Lunes 5 de julio. 10:00 AM. Carmen Calvo tiene una cita con Pedro Sánchez. La vicepresidenta lleva varios días queriendo verle a solas. Las últimas semanas no han sido fáciles. Sánchez está frío. Ha tomado distancia. Incluso ha abroncado por teléfono a su número dos en varias ocasiones. Le achaca las tensiones con el socio de Gobierno por la Ley Trans; la hace responsable del doble despropósito protagonizado por la presidenta del Senado a cuenta del IVA de las peluquerías.
El presidente sabe que Calvo no viene con el mejor ánimo y utiliza la vieja táctica de monopolizar la conversación. “Carmen, mi proyecto entra en otra fase, requiere cambios, hay que darle un nuevo impulso al Gobierno”. Bla, bla, bla. La vice encuentra un resquicio y coloca su mensaje. Suena como un puñetazo encima de la mesa: “Presidente, me quiero ir”. Sánchez tuerce el gesto. No se lo esperaba, pero recupera enseguida la compostura y sigue con su cháchara, como si no hubiera oído nada, aunque no le disgusta del todo lo que acaba de oír.
Sánchez tiene prisa. Calvo recupera a duras penas el uso de la palabra y traslada al presidente su opinión sobre la oportunidad de una crisis de la que ella nada sabe pero que está en todos los medios: mejor hacerla de un modo natural, vincularla al congreso del PSOE de octubre. Y le hace una petición: si finalmente decide prescindir de ella, que la salida sea pactada. Santa ingenuidad. No hay mucho más que decir. Antes de despedirse, Calvo le suelta a Sánchez algo que hace tiempo que la reconcome por dentro: “Por cierto, que sepas que yo nunca he hablado por ahí fuera mal de tu jefe de Gabinete; en cambio él no puede decir lo mismo en lo referente a mí”. Sánchez vuelve a hacer como que no ha oído: “Ya te diré cuál es mi decisión”, es su última y fría respuesta.
Para Sánchez habría sido demoledora la lectura de un Redondo que sale reforzado mientras dos de los pesos pesados del Gobierno y del partido eran alevosamente sacrificados
Al día siguiente, Sánchez inicia una gira de tres días por las repúblicas bálticas. Cuando el jueves 8 el Falcon que le trae de vuelta aterriza en Torrejón, Carmen Calvo cae en la cuenta de que es la primera vez que el presidente, de viaje oficial en extranjero, no la ha llamado ni una sola vez. Probablemente es en ese momento cuando pierde toda esperanza, cuando se convence de que su suerte está echada. Lo que aún no sabe es que el principal responsable de su desdicha, y de la de José Luis Ábalos (en este caso segundo responsable, después del propio ministro), le acompañará en la caída.
Son muchas las teorías sobre la sorpresiva destitución de Iván Redondo, alguna de ellas alimentada por el propio interesado, pero la explicación más racional nada tiene que ver ni con el mal resultado de las elecciones en Madrid, ni tampoco con la infinita torpeza de la frustrada moción murciana. Redondo sale del Gobierno porque la crisis que había contribuido a diseñar le habría transferido un poder descomunal. Sánchez no podía permitirse la lectura que tirios y troyanos hubieran hecho de una crisis en la que Redondo permanece, o asciende, mientras dos de los pesos pesados del Ejecutivo y del partido, enemigos íntimos del todopoderoso jefe de Gabinete, eran alevosamente sacrificados.
Podemos ya es un lastre
Iván Redondo va escribiendo su propia sentencia en cada susurro contra Calvo, en cada informe filtrado sobre asuntos que conciernen a Ábalos. Redondo empieza a reclamar el finiquito cuando ayuda a diseñar una revolución generacional en el Ejecutivo y en el PSOE (un casting muy de ambos), despejando a Sánchez el terreno en Castilla-La Mancha, en Aragón, en la Comunidad Valenciana, viniéndose demasiado arriba, y con el jefe impasible, dejándole hacer, permitiéndole exhibicionismos antes desconocidos, favoreciendo la petulancia del personaje para luego recoger los frutos de su sorpresiva expulsión. Dejà vu.
De ningún modo Sánchez podía aceptar la imagen de un Redondo que abandona la idea del barranco para casi compartir peldaño en lo más alto del cajón; un Redondo victorioso que ensombreciera su omnímoda autoridad. Así que, en aplicación de aquel principio de Fouché que sostiene que en política la atrocidad tiene su punto saludable, lo que ha hecho el líder socialista con su cruenta masacre es desbrozar el camino que conduce a la única fuente de autoridad real.
De igual modo, la aparente sumisión de Sánchez a la voluntad caprichosa de Unidas Podemos, su criticada pasividad ante la inoperancia de ministros como Garzón o Castells, son lecturas demasiado simples de un movimiento -o mejor, de un no movimiento- con el que el presidente ha eliminado el riesgo de que la bronca con los de Iglesias difuminara el rédito político de su “revolución”. La contraindicación es que, al no forzar cambios en el Gabinete de 2ª B, lo que ha hecho Sánchez es poner bocarriba, antes de tiempo, las cartas de su inmediata relación con Unidas Podemos.
Al mantener en sus puestos a los ministros de Podemos, lo que Sánchez confirma es que cada vez es menos necesario el concurso de los de Iglesias para culminar la legislatura
Al renunciar en el caso de los ministros morados a su indelegable potestad de nombrar y cesar a los miembros del Gobierno, lo que Pedro Sánchez confirma es la escasa relevancia que ya concede al mantenimiento de la coalición; lo que Sánchez convalida es la tesis de que ya no es tan necesario el concurso de Podemos para culminar la legislatura; lo que el líder del PSOE traslada al resto de su Gobierno es que para cumplir con Bruselas hay que empezar a descontar la rémora que para tal fin supone el partido de Iglesias, Belarra y Montero. Y el mensaje que nuestro Fouché de andar por casa transmite a sus fieles es que para ganar las elecciones en 2023 hay que prescindir con cierta antelación del lastre de Unidas Podemos.
Esta no ha sido una crisis de Gobierno al uso, una remodelación pensada para mejorar la gestión del Ejecutivo. Esta ha sido una crisis de partido, el preámbulo necesario de un cambio de estrategia cuya finalidad es llegar a las municipales y generales de 2023 con opciones de victoria. Ese es el sentido de los nuevos fichajes y de la remoción de Miquel Iceta a labores más inocuas. Veremos a Sánchez romper con Podemos; veremos a Sánchez romper con Esquerra Republicana y con Bildu; le veremos abominar del referéndum en Cataluña y envolverse de nuevo en una bandera de España tan grande como su ego.
Lo intentará hacer sin Podemos ni pesos muertos. Tal y como Iván Redondo había previsto. El grave error cometido por el jefe de gabinete más poderoso de la democracia, lo que no supo medir, es que en sus planes el lugar que se había reservado a sí mismo tenía un excesivo contrapeso.
La postdata: cobrar del Estado, trabajar para el partido (¿último capítulo?)
Unos días antes de su cese, Antonio Lucas acompañó a Iván Redondo durante una entera jornada de trabajo. El resultado de ese ejercicio de observación lo publicó El Mundo el martes 13 de julio. El texto de Lucas confirma la inmoral costumbre, sistematizada por Redondo, de trabajar para el partido mientras el que paga es el Estado. Leemos: “La última [reunión del día] será con los ‘escritores’ del Pabellón de Semillas: el equipo encargado de la redacción de discursos del presidente. El jefe es Luisgé Martín. Trazan algunas líneas de trabajo para el discurso principal de Sánchez en el 40º congreso del partido. Se celebrará entre el 15 y el 17 de octubre en Valencia. Las claves del discurso las dicta Redondo, que también será el autor del último retoque de la ponencia. Sobrevuelan conceptos como feminismo y ecología”. La nueva portavoz del Gobierno, Isabel Rodríguez, ha prometido en su primera intervención no usar la sala de Prensa del Consejo de Ministros para hacer política partidaria y criticar a la oposición. ¿Por qué será que nos cuesta tomárnosla en serio?