¿Quién ha dicho que leer predispone a ser mejor persona? ¿Por qué tendría? Si la iglesia desaprobaba la lectura, considerándola un placer igual o peor a la masturbación, y en el XVIII se desaconsejaba la lectura de ficción, qué ha pasado para que emerja ‘ahora’ esta beatería bibliófila: tienes que leer esto o debes leer esto. Ni hablar de la proliferación de títulos como Los cien libros que debe leer, una especie de mercado secundario bibliográfico de leer al peso. La fiebre por imponer la lectura como se impone la vida sana. Esas son algunas de las preguntas que se plantea la investigadora Mikita Brottman en su ensayo Contra la lectura, recientemente publicado por el sello Blackie Books.
Aunque prometa serlo, este libro no es en absoluto un alegato contra el acto lector. Al contrario, puede que sea el ejercicio de honestidad intelectual más efectivo a su favor. En estas páginas, Brottman, quien estudió Lengua y Literatura Inglesa en Oxford, despliega sus argumentos acerca de una cierta pulsión patológica que rodea a la cultura contemporánea, área que ha convertido en su campo de estudio y que en la lectura aparece encontrar soterradas y terribles ensoñaciones que han terminado por convertirla en un acto moralmente bienintencionado.
"No leáis libros solo porque sintáis que debéis hacerlo., porque puedan ser buenos para ti. Hacedlo solo porque no podéis evitarlo. Lees con atención y notareis la diferencia"
El producto final de esa relación autoritaria con los libros -no se rayan, lo que leíamos antes sí era buena, suelto eso y coge un clásico- ha generado un cuerpo con pústulas durante años enquistadas, entre otras cosas, por el sistema de expectativas culturales que han terminado por hacer daño al verdadero acto de leer. Lo que consigue Brotman en este ensayo es avanzar con el bisturí y extirpar buena parte de ellas de esas infecciones. "No leáis libros solo porque sintáis que debéis hacerlo., porque puedan ser buenos para ti. Hacedlo solo porque no podéis evitarlo. Lees con atención y notareis la diferencia". Ahí está la clave: en el deseo.
En el año 2006, en Estados Unidos se publicaban dos mil novelas cada semana. Teniendo como marco de medida una semana de 40 horas de lectura, se necesitarían 163 vidas para leer todas esas novedades juntas. Ojo: sólo las novedades, no los libros publicados con anterioridad. "Quienquiera que predijera la muerte del libro no podía haber estado más equivocado; hoy en día hay más que nunca", escribe Brottman, una frase alrededor de la cual se suma como una prueba la proliferación de listas de libros (los diez ensayos, las cinco novelas, las 8 biografías) o manuales como Los 1001 libros que hay leer antes de morir, de Peter Boxall. Leer se anuncia como bueno a priori, una elaboración un tanto autoritaria de expectativas que terminan por frustrar el acto lector hasta transformarlo en una aspiración, no en un deseo genuino. De ahí, que la lectura se confunda con el acopio y la apilación de libros y no en su verdadero disfrute. El libro es un objeto que confiere cierto estatus, en este caso, intelectual.
Leer se anuncia como bueno a priori, una elaboración un tanto autoritaria de expectativas que terminan por frustrar el acto lector hasta transformarlo en una aspiración, no en un deseo
Brottman propone al lector un ejercicio para a prueba su diagnóstico, escribe: “Sed completamente sinceros durante un momento: que no os de apuro, quedará entre nosotros. ¿Alguna vez habéis pretendido estar familiarizados con una obra literaria que en realidad no habéis leído? ¿Os habéis encontrado participando en conversaciones sobre el Capitán Ahab, Ofelia o Leopold Bloom sin haber leído realmente Moby Dick, Hamlet o Ulises? Venga, me juego lo que sea a que sí. (…)”. La respuesta que aporta la autora desmigaja un argumento significativo, o que al menor arroja luz sobre un falso sistemas de expectativas. ¿Qué sentido tiene?,¿ para qué las personas fingen haber leído? A nadie se le ocurriría fardar de saber moverse por Chicago, si nunca ha estado allí. Porque ese tipo de cosas, explica Brottman, no poseen ninguna presunción social de prestigio cultural, mientras que en la literatura, la situación es distinta. Se da por hecho que alguien inteligente “debería de haber leído los clásicos”. Y ese es el gran punto de este libro: la gente piensa que debe o tiene que leer tal o cual historias. “No hay libros que debáis leer”, dice Brottman. Se llega a ellos por el deseo y la necesidad de leerlos.
En estas páginas se relativizan muchos otros aspectos e ideas totémicas de lo que la literatura es, o debe ser. Pensad -dice Brottman- que los clásicos que a muchos parecen largos, extemporáneos o herméticos fueron formas de entretenimiento hace cien o doscientos años; la única. Las novelas del XIX eran entregadas semanalmente, troceadas por capítulos, con un ritmo de entretenimiento mucho más lento, prácticamente incompatible con el ritmo de las series contemporáneas. No porque una sea mejor que otra, sino porque pertenecen a mundos distintos. De ahí que obligar a la lectura de esos clásicos en las aulas, en plena juventud o adolescencia, sea una forma de cargarse la lectura, matar la alegría de leer esos libros y, de paso, sembrar una relación de culpa con laguna o el vacío que queda tras desertar.
"Os habéis encontrado participando en conversaciones sobre el Capitán Ahab, Ofelia o Leopold Bloom sin haber leído realmente Moby Dick, Hamlet o Ulises? Venga, me juego lo que sea a que sí. (…)”
Este razonamiento lo desarrolla Brottman prácticamente en el tercer capítulo del ensayo, que lleva por título Estanterías. En los dos anteriores, En el ático y Apilados, la autora hace prácticamente antropología del hecho bibliófilo. Desde dónde y cómo las lecturas infantiles sirven de cimientos y terminan luego por colonizan la periferia de los hogares, a partir de ahí elabora una serie de lecturas culturales con las formas que tenemos de colocar los libros y relacionarnos con ellos. Dentro de ese repertorio, resulta excepcional, por ejemplo, sus análisis de las bibliotecas.
"Durante mis años de estudiante en Oxford pasaba la mayoría de las tardes en la Biblioteca Bodleliana, una de las más grandes del mundo. El edificio principal, que incluye el teatro Sheldonian , construido originalmente en 1602, se asemeja a un castillo de planta cuadrada (…) Los depósitos de la Bodleiana, no accesibles a los estudiantes, se encuentran once pisos bajo tierra y están conectados por pasillos subterráneos", en esa descripción pormenorizada del edificio, la autora ilumina las bibliotecas como territorio del extravío, incluso literal, a tal punto de citar e ilustrar el atractivo secreto que no pocos suicidas han experimentado por ellas. Acaso porque la profundidad de lo que ellas esconden, como el caso de la Bodleiana, invita a arrojarse desde las barandillas. La relación entre biblioteca y muerte, dice, no es casual, sino simbólica. Todos esos volúmenes bajo tierra o polvoriento, tienen algo de mausoleo “así que no es de extrañar que comience mermar el deseo de vivir o surja la necesidad de embriagarse con la ficción, dejarse llevar en su barca lejos de las exigencias del mundo exterior.
En las páginas de Contra la lectura, Mikita Brottman ni defiende ni ataca, en sí misma, la lectura. No dice que existan formas mejores o peores de leer, sino formas inadecuadas de propiciarla. Consigue desentrañar la confusión o el desacierto de quienes, evangelizando de forma inadecuada o por puro contagio, en lugar de acercar el libro a las personas, no hacen más que profundizar a la zanja alrededor del castillo al que parece haber sido confinado. Obligar ese entusiasmo es una forma de añadir más cocodrilos al estanque de la fortaleza, hacerla todavía más inaccesible.