Aunque resulte paradójico, la abundancia de información, lejos de beneficiarnos, nos perjudica. La buena noticia que celebramos hoy será inexorablemente eclipsada por la calamidad que lamentaremos mañana. La desgracia que nos conmueve ahora, mientras escribimos, yacerá más pronto que tarde sepultada en los desvanes de nuestra memoria, soterrada bajo los escombros de otros recuerdos. Nos gustaría festejar la victoria de Nadal en el torneo de Acapulco, pero cómo hacerlo cuando en Ucrania ha estallado una guerra de cuyo desarrollo somos exhaustivamente informados.
Querríamos que nuestra indignación ante los desmanes de Putin perviviese, que fuese lo suficientemente duradera para movernos a la acción, pero el precio de la gasolina, la inflación, la candidatura de Feijóo desvían irremediablemente nuestra mirada. En un artículo que publiqué cuando aún escribía bien, antes de que se agostase mi ingenio, comparaba el incesante tráfago de información contemporáneo y su incidencia sobre nosotros con un río que fluye demasiado rápido para empapar su fondo. De algún modo, las noticias se deslizan sobre la superficie de nuestro ser sin penetrarla; carecemos del tiempo y del sosiego necesarios para leer un artículo cualquiera y reflexionar sobre él, para meditarlo y hacerlo nuestro.
Si viviésemos en un mundo mejor, uno menos informado, seguiríamos hablando sobre lo que ocurrió hace dos semanas en Colombia: la aprobación de una ley que permite el aborto hasta los seis meses de gestación. Buena parte de la sociedad celebró la noticia como un triunfo de la libertad y de la democracia, pero yo, con esa aversión tan mía a los consensos, no pude unirme a su alborozo. Digo que deberíamos continuar discutiendo el asunto porque es incluso más grave que la guerra de Ucrania. El niño de veinticuatro semanas tiene una cabeza ya formada, manos, pies; podría sobrevivir fuera del vientre materno. No hace falta, por tanto, recurrir a argumentos enjundiosos, a sutilezas metafísicas, para defender su derecho a vivir. Basta una imagen. Cualquiera puede ver en ese crío a un semejante, cualquiera puede reconocerse en él y aceptar la sordidez de arrebatarle la vida.
El problema adviene cuando alguien presenta el aborto como filantropía, como un acto de amor de la madre y de toda la sociedad para con el hijo. Ese hombre hipotético podría invitarnos a mirar a nuestro alrededor. Hay calamidades por doquier. Los polos se derriten, los bosques agonizan a causa de nuestra depredación, el planeta será pronto inhabitable. Y no sólo. También se cierne sobre nosotros la sombra de una devastación más rápida. Basta con que un jefe de Estado pulse el botón rojo para que el mundo salte por los aires; desde las detonaciones de Hiroshima y Nagasaki vivimos algo así como una propina, un tiempo de descuento, una prórroga. La humanidad se extinguirá en cuanto un líder político reúna la audacia y la insensatez suficientes. ¿Acaso no es una crueldad arrojar a un niño a un lugar así, acechado por la muerte? ¿Acaso no deberíamos concebir el aborto como epítome de la caridad?
Aborto y pesimismo
La situación no mejora si descendemos de lo global a lo particular. El padre de la criatura se ha esfumado y la madre no tiene ni recursos económicos ni una familia que la auxilie. Vive en un cuchitril al que algunos se refieren insultantemente como «piso» y trabaja a cuarenta kilómetros de allí, en casa de unos ricachones para los que limpia, cocina, plancha. ¿Cómo empujar a la criatura a una vida así, tan miserable, sin cargo de conciencia? ¿No sería mejor abortarlo y ahorrarle tantísimo sufrimiento?
Conviene tomarse en serio estas preguntas. Si la sombra es lo bastante densa para eclipsar la luz, si la realidad es ante todo hostil, ominosa, asfixiante, si la vida del niño va a ser algo así como una réplica del drama del Calvario, ¿qué sentido tiene traerlo ―digo, arrojarlo― al mundo? ¿No constituiría eso más una condena que un don, más una cruz que un regalo?
Sólo se me ocurre un contexto en el que el pesimismo sería más que excusable: uno en el que los malthusianos hubieran triunfado y, como consecuencia, ya no nacieran niños
Comprendo la objeción, por supuesto, pero no puedo compartirla. Parto de la premisa de que, por muy cenizo que sea uno, por muy oscura que sea su imagen de la vida, ha de aceptar que es mejor nacer que no hacerlo. El no ser es tan inferior al ser que ni una concepción negativa del mundo permite. Para ser pesimista antes hay que ser sin más, y es precisamente esa posibilidad la que los pesimistas que promueven el aborto hurtan al crío que todavía habita las entrañas de su madre.
Pero no es sólo que el ser supere al no ser, sino también que el ser es bueno, ¡muy bueno!, en sí mismo. Llevo años defendiendo la idea de que vivimos una realidad fundamentalmente luminosa en la que también hay dolor, sufrimiento, muerte. Abortar a un niño es, antes que cualquier otra cosa, privarle de un sinfín de prodigios: el aroma del césped recién cortado, el abrazo tranquilizador de un amigo ―ese abrazo que es al tiempo consuelo y refugio―, unos ojos verdes iluminados por los rayos de un sol agonizante, pequeños milagros que bien justifican un nacimiento. ¿Cómo concluir que la vida es mala, indigna de un bebé, cuando los almendros aún florecen y los adolescentes se enamoran? ¿Cuando el petirrojo sigue cantando y los colegiales jugando al tejo?
Sólo se me ocurre un contexto en el que el pesimismo sería más que excusable: uno en el que los malthusianos hubieran triunfado y, como consecuencia, ya no nacieran niños. Mientras continúen haciéndolo, el mundo será bueno y nosotros habremos de preservar nuestra alegría. Escuchen, si no les convenzo, el llanto horrísono de un recién nacido. ¿Acaso no perciben en él los jubilosos acordes de una esperanza?