanos.

Es la llama un animal sereno, reposado, muy inteligente, muy resistente y extraordinariamente dispuesto al sexo, como demuestran sus numerosas hibridaciones a lo largo de los tiempos. Cabe decir, pues, que es también apasionado. Y hermoso, y coqueto: no hay más que ver la variedad de cortes de pelo que lleva en los diversos lugares, busquen las fotos en internet porque es muy divertido.

Pero tiene, eso sí, unos prontos tremendos. Una llama enfadada emite un sonido gutural que solo identifican quienes lo conocen bien y luego lanza unos escupitajos (líquidos o escritos, qué más dará) de asombrosa puntería. Y luego muerden. Y cocean.

Hay que tener cuidado con la llama, animal emblemático del Perú. Es adorable pero, como le obliguen a hacer lo que no quiere hacer, se puede volver peligrosa. Están ustedes avisados, señores de Telecinco.

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