De todo lo que se ha escrito y se ha dicho de la nueva película de Alejandro González Iñárritu, hay dos evidencias en las que todo el mundo coincide. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es irregular y funciona con unos claroscuros por los que la mente del espectador viaja sin paradas para tomar aire, desde el auténtico disfrute visual y simbólico al agotamiento y el exceso. Además, el cineasta juega con la vanidad más de lo que uno es capaz de soportar, esperando paciente a que llegue ese no sé qué que convierte una película en algo digno de ser visto, interesante y capaz de traspasar la experiencia.
Había una tercera constante en todas las críticas relativa a la duración, pero el cineasta se encargó de remediarlo cuando aún estaba a tiempo, tras su puesta de largo oficial en la pasada edición del Festival de Venecia. Ahora, llega a algunos cines seleccionados con dos horas y media de duración -alrededor de media hora menos-, antes de desembarcar finalmente en la plataforma Netflix el 16 de diciembre.
El protagonista de Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades no es un alter ego del cineasta mexicano, pero le sirve al director para abordar asuntos como su propia experiencia en suelo estadounidense y un sentimiento de arraigo tan confuso y cambiante como la vida, al tiempo que recoge algunos de sus dilemas, reflexiones y sueños, siempre relacionados con su país natal, del que se marchó hace más de dos décadas y en el que vuelve a rodar después de su ópera prima, Amores perros (2000).
La nueva película de Iñárritu (Ciudad de México, 1963) ha sido vista como un atrevimiento, como una búsqueda del masaje de ego con un resultado superficial. Sin embargo, incluso a pesar de ser una clara y nada tímida caída en el narcisismo, esta cinta tiene muchos detalles por los que no merece ser desperdiciada del todo. Visualmente es espléndida, cuenta con suficientes momentos conmovedores sin un melodrama gratuito, ahonda en la relación paternofilial con soltura y acierto, tanto entre el protagonista con sus hijos como con sus padres, y, también, se acerca -quizás poco- a ese México que tanto se echaba de menos en el cine del director, con el folclore, el paisaje y la historia.
Bardo: identidad, familia y éxito
"México no es un país, sino un pinche estado mental", dice un taxista al protagonista del filme, Silverio (Daniel Jiménez Cacho), un reputado periodista y documentalista mexicano afincado en Los Ángeles que regresa a la tierra en la que nació tras ser nombrado ganador de un prestigioso galardón internacional. Sus recuerdos y sus miedos toman protagonismo y le enfrentan a cuestiones como la identidad, el éxito, la mortalidad, la familia o la historia de México.
Si hay algo que uno no deja de hacer durante las dos horas y media que dura Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es preguntarse si en los vaivenes de este personaje hay algo universal o es solo un ensimismamiento
Iñárritu, ganador de cuatro premios Oscar (tres estatuillas por Birdman y una por El renacido), imagina en esta película un país, Estados Unidos, que "solo respeta el dinero" y que es capaz de vender un estado al gigante Amazon. En este delirio liberal, incluso el padre del protagonista, llegado del mundo de los muertos a la mente del periodista, le anima a no irse abajo porque "la depresión es la enfermedad de los burgueses, víctimas del ocio". Tomadas en serio o no, las perlas de los personajes de este filme, sean secundarios o protagonistas, no tienen desperdicio.
Da la impresión, en un guiño con el espectador sobre la percepción de sus tentaciones vanidosas, de que el cineasta le pide perdón por ver demasiada trascendencia en los orígenes del protagonista, en los suyos propios, al fin y al cabo, y lo hace a través de su hijo. "Todos tienen un origen", dice. Nunca las palabras de un vástago sonaron más duras. Si hay algo que uno no deja de hacer durante las dos horas y media que dura Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es preguntarse si en los vaivenes de este personaje hay algo universal o es solo un ensimismamiento que no lleva a ningún lado.