Raúl del Pozo (1936) tiene dos pesadillas recurrentes. En la primera, se ve haciendo el paseíllo en una plaza de toros, obligado a lidiar un animal de 600 kilos a sus ochenta. En la segunda, un cabo primero de la mili le dice que no puede licenciarse... ¡sesenta años después! Así lo cuenta en No le des más whisky a la perrita (La Esfera de los Libros), una biografía escrita por los periodistas Jesús Úbeda y Julio Valdeón para contar la vida de uno de los columnistas y escritores más destacados de la España del siglo XX y XXI, un conquense de vida a lo Martín Romaña: exagerada, hiperbólica y, como él, generosa en anécdotas y episodios. El libro, que está en pre-venta, llegará a las librerías el 7 de octubre.
"Raúl no juega en el equipo de Homero, sino en el de Plutarco", aseguran los autores de un libro en el que el biografiado lo es todo y que al contarse prácticamente les escribe el libro. Dispendiar ese material, además de imperdonable, habría delatado bisoñez y necedad. Pero no es el caso. Resulta curioso, eso sí, que en el epílogo Raúl del Pozo diga que el libro le parece "una novela en la que hay un personaje que se parece él". Dada la pereza -pagoda de su humildad- que le producía al maestro glosar sus cuitas, intentó resistirse a hablar de sí mismo. "Las mejores biografías las hizo Plutarco en el siglo I; las de después son mediocres", los despachó.
Pero los periodistas insistieron, hasta que Del Pozo se dejó entrevistar, no sin antes advertirles la amonestación de la que serían objeto si incurrían en horteradas, frases hechas y narraciones convencionales. ¡Ah!, y una cosa más: que tuvieran cuidado con “los alardes del jergón”. Nada diría él de sus escarceos y sus asuntos de alcoba, como no dijo nada de la mujer que amó: Natalia Ferraccioli.
Ni Úbeda ni Valdeón hicieron caso en ese y otros asuntos más, aunque la desobediencia juega a favor del libro. A fuerza de unir voces y testimonios, y de tensar lo suficiente el hilo para poder acercarse más, consiguen descubrir (primero ellos y luego al lector) la naturaleza de un personaje en ocasiones mitológico, que igual come pisto con tomate con Paco Rabal, entre gitanos, chulos, putas, chinos y policías, como preside tertulia en el olimpo del Gijón.
La perrita y el Lagavullin
Dana, la perrita coton de Tuléar de Raúl del Pozo, inspira el título de la biografía. El animal, que no esconde su antipatía por Jesús Úbeda, termina por remolonear con el joven periodista a lo largo de sucesivas tardes de entrevistas en el jardín del escritor. Hablan bajo un naranjo y un granado, sobre la mesa, una botella de Lagavullin de la que el columnista, por cierto, no bebe. Asombrado por el cambio de conducta del animal, Del Pozo pregunta si el Whisky que le ha servido a Úbeda ha ido a parar al gaznate de su mascota.
Escrita con poca ortodoxia y en ocasiones con giros algo manidos para considerarlos novedosos, los errores que pueden llegar a cometer Úbeda y Valdeón aportan luz y vigor al relato del personaje, del que no se permiten ni la hagiografía ni el brochazo, aunque en ocasiones, poquísimas veces, incurran en lo uno y lo otro. El resultado es más que airoso para el tamaño del reto que tuvieron que acometer.
No le des más whisky a la perrita está escrito con la intensidad y en ocasiones la chulería del que quiere hacerse notar. Por eso la narración resulta viva y trepidante. El Raúl del Pozo que cuentan Úbeda y Valdeón no está biografiado sólo para los amigos del escritor o los doctos en la materia, sino para una generación que poco o nada sabe del hombre que fue Raúl Júcar en Mundo obrero, que ignoran que antes de columnista fue maestro de escuela y también pluma avezada e incendiaria en Pueblo y Diario16, pero también guionista de Jesús Quintero y Lola Flores, y escritor de discursos de Adolfo Suárez. Ahí radica uno de los elementos más importantes de este libro: su candidez, domesticada a punta de documentación y trabajo, permite no sólo un retrato de Raúl del Pozo, sino la fotografía de una época que a los bisoños les queda lejana.
Aunque el comienzo resulta provocador -Carlos Alsina lo resalta en el prólogo-, la biografía se mete pronto en harina. Ya que Del Pozo les había exigido que no fuesen convencionales, los periodistas procuraron no defraudar y arrancaron a escopetazos. Para ser un libro escrito a cuatro manos, más de 800.000 kilómetros de distancia entre Madrid y Nueva York, una diferencia horaria de cinco horas, una moción de censura, cinco elecciones y una pandemia, el resultado sorprende por su aventajada ejecución.
"Los del 36 nacimos en un bombardeo y vamos morir en una peste, pero que nos quiten lo vivido: el hambre, la dictadura, la democracia, el amor libre, el éxtasis, la yerba e Internet...", cuenta Raúl del Pozo. A Jesús Úbeda corresponde citar, mandar y templar en los sucesivos encuentros y entrevistas con el escritor, que le pone las cosas difíciles. Incluso con sus excesos, Úbeda entra en este libro como novillero y lo acaba como matador. Los capítulos de Valdeón respiran una melancolía tremenda. No sólo porque en ocasiones el texto lo impone, sino porque, apartado, en el Bronx, y alejado del biografiado, rezuma una añoranza curiosa.
Comandante de sí mismo
Primogénito de cuatro hermanos, cuando cumplió cinco años, Raúl del Pozo empezó a ir a la escuela de Mariana (Cuenca). Llegaba desde La Torre a pie, haciendo un trayecto que duraba, más o menos, tres cuartos de hora. En esos caminos se forjó castellano y libérrimo. Y en ellos se topó con miembros del maquis, "a veces nobles, a veces canallas", también con guardias civiles a los que los guerrilleros "acabaron poniendo de espantapájaros en los melonares con el tricornio ladeado". Su madre murió cuando él apenas era un niño y el padre le enseñó́ a localizar en los verdines "los cagarruteros" de conejos, que el mayor de sus hijos cazaba furtivamente para vender las pieles.
Sin guardar necesariamente un orden cronológico, el libro da cuenta que, de jovencito, Raúl del Pozo ya leía a Shakespeare. Comenzó ganándose la vida como maestro de escuela y tuvo alumnos como ese Félix Sanz Roldán que acabaría en jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD) y cuya voz aparece en este libro junto a un buen racimo de amigos y leyendas vivas del periodismo.
Picado por el veneno de la escritura, Del Pozo se marcha a Barcelona y luego al París de 1962. La travesía la hizo, por cierto, en autoestop. El libro desgrana, también, su primera incursión en el Café Colón, donde Raúl del Pozo acudía para jugar a los dados y venerar al columnista César González- Ruano, y glosa sus noches en el Kit Kat barcelonés o el café Le Dôme, en Motparnasse, donde corría la juerga parisina y en el que se desplegaron ante Raúl Del Pozo Sartre y Simone de Beauvoir, también Richard Burton o Peter O’Toole.
Aunque hoy se dice ex comunista, Raúl del Pozo anduvo con el PCE de un Santiago Carrillo, que años después se mostró mezquino con él. Siguió, pata caliente, de un lado a otro. Estuvo en Chile, cuando la gran manifestación, debajo de la tarima con Salvador Allende, y en Cabo Cañaveral, cuando salió el Apolo, en la isla de Wight. También anduvo por Londres y en el Madrid de Billy El niño o Barrionuevo, a punto estuvieron de hostiarlo en la cárcel de Guadalajara cuando Del Pozo acudió a cubrir la entrada en prisión del exministro de Interior de Felipe González.
Los lugares menos luminosos
Arropado por los más jóvenes y querido por los veteranos, Raúl Del Pozo se muestra merecedor de vasallajes y, a decir de Antonio Lucas, conserva modales de dandi, incluso cuando lleva corbatas de Telefónica, prenda, por cierto, que en alguna ocasión intercambió con Francisco Umbral. Lo hicieron en su primer encuentro, en Cuenca. Que Raúl del Pozo tiene un doctorado en escandalizar lo muestra muy a menudo, con el Luis del Olmo de Protagonistas, pero también en la columna y el periodismo, por los que se mueve erudito y libérrimo. Lo describe su amigo Manuel Vicent como un hombre que debería de haber muerto muchas veces y al que un disparo lo salvó de la soga para huir cabalgando hacia el café Gijón, el mismo que, en los garitos, prefería ser John Wayne en lugar de Ulises y que ahora, aun tocado por el aire silvestre que le viene de la infancia en el monte, se revela como un comandante de sí mismo.
Defectos, los tiene. Pero cuesta el doble de trabajo a los benjamines periodistas confirmar y documentar su existencia. Los enemigos de Del Pozo han muerto casi todos y aquellos con los que tuvo tensiones, Felipe González por ejemplo, no aparecen en estas páginas. Se barrunta antipatía de Francisco Umbral hacia él -aunque el columnista, elegantísimo, sólo le concede atributos-, así como una distancia con Pedro J. Ramírez y las puyas de un Santiago Carillo faltón que le recriminó estar del lado del poder.
En estas páginas el periodista, escritor y académico Arturo Pérez-Reverte, con quien sostiene amistad desde los años de Pueblo, hace referencia a un aspecto muy peculiar de Raúl del Pozo: sus detonaciones tardías. Cuando se le insulta, no reacciona al momento. Y hay ejemplos enjundiosos al respecto, y si no pregunten a Edu Galán, porque Santiago Carrillo ya no vive para contarlo.
Un asunto escarmienta a Raúl del Pozo: su afición al juego. Para hablar de ella, Jesús Úbeda y Julio Valdeón recurren a su psiquiatra y amigo Néstor Szerman. "Raúl necesita apostar por todo. Lleva el ambiente de los casinos, oscuros y sórdidos, a todo lo demás. Por ejemplo, cuando descubre el golf. De repente, se encuentra en un marco abierto, en campos con amapolas, animales, palmeras... Pero es un casino para él, un lugar donde apuesta. No tiene sentido jugar al golf si no apuesta. Y lo hace permanentemente con todos los que juegan al golf a su alrededor. Cuando él siente que esa apuesta no tiene sentido o que ha perdido del todo, su interés desaparece”. No en vano Manuel Vicent asegura que cuando pierde en el casino de Torrelodones, Del Pozo parece un "Dostoievski con la lengua ceniza". Sobre ese tema escribe en su novela Noche de tahúres, en cuyas páginas retrata el entorno “feroz, hedonista, embrujado y suicida” de las noches de baraja, ruleta y borrachera.
Para traicionar al biografiado que no quiere ser biografiado, Jesús Úbeda y Julio Valdeón entrevistan a Arturo Pérez-Reverte, José María García, Jesús Quintero, Marta Robles, Antonio Pérez Henares, Manuel Vicent, Carmen Rigalt, Javier Rioyo, Federico Jiménez Losantos, Antonio Lucas y Antonio Casado, entre muchos otros veteranos de la profesión entre los que se encuentran Pilar Cernuda. A partir de esas voces, a las que se suma la de Raúl del Pozo, Úbeda y Valdeón crean un retrato “extasiado, radiante y blasfemo” de uno de los hombres que "mejor ha escrito y descrito a España y los españoles", el mismo que a veces, en una mala noche, sueña que debe volver a vestirse de luces… como si alguna vez se hubiese quitado la chaquetilla, la taleguilla y el capote de paseo.