Pregunta seria: ¿a quién le puede interesar un libro sobre bomberos? Además, el texto no narra ningún incendio histórico, ni ocurre en una metrópolis fascinante, ni aparecen celebridades implicadas. Sobre el fuego (Dirty Works) es una crónica de la previsible vida de la brigada contra incendios de la localidad rural de Oxford, Misisipi, que transcurre en los años setenta y los ochenta del siglo XX. La buena noticia es que el autor es Larry Brown (1951), un joven que prefirió pasar por los marines a ingresar en la universidad, pero que con capaz de explicar -con un estilo crudo y seco- los subidones y las tragedias de un trabajo inusual.
Estamos ante un texto corto, de unas 150 páginas, sin un gramo de grasa literaria, emparentado con clásicos como Historias desde la cadena de montaje (Ben Hamper) o las novelas de John Steinbeck. “Solo un bombero o una víctima de un incendio puede contarte lo horrible que puede llegar a ser el fuego”, escribe Brown, justificando su legitimidad para firmar esto. El gran valor de sus crónicas está en la precisión de los detalles, que pueden ser triviales a la vez que aterradores. El protagonista comenzó a trabajar en una estación que atendía a un condado entero, lo que dificultaba llegar a tiempo a los lugares en llamas. “Conducir hasta donde sea fuera de los límites de la ciudad es arriesgado porque tiene que ir a mayor velocidad, a menudo por carreteras asfaltadas de dos carriles, en ocasiones por caminos de tierra y sendas de barro. Hay veces en que tienes que pasar el camión cisterna por puentes de madera que no parecen lo bastante resistentes para aguantar su peso”, lamenta. El combustible del libro es una mezcla de whisky, miedo y adrenalina.
El incendio que escoge narrar a continuación es especialmente traicionero, ya que Brown queda hipnotizado por el tanque de gas licuado que servía de calefacción a la vivienda. Le fascina cómo va cambiando de color hasta adquirir un tono “rojo picota”, señal de que había riesgo serio de que explotase, matando a cualquiera que estuviese cerca. Se implica tanto en su trabajo con la manguera que no se da cuenta de que le está ardiendo el uniforme hasta que sus compañeros empiezan a dirigir sus chorros hacia él. “Me ahogo en el agua que me lanzan y al mismo tiempo me achicharro”, señala. “Es terrible, pero es mi trabajo, y no puedo escaquearme, aunque nada me gustaría más. Lo único que me consuela es saber que llegará el momento en que nos quedaremos sin agua y no tendré más remedio que retirarme”, confiesa. Es el único incendio donde se le pasa por la cabeza el deseo de fracasar, para volver a casa cuanto antes.
Sin heroísmos
Un factor importante: no hay ninguna exaltación de las hazañas individuales, de episodios más allá del cumplimiento del deber. Cada descripción de un servicio se convierte en alabanza de los artilugios técnicos, el respeto a las normas y el trabajo en equipo. “Me gustan las mangueras de dos pulgadas y medio de diámetro y los grandes surtidores de cromo que ningún hombre puede sostener por sí solo, las hachas rojas, las palancas y los picos que usamos para derribar los techos en busca de chisperos, esos pequeños cabrones taimados y escurridizos que no dudarán en reactivarse y arder cuando ya estemos de vuelta en el parque, durmiendo a pierna suelta en nuestras camas”, sospecha. A veces suena como un Bukowski con vocación de servicio: “Me gusta situarme junto al panel de la bomba y ajustar la válvula de escape y oír cómo se abre cuando se cierra una línea, y me gusta saber que estoy perfectamente capacitado para manejar esa pieza de equipo que cuesta doscientos mil dólares, tal y como me han enseñado, para que nadie acabe con el culo achicharrado por mi culpa”.
Brown usa el contrapunto del humor, desde la noche donde hace el rídiculo en una pista de baile hasta su intento de montar una granja de conejos, pasando por sus rituales alcohólicos
Encontramos muchas situaciones extremas que sabe describir con dos o tres frases cortas. “El silencio se hizo entre nosotros mientras nuestros hombre sacaban los cadáveres. Los niños eran tan pequeñitos. Pensé en los míos”. Los momentos donde nadie puede articular palabra son más densos que los gritos y se vive cada tragedia anónima como si tuviera algo propio. Brown sabe usar el contrapunto del humor, desde la noche donde hace el ridículo en una pista de baile hasta su intento de montar una granja de conejos, pasando por sus rituales alcohólicos, entre ellos servir cococacola sin whisky para indicar a las visitas que es hora de irse (no a los amigos, sino a los estudiantes que le siguen al hotel después de una de sus charlas). El autor explica sus dificultades para matar a un cerdo o un conejo indefenso, pero se siente a Dios cerca de su dedo en el gatillo cuando logra fulminar de un solo disparo a un ciervo en el bosque. Se entrevé la moraleja de que el típico temperamento militar puede tener más utilidad en tareas comunitarias, como la de apagar fuegos.
Aficionado a la bebida y fumador empedernido, Brown murió de un infarto a los 53 años. Por eso no pueden faltar descripciones de la factura que pasa este tipo de trabajo. “Tengo fama de hablar dormido sobre John Wayne y de ponerme a vociferar no se qué locuras y de despertarme con mis propios gritos. Pienso que debo de tener algún trastorno de sueño, pero no creo que necesite ir al médico. Creo que solo me pasa cuando estoy aquí, en el parque. En casa, en mi cama, con Mary Annie, duermo bien”, explica.