Qué cosa extraña es recomendar libros. Esta semana he podido hacerlo para un par de periódicos, por aquello de que mi opinión interesa porque perpetro columnas de ídem. Que me paguen por soltar diatribas que de otro modo sólo escucharía con paciencia mi marido ya es sorprendente de por sí. Ahora bien, que te presten un púlpito mediático para prescribir lecturas alcanza otro nivel. De surrealismo, por supuesto. Al menos si uno se toma en serio la tarea.
Las recomendaciones bibliográficas en las secciones de Cultura parecen estar diseñadas a veces para hacer sentir mal al lector potencial, una especie de venganza del plumilla cuyo origen desconozco y sobre la que seguramente cualquier psicoanalista de poca monta elucubraría gustoso, con gesto grave y seguro, paladeando el humo de su pipa si aún estuviera permitido fumar en interiores. Lo más desconcertante que me he encontrado últimamente en un periódico generalista ha sido una reseña de un ensayo sobre arquitectura en clave metafísica dura. Lo típico que apetece leer antes de dormir, y a ocho horas -si hay suerte- de que suene el despertador.
Cuando Fernando Bonete -para El Debate- y Víctor Lenore -para esta casa- me pidieron que recomendara alguna lectura con ocasión del Día del libro sentí cierta incomodidad, pues llevo una temporada larga en la que me cuesta encontrar tiempo y concentración para leer únicamente por placer. ¿Cómo sugerir un par de títulos sin sentir que, de alguna manera, transmito la imagen de alguien que no soy? Al menos de alguien que no soy ahora.
¿Leer o procastinar?
Es cierto que mis circunstancias actuales justifican lo mencionado en cierto modo: tengo niños pequeños, y mi jornada laboral consiste precisamente en leer y escribir. El agotamiento que producen los primeros no invita a continuar con lo segundo en los momentos de ocio, si es que esto último existe cuando se está rodeado de criaturas. Ahora bien, no creo que las causas de la disminución drástica del tiempo que antaño dedicaba a leer se expliquen únicamente por eso.
No se flagelen ni se dejen flagelar, mucho menos por personajillos a los que nos pagan por reseñar libros con aire grave en espacios como éste
Desde hace unas semanas estoy atrapadísima con un libro de ficción y he caído en la cuenta de la infinidad de veces que me distraigo con el móvil, aunque sea por motivos que tienen que ver directamente con la lectura, como lo puede ser buscar información sobre algún dato que se cite en ella. Busco el dato. Notificación de Whatsapp. Adiós novela.
No ayudan, tampoco, las plataformas de streaming. “Encuentro la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro”, aforismo de Groucho Marx que resultaba terriblemente acertado cuando la parrilla televisiva era limitada y de calidad más que cuestionable, por no hablar de aquello de tener que ajustarse a los horarios de emisión. Ahora llega la noche y, a nada que la neurona esté ya a medio gas -lo que suele ser siempre mi caso-, resulta excesivamente tentadora la opción de relajarse con algún tipo de producción audiovisual: las tenemos estupendas, a cascoporro y a un clic de distancia. Hace unos días disfruté terriblemente con Scoop, de Woody Allen. Qué bien ha envejecido Hugh Jackman, por cierto.
Afortunadamente he detectado a tiempo esta inercia y, como ya he dicho, disfruto de nuevo del placer de la lectura (lo cual no implica que haya dejado de ver películas ni, por supuestísimo, que no me sorprenda a mí misma varias veces al día perdiendo miserablemente el tiempo con el móvil).
Sólo porque vuelvo a leer por placer me atreví, finalmente, a enviar mis recomendaciones a El Debate y a Vózpopuli, no sin antes pensar en las apologías bibliófilas que inundarán hoy las redes. ¿Cuántas personas se sentirán culpables en este día por no encontrar tiempo ni ganas para leer, por saberse más entregadas a Netflix y a trastear con el móvil que a disfrutar de Chéjov o de Milan Kundera? Si es usted una de ellas, no se agobie: he estado en su bando, y quizá vuelva a estarlo en cuanto acabe esta novela que tengo entre manos. La vida va por rachas y se hace en cada momento lo que se puede. No se flagele ni se deje flagelar, mucho menos por personajillos a los que nos pagan por reseñar libros con aire grave en espacios como éste.